viernes, 30 de octubre de 2009

49 años de magia (homenaje al Diego)

Capitán Pelusa - Los Cafres

Pelusa sacude el barrio, se expone al animal.
Este vacila buscando. Pelusa es inocente y se divierte.
Su magia vuela en el pasto. La gente se alegrará.
Un artista con un lazo de capitán que defiende.

Pelusa, no sé lo que quieren de vos.
Tus enemigos se muerden.
Tu gente no te cuestiona, no se resiente.
Te espera, con un grito caliente,
con un grito caliente, con un grito caliente.

Vos te creés que la magia olvidarás.
Hay una historia difícil de gambetear.
Caretas se mueren sin figurar.
Los grandes encienden envidias y esta lealtad.

Pelusa, no sé lo que quieren de vos.
Tus enemigos se muerden.
Tu gente no te cuestiona, no se resiente.
Te espera, con un grito caliente.

Pelusa sacude el barrio, se expone al animal.
Este vacila buscando. Pelusa es inocente y se divierte.
Su magia vuela en el pasto. La gente se alegrará.
Un artista con un lazo de capitán que defiende.

Pelusa, no sé lo que quieren de vos.
Tus enemigos se muerden.
Tu gente no te cuestiona, no se resiente.
Te espera, con un grito caliente,con un grito caliente, con un grito caliente.




A nosotros no se nos escapó la tortuga ni le tomamos la leche al gato, por eso hemos elegido la poesía de Los Cafres para rendirle nuestro humilde homenaje al futbolista más grande de todos los tiempos en el día de su cumpleaños.

Si te quedaste con ganas de más, tenemos otros textos dedicados al Diego:

- "Me van a tener que disculpar" de Eduardo Sacheri
- "Nudo en la garganta" de Nicolás Barrasa (con barrilete cósmico incluído)
- "MDA" de Fernando Espinosa

lunes, 26 de octubre de 2009

MDA (Por Fernando Espinosa)

Por Fernando Espinosa


Qué le puedo decir si yo sé algo que él no sabe porque tuve algo que él no pudo tener. Cómo lo voy a pelear si es lo único que hizo de chico. Qué le puedo exigir si ni en lo más alto lo libraron de responsabilidades. Si hasta el mismo éxito fue un gol en contra cuando a los exitistas del festejo no les importó su viejo. Estoy seguro de que fueron ellos, los que más aire tuvieron, quienes casi lo asfixiaron. Tantos que vivieron de su costilla sin dejarlo disfrutar. Y, entre tantas noches y aviones, ella: solapada entre tanto maquillaje. Tan traicionera como bella, hizo su entrada justo cuando se consagraba y se estrelló. Tanta oscuridad aclaró muchas cosas y se cayeron varios antifaces. Reconocido, polémico y pretendido, siguió su camino con la mente orientada a sus dos tesoros. Luceros que fueron aliciente suficiente para volver al ruedo, siempre con ruido. Fiesta no le faltó de ninguna índole, por eso le pido que no claudique en su esfuerzo. No sé si habrá plantado el árbol, pero por lo otro ya puede estar tranquilo. Tengo certeza de que no fue monarca, pues dios no necesita cetro ni corona y no deja todo por un arca. Prefiere recostarse sobre la izquierda, como aislado, para cambiar el aire. Él es el que es, él es como es: popular.



Fernando Espinosa nació en Buenos Aires en 1981. Es Licenciado en Comercialización (UADE), Técnico Superior en Periodismo (Escuela del CPD) y un apasionado del fútbol. Este año ha colaborado con la página web www.torneo.cablevision.com.ar como redactor de algunas notas de color y curiosidades del campeonato oficial de la AFA. Anteriormente, ha sido pasante en la Redacción del diario deportivo Olé, colaborando en la cobertura de los partidos del Torneo de Ascenso. Ha sido redactor de Marca personal, programa emitido por AM 1450, Radio Sol. Ha sido panelista y movilero en el programa Noticias de los pibes, emitido por AM Palermo, dedicado a la actualidad de las divisiones inferiores de los clubes de fútbol del área metropolitana. Es vocal de la Comisión de Fútbol del Club Universitario de Buenos Aires (CUBA) y redactor del sitio web de ese club desde el año 2003.


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lunes, 19 de octubre de 2009

Graffiti futbolero (Por Juan Pablo Sorín)

Por Juan Pablo Sorín


Se juntaban por una señal en la calle. En la misma calle dónde jugaban cuando eran chicos. No era una reunión formal, no. Ni siquiera se comunicaban vía e-mails o teléfonos. El que se enteraba del próximo torneo de fútbol 7 debía pintar un graffiti sobre la pared del baldío. Allí, donde habían llevado a sus primeras novias y a la gordita Luisa que les había repartido alegrías, como un payaso de pueblo, a cada uno de ellos.

Entonces, el dibujo con aerosoles, alegorías a veces fluorescentes, otras blanco y negro. En general había una pelota pero eran originales, a veces amorfos y otras infantiles o también ridículos, para qué mentir. Siempre en el Pasaje Sombras, cada mes, había un tipo de 35 años creando imágenes urbanas. Algunos pensaban que era una tribu de arte moderno o artistas sin galerías donde exponer. Sin embargo, era mucho más que eso, significaba volver a la infancia, volver a encontrarse con los viejos amigos.

Parecía un juego, una simple diversión. Pero vale aclarar que ellos no tenían comunicación alguna entre sí. No se veían para comer en la semana o se juntaban en la casa de alguno a ver “Fútbol de Primera”. No existieron más relaciones cotidianas luego de aquel torneo final Argentino del ’84. No se volvieron a juntar nunca más. Se perdieron el rastro.

Hubo una pelea determinante que empezó a fragilizar ese lazo entrañable que habían izado entre sus manos. No fue durante la final que ganaron ni durante los partidos previos, no. Fue en la fiesta que organizaron los intendentes de San Timo para los campeones. Ahí vino el lío de polleras, decía el técnico del equipo, un tal Luigi. Que la flaquita es mía y que la “colo” tuya le repetía el Marcio al Pitu.

Pero cuando el alcohol corre en la venas, cuando las miradas o bifes de chorizo chorreando, no hay leyes. Y no hubo orden ni respeto por aquello que habían acordado en la combi antes de llegar. Se pudrió todo. Volaron las botellas y hasta la gente del lugar, queriendo calmar, se enganchó en el revoleo de trompadas y cabezazos de esos pibes borrachos de la Capital. Fueron en cana. Durmieron con el gusto de la sangre en sus caras, todos separados y sus familias tuvieron que viajar hasta San Timo para rescatarlos del calabozo. Fue un escándalo en el barrio y todos le apuntaron al Marcio y al Pitu, los galanes sin premio de doncellas, de aquella velada tumultuosa. Entonces empezó el periplo, alguno se marchó del barrio, otro empezó con el estudio y así sus vidas se fueron dividiendo. Que una novia regañona, que el trabajo, que la rutina glotona y tal vez, hasta la ideología fueron diferenciando sus porvenires.

Hasta que un día, veinte años más tarde, coincidieron dos de ellos caminando nostálgicos por ese lugar tan suyo, tan propio, que nunca se perdió, por el Pasaje Sombras. Y tuvieron la idea de juntar al resto. No tenían direcciones y ahora los teléfonos tenían 8 cifras y no 6 como cuando niños. Entonces surgió la idea de un cartel, una señal en ese sitio donde, imaginaron y desearon, que en algún momento todos pasarían. No podía ser un encuentro porque sí, o una cena formal después del antecedente final. En la ciudad una vez por mes se celebraba un torneo para equipos de 7, en lugares itinerantes, y por el fútbol ninguno diría que no. El Androide pintó el primer graffiti y se abrazó con el Torto que tenía unas ganas locas de jugar y ver a los pibes, de lo que siempre hablaba en su casa con sus tres nenes. Faltaban tres semanas, tiempo suficiente para saber si su amistad había sido tan fuerte, si su fortaleza espiritual aún marcaba sus vidas, si realmente todos harían el esfuerzo en nombre del recuerdo. Dejaron su ilusión librada al destino.

Aquella tarde la temperatura marcaba dos grados y se veía desembarcar de los coches a los integrantes de los equipos inscritos para el torneo. Estaban casi todos pero faltaban los del equipo “Pasaje Sombras”.

El primero en llegar fue el Marcio con un bolso azul, su pelo virulana como siempre y cara de bueno. Retumbaban las voces del gimnasio y se sentó en el buffet a esperar a su equipo medio descreído ante la mirada de los organizadores. Fueron llegando de a uno y las emociones iban creciendo en la atmósfera. El Androide inquieto y con arrugas ya; el Torto panzón y alegre; el Loco contando chistes; el Manu pelado y ya cambiado para jugar; el Negro callado pero el más conmocionado de ver al resto, y sobre la hora vestido de traje llegó el Pitu… mirá al muñequito de torta? Gritó el Loco y todos se terminaron de aflojar, se abrazaron mil veces como en un baile a ciegas y se fueron al vestuario a seguir la tradición, como si nunca se hubieran separado. Mientras se cambiaban se observaban como si no se conocieran: ¡20 años, máquina, es mucho tiempo, che!, y apurados por el torneo se decían:

- Mirá lo viejo que estás

- ¡Y vos la buzarda que tenés papá! ¡Che el Negro va a llorar eh!

El equipo de la niñez saldría a escena otra vez. Ganaron los primeros dos pero al tercero fueron eliminados por un equipo joven que los mató físicamente. Pero eso fue sólo un detalle, luego de la ducha se metieron en una parrilla a comer. A la cena cayó el técnico Luigi con su estómago estropeado y los pelos blancos a cuestas. Chuparon y morfaron como la primera vez, no querían que se terminara nunca esa noche. Antes del brindis el Loco se paró y dijo tapándose la cara:

– Che, Marcio, como te robó la novia el Pitu ¡¡eh!! Se hizo un silencio estremecedor… el aire se paralizó, el Torto se lo comió al Loco con la mirada… pero esta vez, mientras el Pitu le pedía perdón a Marcio de rodillas, se cagaron de risa y se volvieron a abrazar y lo obligaron al buitre Pitu a pagar la comida por ser el culpable de tantos años perdidos.

– Che, Androide, gritó el Loco, la próxima hacé un mapita que tu letra es horrible…
Siguieron las anécdotas y las carcajadas. Se hicieron las cuatro. Recordaron jugadas, pibes olvidados, padres pesados, antiguos amores, goles de galera y bastón. Se pusieron al día. Todos cumplieron la promesa de no decir nada en casa y seguir con su clave: los graffiti, que no dejaban huella. Luego se mostraron orgullosos las fotos de los hijos. Tenían los ojos brillosos. Más tarde agarraron los bolsos. El Manu movió la cabeza sin poder creerlo todavía y se perdieron por distintos rumbos. La noche era fría, la niebla comenzaba a subir antes del amanecer.

***

martes, 13 de octubre de 2009

Pequeñas victorias (segunda parte)

Por Carlos Sandoval

III



Faltaban 3 minutos para que acabara el partido. El mejor jugador del Mundo, Balón de Oro del año pasado no había aparecido hasta ese momento. El rival era dueño absoluto de la pelota. La dormía en mitad de cancha. El mejor jugador del Mundo comenzaba a hacer piruetas en el gramado, acaparando la marca de toda la defensa rojiblanca. Había comenzado su show. La gente en las tribunas se retiraba derrotada. Los hinchas cerraban los puños de impotencia. Los únicos que celebraban eran el pequeño grupo de hinchas albicelestes ubicados en la parte derecha de la tribuna de Oriente. Tito y Chuco se sentían engañados. Al lado, un señor entrado en años había mantenido prendida su vieja radio durante todo el partido. El locutor de la emisora sintonizada comentaba lo mal que había jugado el equipo local: “Esta vez no podemos decir…Jugamos como nunca y perdimos como siempre. Señores, la Selección hoy no tuvo ideas”.

-Jugamos como siempre, perdimos como siempre, más bien -se dijo Tito.

-Los partidos se ganan con goles, no con buenas jugadas. Los partidos se sacan adelante con huevos y empuje, no con jugadas bonitas -dijo alzando la voz, con ganas de ser cada segundo mas escuchado. Chuco tenía la mirada triste y perdida hacia el campo de juego. Albergaba un nudo en la garganta. Todo el esfuerzo ¿Para nada?

-Vámonos Tito. Quiero irme a la casa- dijo Chuco casi como una súplica.
- Si. Esto es una mierda – agregó rápidamente Tito

La gente que aún quedaba en las tribunas tenían puesta la mirada fijamente hacia la cancha. Algunos gritaban: “No se vayan. Tengan fé”. Era mucho pedir a estas alturas del partido. Tito y Chuco subieron las gradas rumbo a la salida. Sorteando riachuelos de orines y entre paredes pintarrajeadas se apostaban a bajar las escaleras hacia la salida de la tribuna. De pronto, una radio salida de algún lugar con el volumen al máximo comenzó a narrar increscendo:

-Minuto 92. Vamos Perú.
-Va Messi para cambiarle el ritmo. Sigue Messi, va Zambrano para buscarlo. Vargas. Recuperó Vargas, el servicio largo para buscar a Rengifo (Apòyate con Paolo De La Haza). Vaaargas, va Vargas. Empuja Vargas. Quiere pasar Vargas. Sigue Vargas. Lucha Vargas. Pasó Vargas. ¡Qué bien que la hizo Vargas! ¡Aquí está el empate! ¡En el área espera Ñol! ¡En el área espera Ñol! ¡Estaaaaaaaaaaá…..! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! Goooooooooooooooo….l! ¡Goooooooooool! ¡Gooooooool! ¡Goooooool! ¡Gooooooooool! ¡Gooooooooool peruano! ¡Con el corazón de Vargas! ¡Con los huevos de Vargas! ¡Con el empuje de Vargas! ¡Con el pundonor de Vargas! ¡Con el corazón de todos! ¡Lo hizo Vargas! ¡La metió Fano! ¡La metió Fano! ¡Pita Amarilla! ¡No merecíamos perder! ¡No merecíamos irnos con las manos vacías! ¡No merecíamos el uno a cero en contra! ¡Apareció Fano! ¡Apareció Fano en el final! ¡Apareció Vargas empujando! ¡Tuvo tiempo hasta de sacarse a un argentino! ¡Tuvo tiempo hasta de empujar a Battaglia! Tuvo tiempo hasta para levantar la cabeza ¡Tuvo tiempo hasta para mirar a Fano…! ¡Y Fano hizo su trabajo! ¡Fano hizo lo que hace un goleador! ¡Fano hizo lo que hace un nueve! ¡Ahí Fano! ¡En el área Fano! ¡Es el mejor final que me ha tocado narrar…! ¡Perú uno, Argentina uno!


El Estadio rugió al unísono. Tito y Chuco repitieron el grito de todo el Estadio. ¡Gol! ¡Gol! ¡En los descuentos! Los hermanos se abrazaron fuertemente, casi al instante, ahogando sus gritos. Como todos en esas escaleras. La gente que anteriormente había salido ofuscada, ahora pugnaba por regresar. Hasta los que ya estaban fuera de la tribuna, camino a la calle. La tribuna era una fiesta. El campo de juego también. Los visitantes estaban doblados con la mirada en el piso, derrotados con el gol de empate. Toda la banca local se abrazaba. El Loco, gestor de la jugada del gol, era abrazado por todos, y ya sin aire sólo quería ingresar a camarines. El nueve de la Selección, autor del gol declaraba a todas las cámaras de televisión, ávidas de obtener en primicia sus declaraciones. Sin aire, el jugador, dedicaba el partido a la gente en las tribunas, yendo a regalar su camiseta llena de vergüenza deportiva y claro, también sudor. En las tribunas seguía la efímera fiesta. Los muchachos habían regresado y la gente aún vibraba de emoción en las graderías. ¿De quién fue el gol? – se preguntaban muchos. ¡Del Cholo, causa! ¡Del Cholo! ¡Bien carajo!


El júbilo estuvo bueno. Tito y Chuco sudaban y tenían las gargantas llenas de escozor, por haber gritado tanto. Tenían el sentimiento de haber librado una batalla memorable. De esas que las generaciones venideras lograrían recordar. La gente comenzaba a abandonar las tribunas con caras alegres, comentándose el momento previo al gol, la jugada, lo que pensaban y hasta como saltaron y gritaron. Las puertas hacia las calles luminosas estaban atestadas de personas risueñas. Desde las veredas se escuchaban arengas, sonidos de chicharras, pitos o matracas comprados antes de ingresar al Estadio. En suma, había sido una jornada memorable.


Ya en el micro de regreso a casa, Tito y Chuco seguían comentando el partido:

-Ese gol al final fue lo mejor. El equipo le metió huevos – disparó Tito.
-Si, aunque por ahí vi dos jugadas buenas de ataque. Igual el rival jugaba mas – agregó Chuco.
-Puede ser – replicó Tito. Pero los partidos se ganan con goles, no con bonitos toques de pelota. ¿Recuerdas esa vez que metí el gol de la victoria en la canchita de la Urba? Esa vez jugamos hasta el culo, pero le metimos huevos, vino el corner, puse la pata hasta el fondo y ganamos. Me metí con pelota y todo al arco. Los del otro equipo al terminar el partido nos armaron la bronca, pero ya estaban cagados. Igual pasamos a la final en ese campeonato.

Bajaron del colectivo y caminaron hacia la cuadra donde se encontraba su casa. Al doblar hacia su cuadra, aguardaba la caseta de Angelito, el guachimán de su cuadra, el cual los recibió ansioso:

-¿Qué tal el partido muchachos? ¿Vieron la corrida del Loquito? ¡Yo sabía que no perdían! ¡Esa es la Selección caracho!
-Habla pe Angelito. El partido estuvo medio tela, pero el final fue de infarto. Ya nos estábamos yendo, pero justo gritaron gol y regresamos – respondió Tito.
-Si pues. Ese Estadio debió ser un loquerío. Pero nada como la Selección de México 70´. ¡Ese era un equipazo! – expresó el guardián, mostrando su nostalgia.
-Ya nos vemos Angelito. Buenas Noches.
-Nos vemos muchachos.

Angelito tenía prendida la radio que lo acompañaba durante las noches. En la emisora, el locutor aún daba la crónica del partido jugado:

-Y ahora Elejalder Godos da sus impresiones del partido para Radio Ovación, un Perú en sintonía, para Pollos y parrilladas Hilton (¡Qué placer!) y Dencorub, calor que penetra, calor que alivia…!

-Gracias Mario por el pase. Hoy Perú sacó adelante un partido perdido. Con garra y empuje el equipo empató. No sirve de mucho dada la complicada situación de la Selección en la tabla, pero sirve para soñar. Por pasajes del partido merecimos perder...

Los muchachos caminaban hacia su casa. Tito volteó hacia la radio al terminar de escuchar la última frase que expulsó la radio:

-Nosotros nunca merecemos perder. Los hinchas no – replicó el muchacho. Chuco lo miró admirado, como si hubiera hablado un sabio. Sacaron la llave y entraron a casa.


Así se describe el autor de este muy buen cuento:
"Escribir es una terapia. Siempre fue una necesidad. Estudié Antropología. Me di cuenta que no podia ser mediador ante nadie. Viajé a comienzos del 2009 a Buenos Aires para tomar un curso de escritura creativa. Dejar todo de golpe no es fácil. Escribí mas que en toda mi vida. Salir a observar a la gente es interesante, pero pienso que finalmente de quien puede escribir y relatar mejor uno? Sólo de uno mismo: Retroalimentacion. Sentimientos. Parrafos "edificantes". Detalles infimos. En lo que escribo suele haber todo esto. Y a veces mas.


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lunes, 12 de octubre de 2009

Pequeñas victorias (Por Carlos Sandoval)

Por Carlos Sandoval

I

Tito y Chuco salieron de casa al promediar las dos de la tarde. Era una fría tarde dominical del invierno limeño. Los días libres en la ciudad tenían un color especial. Las familias salen a comer o a pasear, con el único afán de matar la tarde libre en conjunto. Los muchachos se dispusieron a guardar las entradas en sus respectivas casacas, así como la bolsa que contenía los panes con camote que los sostendrían hasta regresar a casa. Se venía algo bueno. Ellos lo podían oler en el ambiente. Tito alzó la mano y el micro se detuvo. Hizo subir a su hermano y tomaron asiento. El trayecto era algo largo. La 73 hacía una hora exacta de camino hasta el cruce de Petit Thouars con la calle José Díaz. Una hora de camino y una conversación irregular. Los dos sólo tenían en mente una cosa: Estar dentro del estadio. No importa que falten horas para que el partido comience. No importa que hayan sacrificado el almuerzo familiar de los domingos por estar ahí. Ellos anhelaban poder deshacerse de esos papeles cromados que con tanto esfuerzo habían conseguido, y poder sentirse libres ya en la tribuna. Las entradas eran fruto de haber juntado las propinas diarias de dos semanas para poder estar en tan importante acontecimiento. Ni bien Tito se enteró de la fecha del partido había dejado de comprar ONCE, su revista futbolística semanal y juntaba con ahínco cada centavo. Chuco también se unió a las dos semanas del ahorro. Dejó incompleto su álbum de figuritas autoadhesivas y tampoco compraba el churro diario que se comía al regresar del colegio a casa. Esta vez la Selección no podía perder. Estaban seguros de eso. La última fecha en Montevideo les robaron el partido. El gol de Solano había sido legítimo. No merecieron perder. Ese árbitro chileno favoreció al local descaradamente. Esta fecha, los argentinos morderían el polvo de la derrota. No importaba que tuvieran al mejor jugador del mundo. No importaba que estuvieran primeros en la tabla. La selección hoy ganaba si o sí. Esta vez si vamos a clasificar al Mundial.



Al subir al ómnibus, Tito se había percatado que habían mas personas con camisetas de la selección. Eran como una secta secreta que se reconocía así misma de reojo, se movían la cabeza a modo de saludo y regresaban a sus ensoñaciones futboleras dentro del fondo de la ventana. Chuco sacó el primer pan de la tarde. A sus 11 años tenía un hambre de naufrago en cuarentena. Era bajito, rechoncho y callado. Pero crecía con los comentarios optimistas de su madre: “Serás tan alto y guapo como mi hermano Ramón”. El pequeño comía bajo la atenta mirada de su hermano mayor, el cual también se mandaba con el primero de la tarde: El primer bostezo. Tito era medianamente alto a sus 15 años. Era mas morocho a diferencia de su hermano menor. Ya estaban por las solitarias calles dominicales de Miraflores. Muchos carros se hacían notar con banderas rojiblancas vistosas y esos infladores ruidosos. También resonaban las bocinas. En los cruces, los policías de tránsito se mostraban algo alegres y sin esa cara de cachacos estreñidos. Hasta tenían una escarapela rojiblanca en la solapa de su saco verde olivo. El ambiente era especial.


Ya doblando hacía Conquistadores y saliendo en línea recta hacia Orrantia, el micro se topó en el semáforo con un automóvil repleto de camisetas y banderas albicelestes. Le llovieron desde mentadas de madre, hasta cáscaras de naranja. Tito y Chuco miraban sin exaltarse la pintoresca escena. Por fin llegaron a su destino. Medio micro se bajó a dos cuadras de la tribuna norte del Estadio. Entre revendedores de entradas, mujeres que les ofrecían desde camisetas con toda la numeración del equipo hasta binchas o sombreritos rojo y blancos, los muchachos lograron pasar el cerco de policías a caballo mostrando sus entradas.
La cola para entrar ya daba la vuelta hasta la altura de la Vía Expresa. Un olor nauseabundo que mezclaba higadito frito y caca de caballo los recibía al final de la cola. De pronto, a mitad de la fila, se escucharon voces alzadas y movimientos bruscos:

-¡Oe colón de mierda andate al final! ¡No seas pendejo pues compare! ¡Jefe aquí hay un colón! ¡Jefe!
-Tito ¿Qué pasa?
-Nada, un pata que seguro se ha querido colar. Ahora viene el policía a sacarlo.
-Estoy muy apretado Tito.
-¡No te vayas a soltar de mi espalda! ¡Ahorita seguro nos van a hacer retroceder y no vaya a ser que te quedes afuera! ¡Estate mosca!
-Ya.

Habían abierto las puertas del Estadio. Los primeros de cada cola se disponían a pasar. Los controladores, en las puertas que daban hacia las canchas de fulbito/estacionamiento de carros del Estadio previas a la entrada de la tribuna pedían a los asistentes sus respectivos boletos. Tenían unas maquinitas láser las cuales rozaban los boletos y certificaban si eran verdaderos o falsos. Toda una novedad. Por fin, Tito y Chuco habían llegado a la puerta. Revisaron sus boletos. Lograron pasar. Bajaron las escaleras al vuelo y de un brinco llegaron a la superficie. Siguieron corriendo hasta la puerta de la tribuna. Se toparon con el segundo control. Un par de policías revisaron sus bolsillos, y casi zafándose violentamente subieron cual rayo las escaleras que daban a la tribuna. Al llegar, sus ojos se abrieron ante esa ensoñación de color verde. Chuco podía hasta respirar el aroma del pasto recién cortado, aquella mesa de billar que recorría al meter sus mejores goles, los de la clasificación, los de la vuelta olímpica en sus sueños felices. Tito miraba la red del arco que daba hacia la tribuna donde estaban. Pedía a los cielos que en este arco se marcara el gol de le victoria de su Selección. El que merecía gritar todo el Estadio.



II

Mientras unos tipos en zancos iban haciendo piruetas por toda la pista atlética, se escuchaban valses por los parlantes del Estadio. Las tribunas estaban cada vez mas nutridas. Hasta las preferenciales. Las luces estaban prendidas hacia un buen rato. Al grito de ¡Ooooole! Las cuatro tribunas se confundían en olas. El Estadio era un jolgorio de optimismo y emoción. Tito y Chuco movían nerviosamente las piernas. Ya sólo faltaba media hora. Estaban ubicados a una altura media de la tribuna. Podían ver sin problemas la cancha. Unos minutos antes Chuco había saludado a un amigo del colegio que estaba acompañado de su padre. Los vendedores de cancha, sanguches y gaseosa se movían hábilmente en zigzag ofreciendo sus productos. La Banda de la Policía por fin había salido a la cancha. Eso significaba que en unos momentos saldrían los equipos a la cancha. Tocaron varias marchas militares y una que otra marinera. Tras el término de su intervención, salieron los árbitros. Segundos después, el equipo albiceleste pisó el terreno del viejo José Díaz. Tras los silbidos e insultos del caso, la Selección apareció por uno de los túneles que daban a la tribuna Sur. El Estadio se estremeció de emoción con bombardas, humo rojo y blanco, papel picado, aplausos y gritos de aliento. Tito y Chuco no paraban de gritar y saltar. Tras el canto de los respectivos Himnos Nacionales, la pelota estaba en el centro del campo. Fueron segundos de silencio. Este se rompió con el primer toque del equipo vistante.

El primer tiempo y parte del segundo había tenido un trámite mediocre. Las acciones se daban lugar en la media cancha, teniendo a los volantes de contención de cada equipo como “figuras” del lance, destruyendo los avances de los dos equipos. A partir del minuto 70, el equipo albiceleste comenzó a ser mas incisivo en sus ataques, aprovechando que el medio campo rojo y blanco había comenzado a dar muestras de cansancio. En un contragolpe, el 10 del equipo albiceleste logró sacarse de encima la marca de dos contrarios, dio un pase en callejón hacia el puntero derecho, el cual cogió algo desprevenida a toda la defensa, dribleando al arquero y así poner el primero de la noche. El Estadio era un cementerio. Las primeras caras largas y de molestia comenzaron a notarse. Tito y Chuco estaban quietos en sus lugares. No podían creerlo. La Selección perdía, y encima jugaba mal. Tenían el ánimo por los suelos. La gente a su alrededor estaba cada vez mas exaltada. Pedía la cabeza de entrenador, no paraban de putear a los defensas que no marcaban y a los mediocampistas que no creaban una situación de peligro en el arco contrario. Para colmo, los delanteros parecían asistentes privilegiados al partido. Se mostraban perdidos en el tiempo y el espacio deambulando por los tres cuartos de cancha contraria tratando de coger la pelota y encarar al arco. Esta vez no salía nada.


Para el minuto 83, el Loco, lateral izquierdo de la Selección, luego de un corner pateó una pelota en primera sacándole “astillas” al palo superior del arco contrario. Hizo despertar del letargo a todo el Estadio. Luego se sucederían mas acciones aburridas. El equipo rival ya tenía el control casi total del balón La Selección no hallaba el camino al arco rival. A todo esto, el árbitro había comenzado a cobrar faltas inexistentes a favor del equipo albiceleste. Esto enervó aún más a los hinchas locales. De pronto “el de negro” cobró una supuesta mano a favor de los visitantes:

-¡Arbitro conchatumadre! ¡Te vamos a matar!- gritó Tito casi quedándose sin voz al terminar la frase. Los hinchas a su alrededor celebraron el reclamo airado con unas sonrisas algo sorprendidas. Chuco no salía de su asombro al ver a su hermano mayor tan emocionado por el partido. El muchacho sólo atinó a sentarse algo avergonzado en su lugar.
***
Continuará
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lunes, 5 de octubre de 2009

El cuadro del Raulito (Por Eduardo Sacheri)

Por Eduardo Sacheri


El decidió, de entrada nomás, dejarlo en libertad. Tenía la idea de que los amores no se imponen, ni siquiera se eligen. Pensaba que en todo caso eran los amores los que optan, los que se le imponen a uno. Por eso, con cierta prescindencia fatalista pensó que si tenía que ser, sería, y que si no, era inútil gastar pólvora en chimangos.
No le fue fácil, sin embargo. Sobre todo cuando en sus narices otros rivales se lanzaron a tratar de convencerlo. Le costó sobreponerse, y aceptar sonriendo a tíos y primos y cuñados y amigos y vecinos tentándolo al Raulito, ofreciéndole camisetas y pelotas y gorritos, a cambio de promesas de fidelidad a sus propios cuadros. Tampoco dijo nada cuando sorprendió a más de uno de esos buitres futboleros enseñándole al chico los canutos de la cancha, instruyéndolo subrepticiamente en las rivalidades históricas, ensalzando las hipotéticas virtudes de los unos, y vilipendiando las supuestas taras infames de los otros.
El los dejó. Un poco por esa resignación que era tan suya. Y otro poco porque a veces, en sus días tristes, sospechaba que tal vez fuese mejor así, que la cadena de afectos inexplicables se cortase con él, sin involucrar a su hijo. Que tal vez el chico terminase siendo más feliz siendo hincha de algún grande, saliendo campeón de vez en cuando, viendo la cancha llena, comprando El Gráfico con su ídolo en la tapa. Si al fin y al cabo él venía sufriendo hacía... ¿cuánto? Más de veinte años desde aquel campeonato. Y después la debacle. Hasta el descenso había tenido que sufrir, hasta el descenso. Y a la vuelta, la desilusión grande del 94. Justo en la última fecha, será de Dios, en la última fecha. Si faltaba tan poquito, un empate y listo. Pero ni siquiera.
Por eso, seguramente, aceptó con entereza que Raulito, desde los nueve, más o menos, empezase a decir que era de River, «como el tío Hugo»; aunque en el fondo más recóndito de su ser, él sintiese sinceros deseos de pasar al «tío Hugo», lenta, dulcemente, por la picadora de carne y la máquina de hacer chorizos.
Es que, a solas consigo mismo, en el resto de los días, sabía que era todo grupo. Que le hubiese encantado que Raulito saliese de los suyos. Que ahora que ya tenía trece, ahora que era todo un hombrecito, habría sido lindo ir juntos a la cancha. A la tarde, tempranito, en el tren y el 118, hablando de bueyes perdidos, mirando el partido de tercera acodados en el escalón de arriba, dejando pasar la vida.
Pero igual no cambiaba de idea. No señor. Que si tenía que ser que fuese, y si no, no. Igual, y por si acaso, cultivó su propia planta de leyendas mentirosas, como para mantener viva su persistente esperanza. Y aunque le daba un poco de vergüenza comparar al equipo del 73 con la Selección del 86, igual seguía adelante, envalentonado en su propia pirotecnia falaz, enternecido en la admiración dibujada en los ojos del Raulito.
Esa tarde, la inolvidable, la definitiva, empezó como todas, con el mate y la radio en la mesita de hierro del patio. El padre decidió prevenirlo de entrada:
–Mira, Raulito, que hoy juegan contra nosotros. El hijo lo miró con curiosidad.
–¿Y qué problema hay, pa?
El padre, feliz en la sencillez del chico, terminó sonriendo:
–Tenés razón, Raulito, ¿qué problema hay?
A los veinte minutos penal para River. El chico lo miró al padre, como dudando. El lo tranquilizó, a pesar de sí mismo:
–Gritálo tranquilo, Raulito. Eso sí: si después hay un gol nuestro, no te enojés si yo lo grito.
–No, papá, si no me enojo –le aclaró, muy serio. Después gritó el gol, pero no mucho. Fue un grito breve, un poco tímido. El padre lo palmeó.
–No seas tonto, Raúl, gritálo todo lo que quieras.
–Así está bien, pa –fue toda su respuesta. Al rato vino el dos a cero. Ahí el chico lo miró primero, y después dio un par de aplausos, y eso fue todo.
–Che, ¿qué clase de hincha sos vos? ¿Así te enseñó tu tío Hugo a gritar los goles?
–No pa, él los grita como loco. Como vos, los grita.
–Y entonces gritá tranquilo, hijo. –Y después añadió, con un guiño:– Ojo que en el segundo tiempo capaz que grito yo, ¿eh?
Se sentía en paz, dueño de una felicidad sencilla y robusta. Casi ni se acordaba de que iban perdiendo. Empezaba a pensar que tal vez no fuese tan terrible que su hijo fuese de River. A lo mejor iban a poder ir a la cancha igual, turnándose un domingo cada uno, si el fixture ayudaba.
El segundo tiempo siguió por el trillado sendero de la tragedia. Un contraataque y tres a cero. El pibe ni siquiera hizo un gesto cuando el relator vociferó la novedad a voz en cuello.
–Che, Raulito, ¿estás dormido, vos? –El padre lo palmeó con afecto.
–No, papi. –Zarandeaba las piernas cruzadas debajo del asiento, y tenía los dedos cruzados en el regazo, como cuando pensaba en cosas complicadas. Luego aventuró:– No sé, me da un poco de lástima.
El padre se rió con ganas.
–Dejáte de jorobar, Raúl, y disfrutálo. Total, un partido más, uno menos... Aparte, cuidado, pibe –bromeó–, mirá que a lo mejor todavía se lo empatamos.
Para colmo, y como dándole la razón, al ratito vino el tres a uno. El padre lanzó un gritito contenido, tenso, como el que habrían dado los jugadores, saludándose apenas entre ellos, disputándole la pelota a un arquero con ganas de enfriar la cosa, corriendo hacia el medio campo para ganar tiempo. El hijo lo miró sin tristeza. Cuando sus ojos se cruzaron, ambos sonrieron.
–Te dije, pibe, ojo con nosotros. Mirá que somos bravos.
Por lo que decían en la radio, el partido se estaba poniendo bueno.
–Escuchá, Raulito, escuchá: los tenemos en un arco.
Pero el aviso era inútil. El chico seguía el relato concentrado, serio. Acompañaba las jugadas trascendentes con patadas en el aire, como jugando él también su parte del asunto. El padre sonrió. Cómo son los pibes. Se posesionan de tal modo que se sienten ellos mismos protagonistas del partido. En realidad, no sólo los pibes: un par de semanas atrás él mismo había hecho trizas el termo en un esfuerzo supremo por despejar al córner un disparo bajo que iba a sobrar fatalmente al arquero.
A los treinta, más o menos, tiro de esquina sobre el área de River. El chico seguía enchufadísimo. Hasta balanceaba ligeramente el cuerpo de un lado a otro, como todo buen cabeceador, esperando el momento de correr un par de metros y madrugar al marcador y pegar el salto y conectar el frentazo. Pero había algo que al padre no le cerraba, algo en el modo en que estaba parado, algo en la expresión de sus ojos negros.
El corazón le dio un vuelco cuando comprendió: el pibe se estaba perfilando de atacante, no de zaguero. El movimiento era para zafarse de algún marcador pegajoso, los ojos tenían el fuego de vení bola vení que te mando a guardar. El brazo derecho se alzaba en el gesto que se le hace al siete de ponéla acá, justito acá por lo que más quieras.
El relato se suspendió en una nota aguda, una de esas notas que se alargan, que perduran en el aire, mientras el relator decide si tiene que gritar o decir que pasó cerca. Igual no hizo falta, porque la hinchada, detrás de ese arco, lo gritó primero, y el relator en todo caso se encaramó después a ese alarido. El padre lo gritó con ganas, entusiasmado. Tres a uno es una cosa. Pero tres a dos es otra bien distinta, y entonces...
Tuvo que interrumpirse de golpe en sus divagaciones. Porque a sus pies, al costado de la mesita, de rodillas, de cara al cielo, gritando como si lo estuviesen desollando, con los brazos extendidos y las palmas abiertas, mezclando los chillidos de su voz de nene y los ronquidos incipientes de su madurez en ciernes, estaba el pibe, el pibe ya sin vueltas, ya sin chance alguna de retorno, ya inoculado para siempre con el veneno dulce del amor perpetuo, ya ajeno para siempre a cualquier otra camiseta, más allá de cualquier dolor y de todas las glorias, dando al cielo el primer alarido franco de su vida.
El padre se lo quedó mirando, impávido, hasta que el pibe se quedó sin voz y volvió a sentarse. Tuvo miedo de pronunciar palabra, como si cualquier cosa que dijese conllevara el riesgo de destruir ese hechizo de epopeya. El pibe, igual, no lo miraba. Estaba ciego a cualquier cosa que no fuese esa cancha, ese arco de sus desdichas, ese reloj fugaz y traicionero, ese relato interminable de centros llovidos al área y despejes agónicos. Sobre todo eso el padre pensó después, porque en ese momento, agobiado en la constatación de su pequeño milagro íntimo, apenas le quedaba tiempo de mirarlo al pibe, de comérselo con los ojos, de grabárselo para siempre en el recoveco más recóndito de su alma.
En eso estaba cuando, ya en el descuento, River jugó mal al off–side y el nueve se escapó con pelota dominada. El relato radial se trepó de nuevo a uno de esos agudos oraculares. El pibe se puso de pie, incapaz ya de tolerar la tensión de la jugada. Con el rugido de la hinchada de fondo, padre e hijo contuvieron el aliento, con el alma pendiendo de ese nueve que entraba al área a liquidar el pleito, que punteaba la pelota por encima del arquero, buscando el segundo palo. El relato se cortó de pronto, y cuando continuó ya lo hizo en un tono menor, para explicar lo inexplicable: la pelota besando el travesaño y yendo a morir al techo de la red, ya inútil, ya sin sentido, ya con el arbitro pitando el final.
El padre se volvió a mirarlo. El chico estaba rojo de la bronca, con los ojos muy abiertos de tan incrédulos, con los puños apretados de impotencia. Pensó primero en decir algo, como para tratar de mitigar ese dolor en carne viva. Pero lo disuadió la certeza de que era mejor así, porque así eran siempre las cosas, y las cosas no podían estar mal, si así eran siempre. Los labios del chico se torcieron en una mueca, y por fin se lanzó en un llanto desbocado. Ya era grande. Lo suficiente como para querer llorar a solas. Por eso se levantó de pronto y corrió hasta su pieza. El padre escuchó el portazo, y no necesitó verlo para saberlo derrumbado sobre su cama, confuso, dolido, ignorante de qué debe hacer uno con el dolor y con la rabia.
El padre lo supo llorando a mares, y se regocijó en esas lágrimas. Porque uno puede decir que es de muchos cuadros. Uno puede cambiar de idea varias veces. Sobre todo si abundan los tíos y los primos grandes, dispuestos a comprar con pelotas y camisetas la fidelidad de un corazón novato. Pero una vez que uno llora por un cuadro, la cosa está terminada. Ya no hay vuelta. No hay caso. De la alegría se puede volver, tal vez. Pero no de las lágrimas. Porque cuando uno sufre por su Cuadro, tiene un agujero inentendible en las entrañas. Y no se lo llena nada. O mejor dicho, sólo se le llena con una cosa: con ganar el domingo que viene. De manera que asunto concluido. La suerte está echada. Nosotros acá, el resto enfrente. Algunos más amigos, otros menos. Pero de este lado nosotros, los de acá, los que no tenemos en común, tal vez, victoria alguna, pero que compartimos las lágrimas de un montón de derrotas.
Cuando su mujer salió al patio, extrañada de que su marido siguiese al sereno en el atardecer frío del otoño, lo encontró llorando a él también, pero unas lágrimas gordas, densas, de esas que abren surcos pegajosos en su camino, de esas que uno llora cuando está demasiado feliz como para sencillamente reírse.
–¿Se puede saber qué les pasa? –preguntó la mujer, confundida. El la miró, sin preocuparse siquiera de ocultar sus lágrimas–: Hace rato que el Raulito entró a su pieza y dio un portazo, y me dice que no quiere que entre, y se lo escucha llorar y llorar como loco. Y ahora salgo y te veo a vos también moqueando. ¿Me querés explicar qué cuernos pasa?
El hombre la consideró con benevolencia. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Intentar explicarle? ¿Cómo? Se conformó con mirarla, mientras seguía sintiendo el fluir del tiempo en el gotero de cristal de ese momento indestructible.
–Seguro que le ganaron a River y vos lo cachaste al chico, ¿no? Seguro que te la agarraste con el nene, ¿no? –Ella lo miraba con gesto de severo reproche.–Semejante grandulón, ¿no te da vergüenza?
–No, Graciela, no le hice nada. Si River ganó tres a dos. Al chico no le dije nada, te juro –respondió con calma, desde la cima de su paz reconquistada.
–Pero entonces no entiendo nada. ¿Me decís que ganó River, y el nene está llorando como loco encerrado en la pieza?
–Sí, Graciela. Ganó River. Pero el pibe no es de River, Graciela. –Y se sintió reconciliado con la vida, eufórico, agradecido, emocionado; dueño legítimo y absoluto de las palabras que iba a pronunciar. Después se incorporó, porque cosas así se dicen de parado:– Lo que pasa es que el Raulito es de Huracán, Graciela. ¡De Huracán!


Este cuento fue extraído del excelente libro "Esperandolo a Tito". Hay varios más, fijate en la "Tabla de goleadores" que está en la columna izquierda del blog.

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