sábado, 30 de octubre de 2010

La voz del pueblo (por Jorge Castagna)

Por Jorge Castagna

En estos encuentros el espectáculo es la gente. La gente es la que te define un partido.
Revolotean todos los trapos. El que triunfe en la contienda será el nuevo campeón. Las hinchadas van con el corazón en la mano, en una bandeja quirúrgica y con buenas dosis de hielo, por el calor. Los más pudientes llevan a sus médicos de cabecera para evitar complicaciones.
Con estruendoso griterío aparecen los equipos. Todo es algarabía, papel picado y corchazos.
Empieza el partido, la gente está concentrada, conocen su poder, por eso se cuidan de lo que van a decir.
El referí prefirió asumir su destino e hizo su ingreso con la típica vestimenta anti flama de color rojo y el casco metálico haciéndole juego, sabía que durante todo el partido le iban a gritar “referí bombero”
Pero las cosas casi nunca salen como uno quisiera. Siempre hay un punto en el donde comienza el descontrol.
- Son unos perros- gritan los de la popular visitante.
Lentamente el arquero y dos defensores se fueron agachando, hasta quedar en cuatro patas. El rabo se les fue estirando y comenzaron a moverlo frenéticamente hacia un lado y hacia otro. La quijada se les volvió protuberante y un montón de caninos le llenaron la boca. Dos fox terrier y un dálmata. Se les hizo difícil llevar la pelota con las patas traseras y mucho menos cabecear. Olfatearon. Irracionalmente salieron a saquear el puesto de los choris.
Se desató un vendaval de acusaciones como maleficios escupidos por las gargantas de los que tienen poder.
- Gallinas, pongan huevo.
Once batarazas cluecas dejaron de moverse y se acurrucaron al sol buscando comodidad para expulsar el fruto de sus entrañas.
- El único que se salva es el cinco, un jugador de toda la cancha. Vargas comenzó a extenderse sobre el césped de arco a arco y con sus vísceras tapizó toda la superficie. La cosa se puso líquida y viscosa. Simplemente intransitable.
- Viatri, sos un pata dura. El pobre Viatri no tenía muletas y al quedar con ambas piernas petrificadas cayo de bruces contra el piso y sólo atinó a irse arrastrando hasta el banco de suplentes para que lo ayuden a levantarse.
Desde la otra tribuna se escuchó:
- Sandrini, muerto. A Sandrini, inmediatamente se le puso la piel blanca y luego entró en descomposición hasta transformarse en un manojo de gusanos oscuros y retorcidos.
Pero lo más patético fue lo de Cucciufo, un desalmado no tuvo mejor idea que gritarle:
-Operate y matate-
Le aparecieron en sus manos un kit de instrumental quirúrgico completo, a saber: pinzas, separadores, tijeras de disección, agujas de sutura, ganchos, especulo, sondas naso-gástricas.
Aserró su caja torácica y procedió a realizarse un by pass a corazón abierto. Los camarógrafos aprovecharon para trasmitir la intervención en vivo y en directo.
Una vez concluida su ardua labor, tomó una treinta y ocho y se descerrajó la tapa de los sesos.
De todos modos el campeonato fue definido por votos, siempre se cumple la voluntad de la mayoría.

miércoles, 13 de octubre de 2010

El juego de pelota en Ramtapur (Segunda parte)

Por Alejandro Dolina

INFORME 3

He sabido que algunos mercaderes acostumbran a instalar su pira funeraria en el mismo estadio de la Shanga para que sus cenizas se desparramen en ese foro y transmitan a los atletas amados fuerza, coraje y determinación. Para evitar que estos despojos vengan a beneficiar a la facción equivocada, cada equipo reserva para sus ceremonias fúnebres un sector del terreno, que los atletas pisan descalzos antes de cada justa.
Los filósofos, los mandarines y los hombres santos, especialmente los verdes, los naranjas y los del azul oscuro, se han alejado de la vidya y de los senderos de salvación y se han esforzado en construir unas falsas noblezas, hijas de la sacralización de los gestos más vulgares de la plebe.
La comprensión del universo, la conquista de la sabiduría, el dominio de nuestros impulsos indignos, son vistos en todas partes como desórdenes mentales. El amor ha sido reemplazado por una modesta lujuria en los días de victoria. Toda energía debe ser consagrada al deseo. Y el único deseo es la victoria en el juego.
Adivino el estupor de los doctores al advertir en Ramtapur pasiones tan occidentales. En Oriente, uno no es su deseo y la idea agonal del triunfo desinteresado es siempre un despropósito. Conjeturo que el juego y sus tribulaciones fueron introducidos por alguna caravana de viajeros occidentales.

Azules: el triunfo es nuestro glorioso pasado, nuestro inevitable futuro y nuestro ilusorio presente.



INFORME 4

El maleficio de la civilización occidental llegó a estas remotas alturas de un modo tardío e imperfecto, pero también inexorable. La radio y la televisión de Ramtapur son hospitalarias con las bagatelas internacionales. Sin embargo, casi todas las transmisiones están destinadas al juego de pelota y sus asuntos anexos. A lo largo de los años, los nombres de los ganadores, las fechas de sus victorias y aun las mínimas incidencias del juego han ido formando un gigantesco y superfluo corpus de nociones en cuyo dominio se ejercitan todos los gandules de Ramtapur.
Gentes piadosas que antaño memorizaban los interminables versos del Rig-Veda se afanan ahora en repetir el nombre de los autores de las más remotas anotaciones. Alrededor de esta vana erudición cunde la controversia. El homicidio no es el argumento menos común.
Escribo estas líneas sentado en el café Thâkur. De pronto, irrumpe una pandilla con la divisa naranja. Llevan la barba recortada según la última moda, hacen sonar unas grandes matracas y se abren paso a empujones. Cuando ven mi pañuelo azul, me escupen y tumban mi mesa.
Estos grupos salen a la calle a celebrar las victorias o lamentar las derrotas cometiendo robos, violaciones, saqueos y asesinatos. Todos los crímenes se cometen al son de unos instrumentos, mientras se cantan canciones como las que hemos glosado en el informe número uno.
Estos procedimientos dejan la ilusión de un rito, lo cual, para los habitantes de Ramtapur, es garantía de impunidad. Las fechorías rítmicas no son castigadas por la ley. Muchos sospechan que aprovechando este exotismo jurídico, las bandas de delincuentes se hacen pasar por fanáticos, pero yo no creo eso.



INFORME 5

Recién ahora comprendo la naturaleza de la fuerza principal que empuja a los adictos al juego de pelota. Es el odio. Un odio perfecto, no contaminado por los intereses, por el afán de lucro, por la lujuria negada o por la propiedad usurpada.
Este encono artificial, construido a lo largo de generaciones, es más intenso que cualquier otro. No necesita explicación. No admite reconciliaciones. Las gentes de Ramtapur, los ricos y los menesterosos, los brahmanes y los parias, van al estadio de la Shanga a odiar. Los pobres de espíritu, incapaces de cualquier energía pasional, sienten correr por su sangre una ira más grande que ellos mismos, un furor que los posee con majestad foránea.
Reducido a su simple apariencia, a su mera caligrafía burguesa, el juego es inocente y anodino. Sólo quienes lo comprenden de verdad pueden captar su magnitud heroica. Y para comprenderlo hay que odiar. Compadezco al mero inglés que se contenta con las emociones del crocket. El que ha oído el alarido sanguinario de la Shanga ya no puede regresar. Anoche, en el defectuoso lupanar de Ramtapur, un mercader, tal vez narcotizado con hierbas de las alturas, denigró a los azules con gritos de la mayor obscenidad. Abandoné unos brazos que me acariciaban en vano para constituirme ante el ofensor.
— El caballero puede arrastrarme por el cieno, si es su deseo, ya que no soy nadie. Pero la mínima afrenta a la divisa azul se lava sólo con sangre.
Lo maté con mis manos, lentamente.


Gloria al pabellón azul,
inmundicia de perro
sobre las otras banderas.


FIN

Este texto fue publicado en el libro Bar del infierno

martes, 12 de octubre de 2010

El juego de pelota en Ramtapur (por Alejandro Dolina)

Por Alejandro Dolina

Informes del profesor Richard Bancroft, corresponsal
de la Enciclopedia Británica.


INFORME 1

Más allá de los confines del Nepal, no lejos de Katmandú, la ciudad que fue un lago, fuera de los circuitos de las caravanas, al sur o quizás al este del río que se llama Arum, se alzan las pardas murallas de Ramtapur.
Allí, desde hace siglos, se practica un juego colectivo de pelota. Sus orígenes son imposibles de rastrear. Probablemente se trata de una costumbre muy anterior a los tiempos de Amshurvarma, el rey más célebre de la dinastía de los Takuris.
Los complicados reglamentos carecen de interés a los efectos de esta monografía. Basta decir que dos bandos de siete hombres cada uno se enfrentan para disputar la posesión de una pequeña bola de cuero o madera, la que finalmente debe ser depositada en un lugar predeterminado.
Los juegos se realizan en la Shanga, un antiguo estadio de piedra, cuyas amplias terrazas permiten la asistencia de casi todos los habitantes de la ciudad.
Los atletas que practican el juego de pelota son hombres admirados por su destreza y vigor. Se les rinden toda clase de homenajes y les está permitido permanecer sentados aun ante la presencia del Khan de Ramtapur.
Los equipos se distinguen por el color de su kaupina, un breve taparrabos que los cubre durante la contienda. Los principales son cuatro: el verde, el naranja, el azul y el azul oscuro.
Los habitantes de Ramtapur han venido desarrollando unas predilecciones personales que los conducen a asociar sensaciones de orgullo y plenitud con el triunfo de uno solo de los equipos y la derrota del resto. La orientación de estas preferencias no responde a razones previsibles, ni sus límites coinciden con los de las castas, las razas o los distritos.
Durante los primeros siglos de su práctica, el juego de pelota era solamente una diversión de los príncipes ociosos. Pero a partir de las Nuevas Reglas de la época de Prithvinarayan Shah, la población se fue interesando cada vez más en los resultados del juego hasta convertirlo en el punto central de la actividad de la región.
El viajero que llega a Ramtapur advierte inmediatamente que todas las personas se visten o se adornan con los colores de aquel equipo al que han hecho objeto de sus deseos de triunfo.
Las imágenes de los cultos de Narayana y Rudra son perturbadas muchas veces por pañuelos y banderas. Los hinduistas murmuran el nombre de sus atletas en interminables japas, cuyo propósito es, tal vez, lograr que los dioses influyan sobre el juego.
Los menos creyentes procuran ayudar ellos mismos al triunfo de su equipo concurriendo a la Shanga y adoptando una actitud de constante amenaza hacia quienes se les oponen. Para su mejor intelección, tales amenazas se profieren bajo la forma de cantos rítmicos cuyas normas de versificación todos conocen. Con gran dificultad he traducido algunos:


“Más fácil le será
al ínfimo intocable
ser dueño de un palacio
que a vosotros, atletas verdes,
salir hoy de la Shanga
vivos y triunfadores.”

“Un deseo hallará su tumba
en estas piedras.
Es el deseo verde:
el viento llevará noticias
de su menoscabada virilidad
hasta las chozas indignas
en las que moran.”

“Observen, observen, observen
esa muchedumbre de hombres ineptos
muy pronto, al egresar de este recinto,
invadiremos sus cuerpos
del modo más humillante.”

“Verde, verde, verde
intolerancia, intolerancia, intolerancia.”



INFORME 2

Me permito recordar en esta página que en Bizancio las carreras de carros entusiasmaban a las multitudes con la misma desmesura. Los azules eran los carros de los partidarios del emperador. Los verdes pertenecían a la oposición. Se decía que eran, además, monofisitas, es decir que negaban la naturaleza humana de Cristo. El emperador Justiniano protegía a los azules, pero la emperatriz Teodora era verde. En enero del 532, después de grandes disturbios y saqueos, verdes y azules se unieron en una revuelta que hizo temblar al imperio.
En Ramtapur, los asuntos políticos no tienen suficiente dimensión como para vincularse con el juego.
La población consiente la injusticia y soporta la pobreza, siempre que no se perturben sus peculiares anhelos de gloria.
La idea del honor entre los habitantes de Ramtapur es absolutamente desaforada. Toda ofensa es irreparable y casi cualquier cosa es una ofensa. Podría decirse que las cuestiones de honor están relacionadas con la idea que un hombre tiene de sí mismo. En Ramtapur, todos son capaces de admitir su condición limitada, salvo cuando consideran su simpatía por uno de los equipos del Juego. En ese caso, sus personas son de un valor infinito y los agravios que se les infieren, mortales.
Tomar en vano el nombre de un atleta es arriesgarse a ser asesinado por sus partidarios. Los objetos relacionados con cada equipo son sagrados y su profanación se paga con la vida.
Estas cuestiones dividen a las familias y colocan muchas veces al hijo contra el padre, al hermano contra el hermano y al amigo contra el amigo.
Casi todas las noches aparecen cadáveres de personas que han ofendido la dignidad de algún color. Esta clase de muerte ocupa el segundo lugar entre las más frecuentes de Ramtapur, después del aplastamiento por aludes de nieve. Las autoridades locales casi nunca intervienen y las instancias superiores son imperceptibles a causa de las distancias y las dudas jurisdiccionales.
Los artistas han abandonado para siempre los temas tradicionales. Los talladores de maderas ya no se demoran en las arduas escenas de la lucha entre los Pandava y los Káurava. Los modeladores de arcilla dejaron de amasar las pintorescas estatuas del dios mono Hánumat. Todos ellos prefieren las figuras de los atletas, casi siempre como avatares heréticos de Visnu.
Los pintores budistas de la ciudad se complacen en representar a los jugadores de pelota con centenares de brazos y numerosas cabezas y ojos, a la manera de Avalokitésvara. Los narradores de historias desprecian a los demonios, las princesas y los dragones de las literaturas clásicas para referir las hazañas de Bahadur Mukerji o de El gran Birendra, aunque tengo para mí que el mejor de todos ha sido Narasimha, el mago de los azules.



Continuará...

martes, 5 de octubre de 2010

El ciego (por Ricardo Rowies)

Por Ricardo Rowies

Se puede decir que desde que aprendimos a caminar, con Luisito, jugábamos en su casa o en la mía. Después en la vereda, con los otros pibes del barrio. A él y a mí nos gustaba el fútbol, si fuese por nosotros, no dejaríamos de patear la pelota en todo el día, era una locura que teníamos. A veces aceptábamos otro juego, pero un rato nomás.
En mi casa eran todos hinchas de boca, y tanto hicieron para que yo también fuera, que al final le tomé bronca. En cambio Luisito aceptó enseguida y se hizo hincha de Racing como su papá. Como el barrio tiraba mucho y veíamos como la hinchada se juntaba en la esquina, preparaba las banderas, los papelitos, cantaban, nos conmovía, por eso me hice de Banfield y él no lo decía pero también tenía su corazoncito en el taladro.
Íbamos a la escuela de mañana, al salir, corríamos desesperados para llegar a casa, comer algo y a la calle, a patear con la de goma. Era una pelota chica, comparada con la número cinco, de color ladrillo con rayas blancas, “picaba” mucho, pero era ideal para el tamaño de nuestros pies, la podíamos pisar y hacer jueguitos, aunque si uno pateaba muy fuerte se pinchaba de nada contra cualquier punta. Igual teníamos una pelota hecha con medias viejas, la que poniendo una adentro de otra se hacía un bollo y la última se cosía para que no se abriera. Pero no era lo mismo, la de goma rebotaba y podíamos hacer “pared” contra el cordón de la vereda, además se podía jugar al “cabeza cabeza vale dos”. Era otra cosa.
A los siete años, nunca supimos bien cómo ni de qué, Luisito se enfermó y perdió la vista por completo. Estuvo varios meses sin venir a la escuela ni a mi casa y el día de cumpleaños, le llevé un regalito a su casa, pero la mamá no me dejó entrar a verlo, me dio las gracias y me dijo que pronto iba a estar bien.
Al principio no lo dejaban salir, y el único que podía visitarlo era yo, la madre no permitía que otro chico entrara. Era difícil para mí, porque no sabía a que jugar. Cuando jugábamos a los dados, el los tiraba y yo le decía que había sacado, hasta que me dijo que no hacía falta que le dijera, el los tocaba y sabía, eso sobre todo cuando perdía, porque tenía miedo de que yo le hiciera trampa. También jugamos a las piedritas, aunque era muy aburrido. Lo que más nos gustaba era que yo lea algún cuento porque imaginábamos situaciones a partir de lo que les ocurría a los personajes, pero también nos cansamos.
Una tarde, Luisito estaba impaciente, ansioso, y ni bien entré a su casa me invitó al fondo, lo seguí porque iba como una flecha y allí en el jardín me dice, “jugamos a la pelota” y sacó de adentro de una maceta una de cuero número cinco.

El fondo de la casa era un jardín con el piso de tierra y pasto raleado, de un lado la pared medianera estaba sin revoque, y del otro había una enredadera que la tapaba. Tendría un poco más de ocho metros de ancho, que era el total del terreno y unos cinco metros hasta el patio.
Contra la pared de ladrillo puso macetas a dos metros una de la otra y me dijo “este es mi arco, vos me pateas penales”
Al principio me dio como vergüenza, puse la pelota y le pateaba a las manos, el atajaba la pelota y la tiraba con el pié. Después de un rato de estar jugando y ver su tremendo entusiasmo, cambiamos la forma de jugar. Luisito desafiándome dice, “sabés que yo te veo, vos movete que te la paso”, y efectivamente cuando me corría el pateaba para mi lado.
¿Como hacés? -
Te escucho y se adonde estás, igual con la pelota. Mi papá me dijo que va a traer una para ciegos, pero no hace falta esta la escucho rebien. -
Luisito empezó a venir a la escuela otra vez y por pedido de la mamá nos sentamos juntos, en esos bancos de madera para dos. En los recreos siempre jugábamos a la pelota con bollos de papel, aunque las maestras en general molestaban porque no querían que corramos, así que lo hacíamos caminando rápido, pero Luisito, esta vez, al sonar la campana, sacó de su bolso una pelota de trapo, hecha con medias como hacíamos en el barrio, pero esta tenía adentro un sonajero. Salimos corriendo del aula y armamos dos equipos, él era nuestro arquero y yo, para estar cerca, el defensor.
Cada vez atajaba mejor, y cuando jugábamos en su casa me costaba hacerle un gol. Su entusiasmo fue creciendo y llegó un día en el que se atrevió a invitarme a jugar a la calle.
Nadie quería tener de arquero un ciego, así que fue difícil conseguir compañeros que quieran jugar con nosotros, pero al final, se decidió con la pisada.
Luisito al arco, el negro y yo en defensa, el tano y el gallego al medio y Alfredito delantero.
“Gana queda, y el campeonato de la calle estaba armado. El gol vale pasando el medio y no vale arquero volante”.
La calle que hacía las veces de cancha, era de asfalto, estaba construida con cuadrados grandes de cemento y selladas con juntas de brea, de modo que dos cuadrados hacían el ancho de la calle, de cordón a cordón y esa era el área, tres cuadrados eran el medio y luego el otro área. En cada extremo se colocaban dos piedras a una distancia de dos metros una de la otra que hacían de arco, igual al que tenía Luisito en su casa.
Algunas cosas habíamos hablado antes de jugar, por ejemplo yo le iba a gritar derecha o izquierda para que sepa a dónde iba a patear el contrario, pero en el juego todo lo pensado fue en vano, porque la rapidez no me permitía avisar a tiempo, además eran más las veces que él adivinaba
adónde iba la pelota.
Recuerdo ese primer partido, porque fue un desafío y marcó el principio de lo que después fueron cargadas y dejaron, más de una vez, en claro que son más los prejuicios que las verdaderas dificultades que tienen los que sufren alguna disminución física.
Una vez elegidos los equipos, los contrarios se reían y nos cargaban, y aunque no se atrevían a hacerlo hablando, para que el ciego no escuche, con gestos y sorna empezamos a jugar.
El primer gol lo hicimos nosotros, y el reproche de sus compañeros al arquero, fue en broma, “sos ciego che”
Los que quedaron afuera, se reían tanto, que colaboraron a enrarecer el clima.
El partido se empezó a calentar porque nosotros íbamos ganando tres a cero con el ciego que se había atajado algunas pelotas y las consiguientes cargadas, a quienes le patearon, “sos horrible el ciego te la atajó, jajajaj” y cada vez que Luisito atrapaba la pelota era una mar de cargadas y risas, que empezaron a no gustar.
Uno de los pibes, Claudio, de bronca le pegó de “puntín” a la pelota, la que dio en plena cara del ciego, que no llegó a poner las manos. Quedé asustado mirándolo, después de unos segundos, gritó, “¡sacó el arqueroooo!”
El partido lo terminamos ganado, gracias a los mismos nervios que tenían los contrarios de no poder hacerle un gol al ciego, como el partido era a seis, cuando Alfredito hizo el sexto, Luisito saltó de la alegría, estaba que no entraba adentro de él mismo, y contaba a cada rato como había sido cada pelota que había atajado, ni que hablar que lo contó en su casa, en el colegio, y en todas partes en que pudo.
Los partidos los ganamos y perdimos de igual manera, y nadie se fijaba en el arquero, era uno más.
Ese año repetimos los dos, y aunque parezca raro, lejos de estar tristes, pensábamos en la suerte de poder seguir juntos, aunque tuvimos que soportar el mote de burros en todo el barrio.
Luisito desarrolló varias cualidades, las que considero que son comunes a todos los ciegos. Éstas son el oído y el sentido de tiempo y espacio, mucho mejor que los demás. También la atención, es decir el nivel de concentración que tenía para escuchar cuando otro le hablaba o le leía, a tal punto que si la maestra daba una explicación era capaz de repetirla exactamente con las mismas palabras, lo que hacía que casi no tuviese que estudiar y yo que pudiera pavear tranquilo en clase.
También desarrolló otras cualidades, una viveza y una picardía de la que pocos eran capaces, y del que fui víctima y beneficiario según el caso, pero hicieron que nos divirtieramos muchísimo.

Así fuimos creciendo, como hermanos, terminamos la primaria y fuimos a la secundaria del estado, en donde no querían tomarlo porque hay escuelas para ciegos, pero al final con la incansable gestión de su mamá, pudo hacerla a mi lado.
El rector del colegio era un militar retirado, que por un accidente automovilístico, no podía casi caminar y lo hacía a duras penas apoyándose en un bastón. Estaba entonces conversando con varios alumnos en el pasillo que da a las aulas y para ello se apoyó en la pared dejando a un costado el bastón, el ciego se acercó, me preguntó sobre la posición y se arrimó como interesándose por la conversación, luego esperó el momento oportuno y dejando su bastón blanco, se fue caminando con el otro, de modo que cuando el rector quiso retomar su marcha se encontró que no podía, gritando por el ciego para que le devuelva el bastón. Nos reímos muchísimo.
También me preguntaba cual chica era linda, o cual tenía grandes pechos, pera luego tocarla haciendo que adivinaba su nombre.
Una vez subimos al colectivo, un tipo se levantó para darle el asiento, el se arrimó y en voz baja le dijo: “siéntese, soy ciego, no paralítico” y se fue para el fondo.
Le encantaba llamar la atención y cuando podía hacía buenos líos, sobre todo si sacábamos rédito del mismo.
Recuerdo, ya más grandes, cuando una vez fuimos a comer a un restaurante muy lujoso en el centro y éste tenía doble puerta de vidrio, al avisarle me dijo que saliera y lo dejara entrar solo, que cuando sienta escándalo aparezca. Antes de entrar se puso unos lentes negros que estaban rotos, abrió la primera puerta y cuando llegó a la segunda, hizo como que se la llevaba por delante, para que el ruido fuese peor le pegó una buena patada, y se agarraba la cabeza, mientras insultaba a todos. Los mozos trataban de atenderlo, entré y el dueño o el jefe me indicó que lo habían llevado al baño. Al salir Luis amenazaba al tipo diciéndole que iba a denunciar al lugar por discriminación, ya que no contaba con un aviso para ciegos de la doble puerta. Además le reclamaba el pago de un par de anteojos. El resultado fue que comimos lo que quisimos y gratis, con los mejores postres. Cuando nos fuimos el tipo nos pidió perdón.
Como hincha de Banfield, me gustaba ir los Domingos a la cancha y vivir toda la previa con la hinchada, preparar las banderas, los papeles, los bombos, e ir con toda la alegría de ver al equipo.
Cuando volvía, Luisito que lo escuchaba por la radio, aunque era hincha de Racing, tenía como otro amor en Banfield, me comentaba con alegría o tristeza el resultado.
Una tarde de Domingo, me dice, “voy a la cancha con vos”, lo que no me pareció raro, ya que siempre andábamos por todos lados. A los muchachos de la hinchada les resultó gracioso verlo aparecer, pero como era conocido en el barrio, hubo las bromas de siempre, y después de los preparativos salimos para el Florencio Sola.
Resultó muy gracioso ver como se fue transformando, primero empezó a cantar tímidamente, caminando a mi lado y con su bastón blanco para no tropezar con otro. Al rato, ya cantaba a los gritos, para después guardar el bastón en el bolsillo y gritar saltando y moviendo los brazos como si fuese una comparsa de carnaval. Antes de entrar le pidió a uno de los pibes que le preste el gorro del taladro y me pidió que lo llevase cerca de un arco, ahí en un costado, sacó su radio a pilas y se acomodó contra el alambrado.
Estaba eufórico, cantaba con la hinchada, gritaba los uuuuh, e insultaba al árbitro cuando cobraba en contra. A los treinta y tres minutos del segundo tiempo un zapatazo del Gatito Leeb y
Gooooooooool, Goooooooool, Gooooooool carajo, Goool .-
¡Viste que golazo! -
¡Como no lo voy a ver, te crees que soy ciego!