Messi acomoda la pelota para patear un penal contra el Celta de Vigo. Los hinchas del Barça agitan las banderas, los puños, se agarran de los pelos. Lio Messi se aleja unos pasos. “Nadie se lo espera”, piensa. En el bar de Manuel, otros culés se sientan en la punta de la silla preparados para pegar un salto en caso de que su astro convierta otro gol. Messi coloca sus manos en la cintura y entrecierra los ojos, midiendo el espacio que tiene por delante. Sólo una vaquita de San Antonio se interpone entre él y el balón. Pero nadie la ve. El pequeño coleóptero luce los colores del Milan, otro archirrival del Barça. Cuando suena el silbato un resorte se activa y Messi sale disparado hacia la pelota. Parece que va a tirar un chumbazo. La vaquita, ajena a lo que sucede a su alrededor, pasta plácidamente. El estadio se paraliza.
Una gota de sudor recorre la cara de Manuel, fanático de la primera hora. En el último instante, Messi desacelera el golpe y, apenas roza el balón, haciéndolo rodar, suavemente, hacia la derecha. Los tapones del botín, a punto de aplastar a la vaquita, se desvían milagrosamente de su recorrido. El insecto sólo percibe la ráfaga de viento. Desde atrás, aparecen corriendo Neymar y Suarez. Messi comienza a esbozar una sonrisa cómplice. Suarez patea al arco y hace un gol tremendo.El estadio estalla. Los comensales de Manuel saltan de su silla y se abrazan. Los tres jugadores se ríen como chicos. La vaquita sigue su camino imperturbable.