lunes, 12 de octubre de 2009

Pequeñas victorias (Por Carlos Sandoval)

Por Carlos Sandoval

I

Tito y Chuco salieron de casa al promediar las dos de la tarde. Era una fría tarde dominical del invierno limeño. Los días libres en la ciudad tenían un color especial. Las familias salen a comer o a pasear, con el único afán de matar la tarde libre en conjunto. Los muchachos se dispusieron a guardar las entradas en sus respectivas casacas, así como la bolsa que contenía los panes con camote que los sostendrían hasta regresar a casa. Se venía algo bueno. Ellos lo podían oler en el ambiente. Tito alzó la mano y el micro se detuvo. Hizo subir a su hermano y tomaron asiento. El trayecto era algo largo. La 73 hacía una hora exacta de camino hasta el cruce de Petit Thouars con la calle José Díaz. Una hora de camino y una conversación irregular. Los dos sólo tenían en mente una cosa: Estar dentro del estadio. No importa que falten horas para que el partido comience. No importa que hayan sacrificado el almuerzo familiar de los domingos por estar ahí. Ellos anhelaban poder deshacerse de esos papeles cromados que con tanto esfuerzo habían conseguido, y poder sentirse libres ya en la tribuna. Las entradas eran fruto de haber juntado las propinas diarias de dos semanas para poder estar en tan importante acontecimiento. Ni bien Tito se enteró de la fecha del partido había dejado de comprar ONCE, su revista futbolística semanal y juntaba con ahínco cada centavo. Chuco también se unió a las dos semanas del ahorro. Dejó incompleto su álbum de figuritas autoadhesivas y tampoco compraba el churro diario que se comía al regresar del colegio a casa. Esta vez la Selección no podía perder. Estaban seguros de eso. La última fecha en Montevideo les robaron el partido. El gol de Solano había sido legítimo. No merecieron perder. Ese árbitro chileno favoreció al local descaradamente. Esta fecha, los argentinos morderían el polvo de la derrota. No importaba que tuvieran al mejor jugador del mundo. No importaba que estuvieran primeros en la tabla. La selección hoy ganaba si o sí. Esta vez si vamos a clasificar al Mundial.



Al subir al ómnibus, Tito se había percatado que habían mas personas con camisetas de la selección. Eran como una secta secreta que se reconocía así misma de reojo, se movían la cabeza a modo de saludo y regresaban a sus ensoñaciones futboleras dentro del fondo de la ventana. Chuco sacó el primer pan de la tarde. A sus 11 años tenía un hambre de naufrago en cuarentena. Era bajito, rechoncho y callado. Pero crecía con los comentarios optimistas de su madre: “Serás tan alto y guapo como mi hermano Ramón”. El pequeño comía bajo la atenta mirada de su hermano mayor, el cual también se mandaba con el primero de la tarde: El primer bostezo. Tito era medianamente alto a sus 15 años. Era mas morocho a diferencia de su hermano menor. Ya estaban por las solitarias calles dominicales de Miraflores. Muchos carros se hacían notar con banderas rojiblancas vistosas y esos infladores ruidosos. También resonaban las bocinas. En los cruces, los policías de tránsito se mostraban algo alegres y sin esa cara de cachacos estreñidos. Hasta tenían una escarapela rojiblanca en la solapa de su saco verde olivo. El ambiente era especial.


Ya doblando hacía Conquistadores y saliendo en línea recta hacia Orrantia, el micro se topó en el semáforo con un automóvil repleto de camisetas y banderas albicelestes. Le llovieron desde mentadas de madre, hasta cáscaras de naranja. Tito y Chuco miraban sin exaltarse la pintoresca escena. Por fin llegaron a su destino. Medio micro se bajó a dos cuadras de la tribuna norte del Estadio. Entre revendedores de entradas, mujeres que les ofrecían desde camisetas con toda la numeración del equipo hasta binchas o sombreritos rojo y blancos, los muchachos lograron pasar el cerco de policías a caballo mostrando sus entradas.
La cola para entrar ya daba la vuelta hasta la altura de la Vía Expresa. Un olor nauseabundo que mezclaba higadito frito y caca de caballo los recibía al final de la cola. De pronto, a mitad de la fila, se escucharon voces alzadas y movimientos bruscos:

-¡Oe colón de mierda andate al final! ¡No seas pendejo pues compare! ¡Jefe aquí hay un colón! ¡Jefe!
-Tito ¿Qué pasa?
-Nada, un pata que seguro se ha querido colar. Ahora viene el policía a sacarlo.
-Estoy muy apretado Tito.
-¡No te vayas a soltar de mi espalda! ¡Ahorita seguro nos van a hacer retroceder y no vaya a ser que te quedes afuera! ¡Estate mosca!
-Ya.

Habían abierto las puertas del Estadio. Los primeros de cada cola se disponían a pasar. Los controladores, en las puertas que daban hacia las canchas de fulbito/estacionamiento de carros del Estadio previas a la entrada de la tribuna pedían a los asistentes sus respectivos boletos. Tenían unas maquinitas láser las cuales rozaban los boletos y certificaban si eran verdaderos o falsos. Toda una novedad. Por fin, Tito y Chuco habían llegado a la puerta. Revisaron sus boletos. Lograron pasar. Bajaron las escaleras al vuelo y de un brinco llegaron a la superficie. Siguieron corriendo hasta la puerta de la tribuna. Se toparon con el segundo control. Un par de policías revisaron sus bolsillos, y casi zafándose violentamente subieron cual rayo las escaleras que daban a la tribuna. Al llegar, sus ojos se abrieron ante esa ensoñación de color verde. Chuco podía hasta respirar el aroma del pasto recién cortado, aquella mesa de billar que recorría al meter sus mejores goles, los de la clasificación, los de la vuelta olímpica en sus sueños felices. Tito miraba la red del arco que daba hacia la tribuna donde estaban. Pedía a los cielos que en este arco se marcara el gol de le victoria de su Selección. El que merecía gritar todo el Estadio.



II

Mientras unos tipos en zancos iban haciendo piruetas por toda la pista atlética, se escuchaban valses por los parlantes del Estadio. Las tribunas estaban cada vez mas nutridas. Hasta las preferenciales. Las luces estaban prendidas hacia un buen rato. Al grito de ¡Ooooole! Las cuatro tribunas se confundían en olas. El Estadio era un jolgorio de optimismo y emoción. Tito y Chuco movían nerviosamente las piernas. Ya sólo faltaba media hora. Estaban ubicados a una altura media de la tribuna. Podían ver sin problemas la cancha. Unos minutos antes Chuco había saludado a un amigo del colegio que estaba acompañado de su padre. Los vendedores de cancha, sanguches y gaseosa se movían hábilmente en zigzag ofreciendo sus productos. La Banda de la Policía por fin había salido a la cancha. Eso significaba que en unos momentos saldrían los equipos a la cancha. Tocaron varias marchas militares y una que otra marinera. Tras el término de su intervención, salieron los árbitros. Segundos después, el equipo albiceleste pisó el terreno del viejo José Díaz. Tras los silbidos e insultos del caso, la Selección apareció por uno de los túneles que daban a la tribuna Sur. El Estadio se estremeció de emoción con bombardas, humo rojo y blanco, papel picado, aplausos y gritos de aliento. Tito y Chuco no paraban de gritar y saltar. Tras el canto de los respectivos Himnos Nacionales, la pelota estaba en el centro del campo. Fueron segundos de silencio. Este se rompió con el primer toque del equipo vistante.

El primer tiempo y parte del segundo había tenido un trámite mediocre. Las acciones se daban lugar en la media cancha, teniendo a los volantes de contención de cada equipo como “figuras” del lance, destruyendo los avances de los dos equipos. A partir del minuto 70, el equipo albiceleste comenzó a ser mas incisivo en sus ataques, aprovechando que el medio campo rojo y blanco había comenzado a dar muestras de cansancio. En un contragolpe, el 10 del equipo albiceleste logró sacarse de encima la marca de dos contrarios, dio un pase en callejón hacia el puntero derecho, el cual cogió algo desprevenida a toda la defensa, dribleando al arquero y así poner el primero de la noche. El Estadio era un cementerio. Las primeras caras largas y de molestia comenzaron a notarse. Tito y Chuco estaban quietos en sus lugares. No podían creerlo. La Selección perdía, y encima jugaba mal. Tenían el ánimo por los suelos. La gente a su alrededor estaba cada vez mas exaltada. Pedía la cabeza de entrenador, no paraban de putear a los defensas que no marcaban y a los mediocampistas que no creaban una situación de peligro en el arco contrario. Para colmo, los delanteros parecían asistentes privilegiados al partido. Se mostraban perdidos en el tiempo y el espacio deambulando por los tres cuartos de cancha contraria tratando de coger la pelota y encarar al arco. Esta vez no salía nada.


Para el minuto 83, el Loco, lateral izquierdo de la Selección, luego de un corner pateó una pelota en primera sacándole “astillas” al palo superior del arco contrario. Hizo despertar del letargo a todo el Estadio. Luego se sucederían mas acciones aburridas. El equipo rival ya tenía el control casi total del balón La Selección no hallaba el camino al arco rival. A todo esto, el árbitro había comenzado a cobrar faltas inexistentes a favor del equipo albiceleste. Esto enervó aún más a los hinchas locales. De pronto “el de negro” cobró una supuesta mano a favor de los visitantes:

-¡Arbitro conchatumadre! ¡Te vamos a matar!- gritó Tito casi quedándose sin voz al terminar la frase. Los hinchas a su alrededor celebraron el reclamo airado con unas sonrisas algo sorprendidas. Chuco no salía de su asombro al ver a su hermano mayor tan emocionado por el partido. El muchacho sólo atinó a sentarse algo avergonzado en su lugar.
***
Continuará
***

1 comentario:

Agostina dijo...

Excelente! Tal como la primera vez que lo leí..
Y el continuará me atrapó, como sigue sr carlos?
Espero leerlo más seguido por acá,
y se lo extraña por estos pagos.
Saludos!