miércoles, 20 de agosto de 2008

La barrera



Por Roberto Fontanarrosa

Un paso más atrás. Dos más atrás. Tres. Ahí está bien. Ya está la barrera formada. Una baldosa más acá. Un momento. Ante todo, sacar las cosas del arco. Hay botellas debajo de la pileta. Ya la otra vez cagó una. Y dos sifones. El blindado no es nada, pero el otro puede reventar, y los sifones revientan y los pedacitos de vidrio saltan y se meten en los ojos de uno. Bien juntas las macetas de la barrera. El arquero muy nervioso. Miguel Tornino frente al balón. Atención. El rubio Miguel Tornino frente al balón. Una mano en la cintura. La otra también. La mano sacándose el pelo de la frente. La transpiración de la frente. De los ojos. Hay silencio en el estadio. Es la siesta. Hasta el Negro se ha quedado quieto. Resignado a ser simple espectador de ese tiro libre de carácter directo que ya tiene como seguro ejecutor a Miguel Tornino, que estudia con los ojos entrecerrados el ángulo de tiro, el hueco que le deja la barrera, la luz que atisba entre la pierna derecha del recio mediovolante de la visita y la pata de portland de la maceta grandota del culantrillo. Un solo grito en el estadio: Miguel, Miguel. El público de pie ante ésta, la última oportunidad del Racing Club cuando sólo faltan dos minutos para que finalice el match. Habrá que apurarse antes de que vuelva a adelantarse la barrera o el Negro insista en morder la pelota y hacerla cagar como el otro día que la pinchó el muy boludo. Sonó el silbato. Habrá que pegarle de chanfle interno. La cara interna del pie diestro de Miguel Tornino, el pibe de las inferiores debutante hoy le dará al balón casi de costado, tal vez de abajo, con no mucha fuerza pero sí con satánica precisión para que ese fulbo describa una rara comba sobre la cabeza de los asombrados defensores, sobre el despeinado pirincho del helecho de la segunda maceta y se cuele entre el travesaño, el poste, el postrero manotazo de la lata de aceite Cocinero que se ha lucido hasta el momento. ¡Tiró Tornino...! y... se hizo mimbre en el aire el arquero ante el latigazo insólito de curva inesperada y con la punta de los dos dedos allá voló la lata a la mierda, carajo que ladra el Negro, sí mamá... sí la guardo... está bien... pero mirá vos cómo la viene a sacar este guacho.


FIN


Agradecemos a Mónica Bonifazio por habernos enviado éste texto!

martes, 12 de agosto de 2008

El penal de Daniel (Segunda parte)



Por Claudio S.

Primera parte

El partido comenzó en forma ríspida, como era de esperar. Los equipos no se daban tregua y el desafío se desarrollaba bajo la atenta mirada de los pocos espectadores que se habían dado cita en la intersección de la avenida Luís María Campos y Maure. Era una tarde de verano muy calurosa, y la polvareda que se levantaba comenzaba a ser un escollo más a vencer. Antes de darle un buen tratamiento a la pelota, había que lograr visualizarla a través de la espesa nube de polvillo.

El primer tiempo había concluido con el marcador en blanco. El segundo, se desarrollaba sin poder quebrar el cero. No había mucha certeza, de cuanto faltaba para concluir el encuentro, ya que por aquel tiempo los partidos se estipulaban a una cierta cantidad de goles, pero los empates cero a cero era un tema en el que no había consenso total. La fatiga iba haciendo mella en ambas formaciones, pero a base de empeño y tesón, la fase final del partido se disputaba con febril energía. La muchachada del Inter, se acercaba un poco más a nuestro arco, pero la valla se mantenía invicta a costa de un gran sacrificio de nuestros jugadores. Ya se habían instalado atrás de nuestro arco, algunos muchachos que esperaban la finalización del match para entrar a la cancha y comenzar un nuevo partido. Esta situación creaba un poco de presión para finalizar prontamente con nuestro desafío.

De pronto, un centro rasante del Inter pasó vivoreando entre las piernas del sanjuanino Alain, desconcertando a nuestro arquero, que nada pudo hacer. En un gran esfuerzo, llegué a la pelota más o menos en la zona de la inexistente línea de gol, despejando con violencia. Los del Inter gritaron el gol y se abrazaron festejando la conquista. Yo, haciéndome cargo de la situación, los enfrenté preguntándoles "gol de donde". Ya se estaba por generar una de esas trifulcas típicas de los encuentros de este tipo, cuando desde atrás del arco, los muchachos que estaban esperando cancha dijeron "dejensé de joder, che, que tiren un penal y se acaba el partido de una vez". La alternativa no tuvo adeptos en principio. Ellos querían convalidar su gol, y nosotros exigíamos que el juego se reinicie con un saque lateral. Y no era para menos, el honor del barrio era lo que estaba en juego aquella tarde.

Como la intransigencia no generaba ninguna solución, finalmente se convino la ejecución de un tiro desde los doce pasos. Allí se generó otro problema, quien iba a contar los doce pasos, cuyas longitudes podían diferir enormemente, ya sean contados por uno u otro equipo. Se acordó que uno de los muchacho de atrás del arco indicara la ubicación del punto penal. Nosotros intentamos hacer un cambio de arquero, tratando de ubicar bajo los palos a algún otro muchacho de mayor contextura física. El rival se negó firme y determinadamente a aceptar esta posibilidad: "al arco va el arquero que estaba atajando" sentenciaron de una forma más que inapelable.

Y allí estaban, bajo el rayo de sol impiadoso. Por un lado el morrudito aquel, número nueve, con su camiseta rayada azul y negra. Su cara de pocos amigos, no inspiraba la menor compasión ni piedad. Del otro lado, mi hermano Daniel, en una soledad casi angustiosa, parado bajo los tres inmensos palos que daban espalda a la calle Maure. El morrudito se perfiló para tomar carrera y ya todos comenzamos a imaginarnos lo peor: el querido Báez Argentino, nuevamente volvería a caer derrotado. El patadón fue demoledor, el sonido seco y cortante que se estampó a media altura, dejó en el aire la impresión de un festejo anticipado. Mi hermano Daniel se quedó parado sobre la línea imaginaria del arco, pero inclinó ligeramente su cuerpo hacia la izquierda, con sus brazos extendidos. Aún no sabemos, donde le pegó la pelota, pero el penal más famoso de nuestras vidas fue atajado esa tarde de verano en la canchita de San Benito, salvando el honor de los muchachos de la calle Báez.

En el balcón, iluminado de a ratos por los últimos fuegos artificiales del nuevo año, aquel penal se patea y se ataja por generaciones. Pero lo más importante, es que sólo le pedimos a Daniel, que la parte en la que nos confiesa que no sabe donde le pegó la pelota, debido a que la tarde aquella cerró los ojos, la calle para siempre.

FIN

lunes, 11 de agosto de 2008

El penal de Daniel



Por Claudio S.

Segunda parte

Para la celebración de Año Nuevo, nos solemos juntar con mis hermanos. Se trata de una de las pocas oportunidades en las que nos juntamos anualmente los hermanos, las esposas, mi vieja, y un siempre creciente número de sobrinos.

Solemos terminar la noche, sentados en el balcón, ya con los últimos tragos, como para hacerle frente al calor típico de esa época del año. Nunca falta alguno de los chicos, que aprovecha el ambiente distendido para preguntar, y nosotros aprovechamos para repetir esas tantas veces contadas anécdotas de nuestra infancia. No quisiera decir que se asombran, pero sí que les llama la atención la forma de divertirnos de aquellas épocas. Así nos pasamos recordando las aventuras en los terrenos baldíos, los Carnavales y las interminables carreras de autitos por el cordón de la vereda. Pero lo que más les gusta, es escuchar nuestros recuerdos futboleros, y en especial éste, el del penal de mi hermano Daniel.

Nosotros, como todos los pibes de ese tiempo, teníamos un equipo de fútbol. Si bien nos faltaba un poco de infraestructura, entusiasmo era lo que nos sobraba. Vivíamos en el barrio de Las Cañitas, que por aquella época se encontraba plagado de caballerizas y ostentaba, como muchos otros barrios, un sin número de calles de tierra. Nuestro "estadio" se localizaba en la Iglesia de San Benito, una canchita que tenía el enorme privilegio de tener dos arcos (con travesaño y todo) separados por un irregular mar de tierra. Allí nos pasábamos horas eternas, siempre y cuando no se generase algún conflicto con los curas, que inexorablemente iría a concluir con un enorme candado en el portón de entrada. Era la cancha más hermosa que existía

Nuestro equipo, el recordado Club Amateur Báez Argentino, lucía una camiseta negra cruzada por una franja diagonal roja, producto de las anilinas Colibrí y de metros cinta comprada en la lencería de la esquina, que cosíamos con empeñoso esmero.

Ése sábado nos enfrentaríamos con el temible Inter de Milán, un equipo cuyas máximas figuras, vivían en el conventillo de una ex fábrica textil, que se ubicaba en donde hoy tiene lugar el Solar de la Abadía.

Mi hermano Daniel, al ser un poco menor que el resto de la plantilla, debía aceptar su irrenunciable destino de arquero. El Negro Jaramillo era un pilar del equipo, aunque su mayor fama haya quedado en la memoria popular como "siempre un taquito de más", su presencia era vital para el funcionamiento colectivo del team. Nuestro puntero izquierdo, el flaco Patricio, de piernas delgaditas pero rápido como una liebre, se ubicaba siempre atento junto a la raya, preparando el estiletazo letal. El chiquitín Fernando, un paseador infatigable del field, sus recorridos turísticos de arco a arco aún son tema de conversación en los bares de la zona. El rubio Palmer, incesante capturador de pelotas divididas en el sector central. Y su primo Joselo, que vivía en otro barrio, pero que éramos capaces de ir a buscarlo en remís, con tal que fuera de la partida, un goleador de aquellos. Como no mencionar al Sanjuanino Alain, que con su altura y condición fisica era un gran baluarte en nuestra zaga. O al gordo Quebrada, de quien no es necesario aclarar el origen de su apodo aunque nunca hemos podido entender su divagante posición en el campo de juego. Como yo era medio corpulento, y no me andaba con muchas vueltas al momento de poner pierna, era un zaguero central inspirado en las cualidades de mi gran ídolo de entonces don José Aurelio Pascuttini.



Continuará...