Por Claudio S.
Segunda parte
Para la celebración de Año Nuevo, nos solemos juntar con mis hermanos. Se trata de una de las pocas oportunidades en las que nos juntamos anualmente los hermanos, las esposas, mi vieja, y un siempre creciente número de sobrinos.
Solemos terminar la noche, sentados en el balcón, ya con los últimos tragos, como para hacerle frente al calor típico de esa época del año. Nunca falta alguno de los chicos, que aprovecha el ambiente distendido para preguntar, y nosotros aprovechamos para repetir esas tantas veces contadas anécdotas de nuestra infancia. No quisiera decir que se asombran, pero sí que les llama la atención la forma de divertirnos de aquellas épocas. Así nos pasamos recordando las aventuras en los terrenos baldíos, los Carnavales y las interminables carreras de autitos por el cordón de la vereda. Pero lo que más les gusta, es escuchar nuestros recuerdos futboleros, y en especial éste, el del penal de mi hermano Daniel.
Nosotros, como todos los pibes de ese tiempo, teníamos un equipo de fútbol. Si bien nos faltaba un poco de infraestructura, entusiasmo era lo que nos sobraba. Vivíamos en el barrio de Las Cañitas, que por aquella época se encontraba plagado de caballerizas y ostentaba, como muchos otros barrios, un sin número de calles de tierra. Nuestro "estadio" se localizaba en la Iglesia de San Benito, una canchita que tenía el enorme privilegio de tener dos arcos (con travesaño y todo) separados por un irregular mar de tierra. Allí nos pasábamos horas eternas, siempre y cuando no se generase algún conflicto con los curas, que inexorablemente iría a concluir con un enorme candado en el portón de entrada. Era la cancha más hermosa que existía
Nuestro equipo, el recordado Club Amateur Báez Argentino, lucía una camiseta negra cruzada por una franja diagonal roja, producto de las anilinas Colibrí y de metros cinta comprada en la lencería de la esquina, que cosíamos con empeñoso esmero.
Ése sábado nos enfrentaríamos con el temible Inter de Milán, un equipo cuyas máximas figuras, vivían en el conventillo de una ex fábrica textil, que se ubicaba en donde hoy tiene lugar el Solar de la Abadía.
Mi hermano Daniel, al ser un poco menor que el resto de la plantilla, debía aceptar su irrenunciable destino de arquero. El Negro Jaramillo era un pilar del equipo, aunque su mayor fama haya quedado en la memoria popular como "siempre un taquito de más", su presencia era vital para el funcionamiento colectivo del team. Nuestro puntero izquierdo, el flaco Patricio, de piernas delgaditas pero rápido como una liebre, se ubicaba siempre atento junto a la raya, preparando el estiletazo letal. El chiquitín Fernando, un paseador infatigable del field, sus recorridos turísticos de arco a arco aún son tema de conversación en los bares de la zona. El rubio Palmer, incesante capturador de pelotas divididas en el sector central. Y su primo Joselo, que vivía en otro barrio, pero que éramos capaces de ir a buscarlo en remís, con tal que fuera de la partida, un goleador de aquellos. Como no mencionar al Sanjuanino Alain, que con su altura y condición fisica era un gran baluarte en nuestra zaga. O al gordo Quebrada, de quien no es necesario aclarar el origen de su apodo aunque nunca hemos podido entender su divagante posición en el campo de juego. Como yo era medio corpulento, y no me andaba con muchas vueltas al momento de poner pierna, era un zaguero central inspirado en las cualidades de mi gran ídolo de entonces don José Aurelio Pascuttini.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario