domingo, 26 de julio de 2009

El fútbol

Por Eduardo Galeano

La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí.
En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana:
bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohibe la osadía. Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.

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jueves, 16 de julio de 2009

Ultimo hombre

Por Eduardo Sacheri

López había cumplido siempre. Había ganado y perdido, cosa por cierto evidente. Pero jamás había abandonado su puesto. Jamás había sacado el cuerpo por cobardía. Jamás había temido hacer un sacrificio. Era un back enérgico y silencioso, lector de buenos libros. No le molestaba jugar de último hombre. Ni que la pelota estuviese, en sus pies, eternamente de paso. Hacía el quite, buscaba con la mirada a los vociferantes mediocampistas, y se la sacaba de encima con algo de premura y una cierta mácula de torpeza. No se sentía menos por ello. Sabía que, sin su presencia allí, en el fondo, el equipo podía venirse en picada, por más que los delanteros se florearan con toques y gambetas. ¿No había sido una catástrofe, acaso, aquella segunda rueda el otro año, cuando él había estado parado por la operación de meniscos? Al técnico casi lo internan del disgusto: los contrarios se hicieron festines memorables. La defensa, sin él, era un colador endemoniado, un puente cándido por el que podía pasar hasta una anciana en muletas y llegar cara a cara con el arquero. De modo que, aunque a veces le produjera cierto hastío el desdén de los volantes, la cómoda pereza de los delanteros, la pegajosa y algo inútil admiración de los laterales, López era un hombre en paz.
La noche definitiva era una de esas noches en las que llueven lluvias mansas, parsimoniosas, leves y frías. Irían, cuanto mucho, veinte minutos del segundo tiempo. Cero a cero, trabado en el medio, cosa natural en dos equipos jugados al empate en el afán de sacarle el cuello a la guillotina del descenso. López hacía lo suyo. Trababa. Ordenaba. Sometía al árbitro al consabido rosario de jeringueos y reproches.
La hecatombe no se anunció a través se señales contundentes. Simplemente se inició cuando López salió a cortar una pelota dividida con el siete contrario, un jovencito rápido y atrevido, que siempre amagaba por adentro y salía por afuera. López no se inquietó, aunque su rival llegó a bajar la pelota un segundo antes que él cortara. Lo dejó en cambio detenerse en seco, hamacarse, sobrarlo. Y cuando el otro por fin disparó por afuera, López se lanzó a la pileta húmeda del lateral con la certeza de que sus 95 kilos serían suficientes para trabar el balón y proyectar al jovencito hacia los carteles del costado.
Cuando se incorporó, la pelota descansaba junto a su botín izquierdo. El otro yacía, aturdido, en un charco cercano al banderín del córner. Había cumplido según el manual del perfecto zaguero, y algunos aplausos regados desde la grada semidesierta le entibiaron el alma. Faltaba únicamente buscar con la mirada al tres o a algún volante, para que abrieran el juego. Pero entonces pasó lo que nunca había pasado antes. López bajó de nuevo los ojos. Vio sus pies embarrados, su rodilla raspada, sus medias bajas, y la pelota brillante, reluciente. Los gritos desde el medio le llegaron de inmediato, pero López decidió que debía esperar a que algo terminase de tomar forma dentro suyo. Tal vez el nueve contrario advirtió sus vacilaciones, porque se le vino al humo con la lengua afuera para atorarlo en su torpeza. López llegó a oír que el técnico le gritaba que la colgara, que la colgara, pero en lugar de obedecer no pudo evitar bajar de nuevo la cabeza y volver a verla, como nunca hasta entonces, hasta enamorarse de ella hasta el último rincón de su alma. Entrecerró los ojos. Inspiró profundamente. Oyó con una nitidez absoluta el galope tendido del delantero, notó su respiración agitada, le vio la codicia ególatra que siempre llevan en el rostro los delanteros.
Nunca supe lo que López sintió en ese momento. Yo supongo que fue una súbita intuición de la negritud insoslayable de la muerte. De hecho, cuando el contrario se le tiró a los pies, López hamacó sus 95 kilos, balanceó su cadera inexperta, y dejó que el botín acariciara levísimamente la pelota. A los treinta y tres años Juan López acababa de tirar un caño en el borde del área. El técnico escupió el pucho y le gritó que la largase. López lo contempló sin prisa y sin cariño. Cuando adelantó el balón y se lanzó tras él al trote, lo había olvidado para siempre. Llegó hasta el mediocampo sin que le salieran al cruce. El único estorbo eran los gritos de los suyos, que sin comprender el milagro se la pedían como si tal cosa, como si él no fuese capaz de avanzar con la cabeza en alto, con el gesto sereno, con una libertad indómita que le nacía en el vientre y lo invitaba a seguir yendo.
El técnico, fuera ya de sus cabales, lo insultaba en escalas polícromas y lo conminaba a largarla y a volverse. El iluso no sabía que López corría irrevocable a su destino, o al menos a uno de todos los destinos que habitan la vida de un hombre. Cuando al fin le salió el volante central López le amagó por dentro y se le escabulló por el callejón del diez. Pero en su apuro inexperto la tiró algo larga, de modo que el ocho de ellos se le vino al humo, seguro de llegar primero. Para entonces el técnico acababa de cruzar el umbral del desconsuelo. López había pasado a dos contrarios, pero había metido tal desbarajuste en los relevos que nadie sabía donde cuernos pararse. No estaban listos para eso. López nunca había subido. Retacón como era, no servía para ir a buscar los centros. De modo que el otro central trataba de acomodar a los dos laterales, en la seguridad de que el contraataque era inminente y los iba a agarrar papando moscas; mientras los volantes chillaban pidiendo una pelota ya definitivamente perdida.
Pese a todo, y cuando el marcador se lanzaba con los botines de punta, López adelantó la diestra con la presteza de un delantero consumado y empujó con lo justo el balón un metro escaso. Sintió el dolor inconfundible de un tobillo aplastado bajo los tapones del rival, pero ni siquiera sopesó la posibilidad de detenerse. Ahora corría cerca de la raya, y de vez en cuando la alejaba de la línea con sutiles toques de una zurda que hasta entonces le había servido sólo para apretar el embrague. Eufórico, seguro de sí, estiró el brazo derecho, señalando la extensa pampa abierta a las espaldas del marcador de punta. «Carucha» Pontón, el win izquierdo, le entendió la seña y salió disparado. López, sin mirarlo, le puso una pelota inaudita con la cara externa del pie derecho, para que la bola pasase por fuera del marcador e hiciese la comba volviendo hacia la cancha, justo a tiempo para que Carucha la cazara, al vuelo, y picara hasta el fondo bien habilitado.
Por primera vez en su vida, López encorvó el cuerpo y se lanzó en velocidad hacia el área. Uno de los centrales le hizo el honor de pretender sacarlo con el cuerpo. Pero López no era uno de esos contrahechos que suelen jugar de nueve para no transpirar ni despeinarse. Se lo sacó de encima con un par de forcejeos del brazo izquierdo. Mientras seguía lanzado en su carrera entendió que había elegido bien a quién lanzar el pelotazo: Carucha, Dios lo bendiga, estaba llegando al banderín y sacudiendo la cabeza buscándolo a él, a López, al seis, al último hombre de toda la vida, para que la mandara guardar de una buena vez por todas. No buscaba a esos amargos pseudo infalibles de corazón tibio que se consideran elegidos para el terso destino de la delantera. No, nada de eso. Lo buscaba a él, a López, al burro de carga, al percherón del lechero, para que tentara el destino de convertir un gol de hazaña.
Deslumbrado, como un recién nacido, López cruzó como una exhalación la medialuna del área. Dio dos pasos y se elevó en el aire. Sintió las gotas de lluvia en el rostro. Sintió la luz de los flashes. Sintió la bocina de un tren que pasaba por detrás de la popular visitante. Y sintió la caricia abrupta del balón impactándole en la frente, abandonándolo rumbo al arco, dejándole una mancha de barro sobre la ceja, cerrándole para siempre la puerta al miedo y al olvido. Termino mi relato aquí, temiendo que algún lector futbolero se sienta defraudado al desconocer el destino final del cabezazo. No voy a rematar la historia apuntando si el balón se colgó de un ángulo, o si salió ocho metros por encima del travesaño. Si me explayo en esa materia estaré distrayendo la atención hacia un detalle intrascendente. Lo inolvidable, lo sagrado para mí, que estuve presente en la noche final en que López decidió cortar la soga, es su imagen al volver desde el área contraria. Sereno. Feliz. Altivo. La camiseta fuera del pantalón. Las medias bajas. El barro en las pantorrillas. Y una mirada absorta, emocionada, enternecida en la intuición de su libertad recién alumbrada. Una mirada sin destino fijo, apoyada en todo caso en un punto cualquiera del horizonte; de esas que los hombres sólo usan para mirarse a sí mismos.


Nota: este es otro de los muy buenos cuentos publicados por Sacheri en el libro "Esperándolo a Tito".
Si te gustó, tenés otros para leer acá mismo. Fijate en la "Tabla de goleadores" que está en la columna izquierda del blog.

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lunes, 6 de julio de 2009

Código



Por Juan José Panno

El arquero dijo que son cosas del fútbol, pero pensó que la culpa la tuvo el dos que no encimó al nueve de los contrarios; el dos dijo que no hay que dramatizar pero pensó que la culpa de la dramática derrota la tuvo el seis que no saltó a cabecear en los centros; el seis dijo que no hay que andar buscando culpables, pero pensó que la culpa la tuvo el tres que no apretó al wing derecho de los contrarios; el tres dijo que no pasó nada, pero pensó que lo que pasó, pasó porque el cuatro le dejó tirar un montón de centros al que llegaba por la izquierda; el ocho dijo que un tropezón no es caída pero pensó que la culpa de la caída estrepitosa la tuvo el cinco que se iba arriba y dejaba huecos a sus espaldas; el cinco dijo que fue un partido raro pero pensó que no sería raro que siguieran perdiendo si el diez continuaba con sus pisadas caprichosas; el diez dijo que lo bueno fue que tuvieron algunas situaciones de gol, pero pensó que la culpa la tuvo el nueve que no aprovechó ni una sola de las situaciones de gol que tuvo; el nueve dijo que está todo bien pero pensó que todo iba a seguir estando mal si continuaba jugando el siete; el siete dijo que la hinchada tenía que ser paciente, pero pensó que la paciencia se la había agotado viendo como el once se metía siempre en offside; el once dijo que había que tomar la derrota sin desesperarse, pero pensó que era desesperante ver que el arquero no tiene manos y el arquero repitió: son cosas del fútbol.

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