Por Roberto Fontanarrosa
Primera parte
En la misma habitación de Cardaña estaba Nelson Amadeus Farragudo, aquel implacable marcador de punta, el del gol agónico al Wanderers en el 49, de sombrero de fieltro sobre los ojos, tomando mate. Le decían "El Buitre" Farragudo, no solo por la nauseabunda peladura de su cuello, sino porque, cual la conocida ave carroñera, era quien caía sobre los restos de las victimas de Cardaña, cuando este recibía a los delanteros rivales por el medio de la cancha. Por la mustia actitud de Farragudo -mitigaba el sonido del mate cubriéndose la cabeza con una toalla- comprendí que algo no andaba bien en mi amigo, su compañero de pieza, el legendario centrehalf peñarolense.
Por si no lo he dicho, Wilmar Everton Cardaña tenía una cara de rasgos grandes, muy marcados. Las cejas, negras y pobladas, se juntaban sobre el puente de la nariz. Los ojos, sin ser bellos, eran saltones y parecían querer fugarse por debajo de unos párpados gruesos, de piel porosa como la de los citrus. La nariz era prominente, larga, carnosa, de aletas amplias. La boca se abultaba bajo el bigote generoso y se alargaba hacia los costados, pareciendo que las comisuras profundas podían alcanzar los peludos lóbulos de las orejas, también enormes. Entre estos lóbulos y la boca, sin embargo, se interponían dos ondonadas como tajos, arrancando desde los pómulos protuberantes para bajar y delimitar con claridad el mentón avanzado y desafiante. Daba la impresión de que uno podía tomar esa porción inferior de la cara, por aquellos surcos que partían de las mejillas, y quitarla de allí, como si fuese un aditamento plástico removible. Había en ese rostro algo perturbador y obsceno pero, al mismo tiempo, sobrecogedor. Era como contemplar un fiordo inmemorial, un precipicio de roca desnuda, el magma primigenio. Era asomarse al inicio de la naturaleza. Y ese rostro, aquel día, estaba transfigurado.
Consciente Cardaña de que yo había percibido ese clima extraño y dislocado, fue hasta una cómoda y sacó algo de uno de los cajones. Pronto se me acercó con la facilidad que le daba nuestra confianza mutua, y me extendió una hoja de papel azul.
-Es una carta- me aclaró.
Leí la carta y, en ella, con una letra despareja, salpicada de errores ortográficos, decía: "Soy casi un niño y, desde hace mucho tiempo, me hallo encerrado en una oscura sala del Hospital Muñoz. Padezco de un mal reversible y, por eso mismo, no estaré el domingo en el estadio para alentar al glorioso Peñarol. Si no es mucho pedir, me haría muy feliz tener en mis manos la pelota con que se juegue el encuentro, firmada por todo el plantel mirasol. Si es necesario pagar, adjúnteme la factura, que oblaré gustoso con dinero que he ahorrado privándome de la medicación. Suyo, José Petunio Invenianto, cama 747."
Confieso que terminé de leer aquella carta con los ojos nublados por el llanto. ¿Cuántos purretes de hoy en día, deslumbrados por el artificio de la tecnología y la banalidad de la computación, serían capaces de solicitar a su ídolo deportivo el humilde y significativo obsequio de una pelota? ¿Cuántos niños de la actualidad, engañados por la urgencia de una sociedad que no sabe de la pausa para la charla amable o la reflexión, tendrían la delicada paciencia de solicitar la pelota para "después" del partido y no para "antes" del mismo, con todos los inconvenientes que esa voracidad podría provocar en la popular justa? Pero mi sorpresa fue inmensa y total cuando alcé los ojos. Allí, delante mío, Wilmar Everton Cardaña, "El Hombre", "El Capitán Invicto", "El Hacha" Cardaña estaba llorando. ¡Aquel que hiciera callar de un solo chistido a 150.000 brasileños aterrados en el estadio Pacaembú, cuando la final de la Copa Roca! ¡Aquel que se bajó los pantaloncitos y el calzoncillo punzó para mostrar sus testículos velludos, uruguayos y celestes a la Reina Isabel en el mismísimo estadio de Wembley! ¡Aquel que ya a los ocho años quebrara en tres partes el tabique nasal a su profesora de musica en la escuelita sanducense... estaba llorando! Esta cartita escrita sobre el burdo papel azul por aquel botija preso en la fría sala del Hospital Muñoz había hecho el milagro de ablandar el corazón, en apariencia fiero, del granítico centrehalf de Peñarol y la selección uruguaya.
No abundaré en detalles ni cederé a la tentación periodística de recordar los avatares de aquel partido memorable que terminó con el resultado por todos conocido. Callé la historia por mí presenciada en la habitacion de Cardaña, por pudor y por prudencia, consciente de que no saldría de mis labios ese relato, como así tampoco de los del "Buitre" Farragudo, austero en su vocabulario como en su manejo del balón.
El lunes, al dia siguiente del encuentro, acudí al Hospital Marcelo Muñoz, a ser testigo del final de la historia. Esperaba hallar allí tan solo a Cardaña pero cuan grande sería mi sorpresa al ver a las puertas del nosocomio el plantel íntegro de Peñarol, algunos aun con la camiseta puesta bajo el saco, deseosos de cumplir con el pedido postal. Y lo increíble, lo conmovedor, es que no se habían reunido allí por un acuerdo previo o concertado. Uno a uno, por su propia cuenta, con la misma coordinación que ponían en el campo de juego para implementar la ley del off-side o presionar a un juez de línea, habían llegado hasta el Muñoz para acompañar al capitán en la entrega del preciado regalo. ¿Cuantos planteles de la actualidad, ahitos de dinero y fama fácil, serían capaces de repetir aquella escena, aquella convocatoria, llevada a cabo por hombres simples y cabales, deportistas que no conocían los devaneos en torno a contratos fabulosos ni los desplantes exigentes por unas cuantas monedas de oro, antes de comenzar algún encuentro?
Y entonces fue el sinceramiento. Ante esa presencia masiva y espontánea, frente a tanta humanidad enternecida, Wilmar Everton Cardaña no aguantó mas y lloró como una criatura. Lo seguí yo y luego el plantel. Lloramos abrazados sin avergonzarnos de los facultativos que nos miraban con cierta curiosidad o de los transeuntes que acertaban a pasar por el lugar. Algún periodista, mal periodista, arriesgó luego la mezquina versión que el plantel de Peñarol lloraba aun el lunes la ignominia de la abultada derrota, soslayando el hecho irrefutable de que se trataba tan solo de un acto de amor y desprendimiento. ¡Cuantos periodistas de hoy en día, mercenarios que ponen su pluma al servicio de quien más paga, habrían hecho exactamente lo mismo que aquel sicario de la prensa amarilla!
Desahogados en parte, pero aun trémulos por lo tocante de la escena, pudimos seguir rumbo a la sala 2, media hora mas tarde. Adelante, Cardaña, con la numero cinco entre sus manos enormes. Atrás, yo y el plantel, encolumnados en un remedo de la tantas veces repetida entrada a la cancha. Y quiero ser cauteloso al narrar lo que sucedió después, ya que tuvo ciertos rasgos sorpresivos e inesperados. Como así también advertir al lector que mi fidelidad al relato me obliga al uso de palabras que no son de mi predilección, a pesar de ser moneda corriente en la vía publica.
Continuará...
miércoles, 30 de abril de 2008
lunes, 28 de abril de 2008
Wilmar Everton Cardaña, número 5 de Peñarol
Por Roberto Fontanarrosa
Porque yo lo conocí a Cardaña. Y porque lo conocí a Cardaña puedo afirmar que mucho se equivocan aquellos que juzgaron o juzgan al áspero centrehalf peñarolense a través de la imagen recogida en los campos de juego.
Yo se que es difícil imaginar, suponer, adivinar, una personalidad tierna y sensible escondida tras la carnadura hosca y prepotente del capitán de los aurinegros. Yo entiendo que no es sencillo intuir el gesto amable o la frase cordial en un hombre que hizo del encontronazo cruel, la pierna arriba o el gesto acerbo, una marca personal e indeleble a lo largo de su prolongada campaña. A lo sumo, admito, era factible entrever en él la grandeza, el coraje y una hombría de bien reconocida incluso por aquellos que fueron sus víctimas, encarnizados rivales o detractores.
Pero yo lo conocí a Cardaña y creo que fui uno de los pocos privilegiados que pudo compartir su círculo áulico, cimentado en el respeto mutuo y los afectos sobreentendidos. Y fue ese respeto, ese sobreentendido, el que me permitió ser testigo de un hecho, de una anécdota, que echa por tierra el equivocado concepto de considerar a Wilmar Everton Cardaña como un mero cacique huraño, un ríspido patrón de la media cancha, temido y evitado por los rivales. ¡Cuantas veces el insulto hiriente, el epíteto injusto, el cántico soez, cayó desde la gradería rival sobre la humanidad generosa de mi amigo! Sin duda alguna, muchos de aquellos que ayer desgranaron los más pesados e injuriosos improperios contra Wilmar Everton Cardaña se sentirán incómodos o arrepentidos al finalizar de leer esta nota que revela la otra cara del ídolo deportivo. ¡Cuanta nobleza habitaba el pecho inconmensurable de Wilmar! ¡Cuanto valor cívico podía esconderse bajo el glorioso numero cinco prendido a la mirasol peñarolense, ya fuera sobre el césped del Estadio Centenario, en cualquier campo de la vecina Buenos Aires, o en la grama misma de tantos y tantos estadios brasileños donde los frágiles y siempre pusilánimes morenos le temían como a una figura mitológica !
No por nada, mi amigo y colega Pablo Aladino Puseya, inolvidable periodista, desaparecido ya, que supo firmar sus columnas en "El Tero Alerta" de Rocha con el ingenioso seudónimo de "Banderín de Corner", bautizó a Cardaña como "El Hombre". Así, a secas, con mayúsculas, porque supo advertir en Cardaña al luchador indoblegable, al deportista cabal de vergüenza invicta, mas allá de la circunstancial controversia sobre un puntapié a destiempo o una fractura expuesta. Tiempo después, algún pícaro modificó el apelativo para extenderlo a "El Hombre de Roble", lo que, en si, parecía configurar un elogio a la increíble solidez de sus piernas ligeramente chuecas, pero que en verdad escamoteaba la verdadera intención del apodo, que aproximaba a Cardaña la infame condición de "tronco". Lo avieso de la maniobra lo certifica el hecho de que esta deformación de su apodo fue adoptada velozmente por los seguidores de Nacional. Y no quedo allí la cosa, porque después de aquel desgraciado incidente con Fanego (el veloz punterito de Huracán Buceo que se destrozara una clavícula contra el alambrado olímpico en un cruce fortuito con Cardaña) parte de un periodismo no propiamente imparcial, pasó a llamarlo "El Hombre de Neanderthal". Quisiera que esta anécdota, que puedo contar dado el particular contacto que tuve con el caudillo indiscutible de Peñarol, eche algo de luz sobre la "leyenda negra" que sobre él se derramara desaprensivamente. A mucho tiempo de los hechos, pienso que el mismo Cardaña, refugiado hoy en la paz y el reposo de su hogar en Treinta y Tres, me perdonara que refiera lo ocurrido en circunstancias de aquella histórica final del 54, tema que él, por pudor y humildad, jamás quiso develar. Puede que el relato aporte también nuevas referencias a los amigos tangueros, ya que lo sucedido en torno a esa final inolvidable fue inmortalizado en un tango que, precisamente, lleva por nombre "La número cinco". La anécdota revelará que el titulo de la pieza se refiere a la casquivana pelota de fútbol, y no al número que lucia la camiseta de Wilmar Everton Cardaña sobre sus dorsales, ni al que identificaba (este fue un rumor poco serio y malintencionado) a una damisela aspirante al trono de "Miss Paysandú" y por quien, dicen, suspiraba el inspirado compositor de tangos.
Aquella mañana del 3 de noviembre de 1954 llegué al hotel Olinto Gallo, donde se alojaba habitualmente el plantel de Peñarol, palpitando encontrarme con un clima de nervios y tensión, acorde con la magnitud del gran encontronazo final con el clásico enemigo de todos los tiempos: Nacional. Había una efervescencia formidable en Montevideo y los tamborines de la murga "Los que pelan la chaucha" no habían dejado de atronar el barrio de La Tumba en toda la noche. Sin embargo, me hallé con un grupo de muchachos -jugadores, técnicos y dirigentes- departiendo mansamente luego del desayuno, al parecer olvidados de la proximidad de la justa. Pero esa primera impresión fue efímera. Algún gesto falso, ciertas torpezas en los movimientos, un par de respuestas destempladas o el rechinar penetrante de algunas dentaduras, denotaban el crispamiento interior, el desgarro insoportable de la espera.
Pregunté por Cardaña y me contestaron que el recio capitán se había retirado a su habitación luego de merendar. Subí a su pieza, con la familiaridad que me confería su actitud amistosa hacia mí, y me invitó a pasar con un gruñido. Wilmar Everton Cardaña era hombre de pocas palabras, muy pocas, como todo hombre criado en el campo, entre vacas y animales poco propensos al diálogo. Creo que hasta ese día -y ya llevábamos mas de dos años de amistad-, solo le había contabilizado nueve palabras, monosilábicas en su mayoría. Y vale la pena consignar que más de la mitad de ellas las había gastado en una sola frase, previa a otro partido importante, cuando levantándose imprevistamente de una tertulia, anuncio: "Permiso, voy a ir al baño". Era así, directo, franco, hombre de llamar al pan, pan, y al vino, vino, y no podían esperarse de él frases grandilocuentes o inflamados discursos. De más esta decir que era la tortura de los periodistas radiales quienes, más de una vez, debieron quitarle los auriculares sin haber obtenido de él ni un dato, ni un nombre, ni una fecha. Encontré a un Cardaña taciturno y cariacontecido, cosa que atribuí a la responsabilidad del partido de la tarde. En aquella época no habían proliferado las líneas de ropa deportivas; por lo tanto, en las concentraciones, los players usaban sus propios atuendos a veces de gustos caprichosos o discutibles. Cardaña llevaba puesto un saco marrón, colocado al revés, o sea, con la pechera sobre la espalda, lo que lo hacia parecer sujeto por un chaleco de fuerza. -Es por el pecho- me dijo, señalándose el cuello. Yo sabía que sufría de severas anginas de pecho. El cigarrillo -aquellos cigarritos negros "Barbudas", de la época, que solía lucir detrás de la oreja durante los partidos- le había instalado una tos seca en el pulmón derecho y una tos convulsa en el izquierdo. Parecía mentira que un hombre que fumaba como él, casi siete etiquetas por día, pudiese tener ese despliegue incesante y depredador en el campo de juego. ¡Cuantos jugadores de hoy en día, con los tan mentados y publicitados sistemas de entrenamiento, dietas especiales y cuidados dignos de una odalisca quisieran poseer aquella inagotable capacidad física que acreditaba Cardaña, aun considerando sus excesos y descuidos! ¡Cuantos de los señoritos de hoy en día, atentos siempre a sus peinados y manicuras, se hubieran atrevido a mostrarse a la prensa en saco de calle vuelto del revés, camiseta musculosa debajo y pantalón pijama, sin temor a ser el hazmerreír o al escarnio!
Continuará...
Roberto “El Negro” Fontanarrosa nació en la ciudad de Rosario (Argentina) en 1944. Su carrera comenzó como dibujante humorístico, destacándose rápidamente por su calidad y por la rapidez y seguridad con que ejecutaba sus dibujos. Estas cualidades hicieron que su producción gráfica fuera copiosa. Entre sus personajes más conocidos están el matón Boogie El Aceitoso y el gaucho Inodoro Pereyra (con su perro Mendieta).
Se le conocía su gusto por el fútbol, deporte al cual le dedicó varias de sus obras. El cuento “19 de diciembre de 1971” es un clásico de la literatura futbolística argentina. Como buen «futbolero» siempre mostró su simpatía por el equipo al que seguía desde pequeño, Rosario Central.
Fue expositor en el III Congreso de la Lengua Española que se desarrolló en Rosario (Argentina), el 20 de noviembre de 2004. En el mismo dió la charla titulada «Sobre las malas palabras».
En 2003 se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica, por lo que desde 2006 utilizó frecuentemente una silla de ruedas. El 18 de enero de 2007 anunció que dejaría de dibujar sus historietas, debido a que había perdido el completo control de su mano derecha a causa de la enfermedad. Sin embargo aclaró que continuaría escribiendo guiones para sus personajes.
Falleció el 19 de julio de 2007, a la edad de 62 años, víctima de un paro cardiorrespiratorio una hora después de ingresar en un hospital con un cuadro de insuficiencia respiratoria aguda.
Desde acá le mandamos un gran abrazo, ojalá que disfrute de éste humilde homenaje.
Porque yo lo conocí a Cardaña. Y porque lo conocí a Cardaña puedo afirmar que mucho se equivocan aquellos que juzgaron o juzgan al áspero centrehalf peñarolense a través de la imagen recogida en los campos de juego.
Yo se que es difícil imaginar, suponer, adivinar, una personalidad tierna y sensible escondida tras la carnadura hosca y prepotente del capitán de los aurinegros. Yo entiendo que no es sencillo intuir el gesto amable o la frase cordial en un hombre que hizo del encontronazo cruel, la pierna arriba o el gesto acerbo, una marca personal e indeleble a lo largo de su prolongada campaña. A lo sumo, admito, era factible entrever en él la grandeza, el coraje y una hombría de bien reconocida incluso por aquellos que fueron sus víctimas, encarnizados rivales o detractores.
Pero yo lo conocí a Cardaña y creo que fui uno de los pocos privilegiados que pudo compartir su círculo áulico, cimentado en el respeto mutuo y los afectos sobreentendidos. Y fue ese respeto, ese sobreentendido, el que me permitió ser testigo de un hecho, de una anécdota, que echa por tierra el equivocado concepto de considerar a Wilmar Everton Cardaña como un mero cacique huraño, un ríspido patrón de la media cancha, temido y evitado por los rivales. ¡Cuantas veces el insulto hiriente, el epíteto injusto, el cántico soez, cayó desde la gradería rival sobre la humanidad generosa de mi amigo! Sin duda alguna, muchos de aquellos que ayer desgranaron los más pesados e injuriosos improperios contra Wilmar Everton Cardaña se sentirán incómodos o arrepentidos al finalizar de leer esta nota que revela la otra cara del ídolo deportivo. ¡Cuanta nobleza habitaba el pecho inconmensurable de Wilmar! ¡Cuanto valor cívico podía esconderse bajo el glorioso numero cinco prendido a la mirasol peñarolense, ya fuera sobre el césped del Estadio Centenario, en cualquier campo de la vecina Buenos Aires, o en la grama misma de tantos y tantos estadios brasileños donde los frágiles y siempre pusilánimes morenos le temían como a una figura mitológica !
No por nada, mi amigo y colega Pablo Aladino Puseya, inolvidable periodista, desaparecido ya, que supo firmar sus columnas en "El Tero Alerta" de Rocha con el ingenioso seudónimo de "Banderín de Corner", bautizó a Cardaña como "El Hombre". Así, a secas, con mayúsculas, porque supo advertir en Cardaña al luchador indoblegable, al deportista cabal de vergüenza invicta, mas allá de la circunstancial controversia sobre un puntapié a destiempo o una fractura expuesta. Tiempo después, algún pícaro modificó el apelativo para extenderlo a "El Hombre de Roble", lo que, en si, parecía configurar un elogio a la increíble solidez de sus piernas ligeramente chuecas, pero que en verdad escamoteaba la verdadera intención del apodo, que aproximaba a Cardaña la infame condición de "tronco". Lo avieso de la maniobra lo certifica el hecho de que esta deformación de su apodo fue adoptada velozmente por los seguidores de Nacional. Y no quedo allí la cosa, porque después de aquel desgraciado incidente con Fanego (el veloz punterito de Huracán Buceo que se destrozara una clavícula contra el alambrado olímpico en un cruce fortuito con Cardaña) parte de un periodismo no propiamente imparcial, pasó a llamarlo "El Hombre de Neanderthal". Quisiera que esta anécdota, que puedo contar dado el particular contacto que tuve con el caudillo indiscutible de Peñarol, eche algo de luz sobre la "leyenda negra" que sobre él se derramara desaprensivamente. A mucho tiempo de los hechos, pienso que el mismo Cardaña, refugiado hoy en la paz y el reposo de su hogar en Treinta y Tres, me perdonara que refiera lo ocurrido en circunstancias de aquella histórica final del 54, tema que él, por pudor y humildad, jamás quiso develar. Puede que el relato aporte también nuevas referencias a los amigos tangueros, ya que lo sucedido en torno a esa final inolvidable fue inmortalizado en un tango que, precisamente, lleva por nombre "La número cinco". La anécdota revelará que el titulo de la pieza se refiere a la casquivana pelota de fútbol, y no al número que lucia la camiseta de Wilmar Everton Cardaña sobre sus dorsales, ni al que identificaba (este fue un rumor poco serio y malintencionado) a una damisela aspirante al trono de "Miss Paysandú" y por quien, dicen, suspiraba el inspirado compositor de tangos.
Aquella mañana del 3 de noviembre de 1954 llegué al hotel Olinto Gallo, donde se alojaba habitualmente el plantel de Peñarol, palpitando encontrarme con un clima de nervios y tensión, acorde con la magnitud del gran encontronazo final con el clásico enemigo de todos los tiempos: Nacional. Había una efervescencia formidable en Montevideo y los tamborines de la murga "Los que pelan la chaucha" no habían dejado de atronar el barrio de La Tumba en toda la noche. Sin embargo, me hallé con un grupo de muchachos -jugadores, técnicos y dirigentes- departiendo mansamente luego del desayuno, al parecer olvidados de la proximidad de la justa. Pero esa primera impresión fue efímera. Algún gesto falso, ciertas torpezas en los movimientos, un par de respuestas destempladas o el rechinar penetrante de algunas dentaduras, denotaban el crispamiento interior, el desgarro insoportable de la espera.
Pregunté por Cardaña y me contestaron que el recio capitán se había retirado a su habitación luego de merendar. Subí a su pieza, con la familiaridad que me confería su actitud amistosa hacia mí, y me invitó a pasar con un gruñido. Wilmar Everton Cardaña era hombre de pocas palabras, muy pocas, como todo hombre criado en el campo, entre vacas y animales poco propensos al diálogo. Creo que hasta ese día -y ya llevábamos mas de dos años de amistad-, solo le había contabilizado nueve palabras, monosilábicas en su mayoría. Y vale la pena consignar que más de la mitad de ellas las había gastado en una sola frase, previa a otro partido importante, cuando levantándose imprevistamente de una tertulia, anuncio: "Permiso, voy a ir al baño". Era así, directo, franco, hombre de llamar al pan, pan, y al vino, vino, y no podían esperarse de él frases grandilocuentes o inflamados discursos. De más esta decir que era la tortura de los periodistas radiales quienes, más de una vez, debieron quitarle los auriculares sin haber obtenido de él ni un dato, ni un nombre, ni una fecha. Encontré a un Cardaña taciturno y cariacontecido, cosa que atribuí a la responsabilidad del partido de la tarde. En aquella época no habían proliferado las líneas de ropa deportivas; por lo tanto, en las concentraciones, los players usaban sus propios atuendos a veces de gustos caprichosos o discutibles. Cardaña llevaba puesto un saco marrón, colocado al revés, o sea, con la pechera sobre la espalda, lo que lo hacia parecer sujeto por un chaleco de fuerza. -Es por el pecho- me dijo, señalándose el cuello. Yo sabía que sufría de severas anginas de pecho. El cigarrillo -aquellos cigarritos negros "Barbudas", de la época, que solía lucir detrás de la oreja durante los partidos- le había instalado una tos seca en el pulmón derecho y una tos convulsa en el izquierdo. Parecía mentira que un hombre que fumaba como él, casi siete etiquetas por día, pudiese tener ese despliegue incesante y depredador en el campo de juego. ¡Cuantos jugadores de hoy en día, con los tan mentados y publicitados sistemas de entrenamiento, dietas especiales y cuidados dignos de una odalisca quisieran poseer aquella inagotable capacidad física que acreditaba Cardaña, aun considerando sus excesos y descuidos! ¡Cuantos de los señoritos de hoy en día, atentos siempre a sus peinados y manicuras, se hubieran atrevido a mostrarse a la prensa en saco de calle vuelto del revés, camiseta musculosa debajo y pantalón pijama, sin temor a ser el hazmerreír o al escarnio!
Continuará...
Roberto “El Negro” Fontanarrosa nació en la ciudad de Rosario (Argentina) en 1944. Su carrera comenzó como dibujante humorístico, destacándose rápidamente por su calidad y por la rapidez y seguridad con que ejecutaba sus dibujos. Estas cualidades hicieron que su producción gráfica fuera copiosa. Entre sus personajes más conocidos están el matón Boogie El Aceitoso y el gaucho Inodoro Pereyra (con su perro Mendieta).
Se le conocía su gusto por el fútbol, deporte al cual le dedicó varias de sus obras. El cuento “19 de diciembre de 1971” es un clásico de la literatura futbolística argentina. Como buen «futbolero» siempre mostró su simpatía por el equipo al que seguía desde pequeño, Rosario Central.
Fue expositor en el III Congreso de la Lengua Española que se desarrolló en Rosario (Argentina), el 20 de noviembre de 2004. En el mismo dió la charla titulada «Sobre las malas palabras».
En 2003 se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica, por lo que desde 2006 utilizó frecuentemente una silla de ruedas. El 18 de enero de 2007 anunció que dejaría de dibujar sus historietas, debido a que había perdido el completo control de su mano derecha a causa de la enfermedad. Sin embargo aclaró que continuaría escribiendo guiones para sus personajes.
Falleció el 19 de julio de 2007, a la edad de 62 años, víctima de un paro cardiorrespiratorio una hora después de ingresar en un hospital con un cuadro de insuficiencia respiratoria aguda.
Desde acá le mandamos un gran abrazo, ojalá que disfrute de éste humilde homenaje.
lunes, 21 de abril de 2008
La Palomita
Por Claudio S.
-Claro, lo contás hoy y nadie te lo cree, viejo- le rezongué a Tito.
-Y bueno, si les creyeran a todos los que dicen haber estado ese día en el Monumental, tendrían que haber habido, por lo menos, doscientas mil personas, che- le insistí tratando de mostrar mayor convicción en mis palabras.
-La cosa es que yo estuve, viejo. Y ese recuerdo no se me borra más-. Le volví a decir a Tito, que me miraba con cara de no creerme nada.
Yo había cumplido catorce años unos días antes. Justamente ese día me vestí con ropa que me habían regalado para la ocasión. Lo recuerdo muy bien: camisa amarilla y vaqueros azules.
Ese día domingo, almorzamos temprano. Fuimos con mi viejo a comprar pastas y ya a la altura de Avenida Del Tejar y Republiquetas (hoy Av. Balbín y C. Larralde) se veían pasar los vehículos embanderados en dirección al Monumental. ¡Que mañana!, ¡Qué emoción!, ya se percibía la fiesta futbolera que en algunas horas se iba a vivir. Yo sólo quería almorzar rápido y salir para la cancha.
En las inmediaciones del estadio, todo era fútbol. Claro, transportado desde 300 kilómetros. El clásico rosarino, se debía jugar en cancha neutral, y se trasladó a Buenos Aires.
El partido fue un sufrimiento, mucho nervio, había mucho en juego. Los dos cuadros tenían muy buen equipo, pero seríamos nosotros los que nos alzaríamos con la victoria. El gol de Central, con aquella tan recordada palomita de Aldo Pedro Poy, fue una postal en sí mismo. Encima, el gol fue en el arco de Figueroa Alcorta, en donde nosotros estábamos. Fue 1 a 0 y final.
Mi viejo, como tantas otras personas, hinchas de muchos años, lloraba de la emoción. Otros besaban las gradas del Monumental en señal de agradecimiento.
Ese día nos compramos una bandera gigante, y salimos del estadio a festejar. Pocas veces recuerdo haber visto a mi viejo tan contento. Si bien era un partido que clasificaba para la final, el triunfo contra el clásico rival, tan lejos de casa, era una reafirmación del gran momento que vivía nuestro club. El logro se vería corroborado unos días después con el triunfo por 2 a 1 en la final contra San Lorenzo. Rosario Central Campeón Nacional 1971.
De la famosa palomita mucho se ha hablado. Todos los años se festeja con la presencia de Poy, que invariablemente cabecea el balón para rememorar el fantástico gol. El mismo Negro Fontanarrosa, a su vez, escribió uno de sus más memorables cuentos, titulado "19 de diciembre de 1971", en el que su protagonista, el viejo Casale, es secuestrado y llevado a presenciar este partido.
-Tito ¿en serio que no me crees que estuve en la cancha ese día? le pregunto a modo de súplica, él me mira, calla y pone cara de "a mí no me vas a hacer el cuento".
No lo culpo, si hasta el mismísimo Poy, hace unos años atrás, el día que lo conocí y le conté que yo había estado el día de la Palomita, me miró y me dijo con maliciosa simpatía -Con vos ya son doscientos mil uno.
miércoles, 16 de abril de 2008
La Redonda
Por Guillermo Fernández Liguori
Yo, balón
no comprendo la pasión
que despierto
Mi misión es rodar
deslizándome en el
verde césped,
cuando me acarician
sigo siendo redonda
cuando me maltratan
me convierto en ovalada
cuando estoy en las alturas
me siento astronauta
Pero lo que mas anhelo
es pasar esa línea
y abrazarme a la red
en ese preciso momento
soy humano
y mi piel que es de cuero
se emociona y llora
por los gritos y la felicidad
de esos hinchas que se abrazan y saltan apasionados
Yo, balón
no comprendo la pasión
que despierto
Mi misión es rodar
deslizándome en el
verde césped,
cuando me acarician
sigo siendo redonda
cuando me maltratan
me convierto en ovalada
cuando estoy en las alturas
me siento astronauta
Pero lo que mas anhelo
es pasar esa línea
y abrazarme a la red
en ese preciso momento
soy humano
y mi piel que es de cuero
se emociona y llora
por los gritos y la felicidad
de esos hinchas que se abrazan y saltan apasionados
viernes, 11 de abril de 2008
Esperándolo a Tito (Tercera parte)
Por Eduardo Sacheri
Primera parte
Segunda parte
"Andá ubicando a los tuyos, y llamálo al árbitro para el sorteo", le dije. Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que se bajara del camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé, jugábamos con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que llamar a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba nunca ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando Adrián me avisó en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro, le dije que no se hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba decidir cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me venía justo para completar los once.
Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco. Hice señas a los muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos en el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo. Yo sabía que era una precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos desde hacía veinte años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron por el costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que siempre jugaron de centrales, les recordé que se turnaran para pegarle al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera posible. Alejo me hizo una inclinación de cabeza y me dijo un "quedáte pancho, Carlitos". En ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del segundo tiempo y en un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se quedaron mirándose como vacas, como diciéndose "saltá vos". El que saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro cincuenta y cinco, entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar. Espantoso.
Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para sacar. Con la tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota coherente en todo el partido. De diez lo tenía parado a Pablo. Si a los dieciséis el técnico aquél lo sacó por perro, a los treinta y cuatro, con pancita de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza. El Bebé, muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos antes del puntapié inicial (siempre había tenido la teoría de que olfear a los jueces le permitía luego hacerse perdonar un par de infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos envenenó la vida con un "pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué bárbaro", y se alejó campante.
Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a Josesito y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la atención de Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido, con la boca entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos, ahí delante de mí, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano, todavía a la altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese tipo lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que ya llego, aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando de la alegría, y llamándolo a Josesito, que vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venía, y los mellizos también empezando a gritar, que por fin, que qué nervios que nos hiciste comer, guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de margaritas, aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los nervios y abrazarlo de contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta donde yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome disculpas, como cuando le dije vení, pibe, jugá de nueve, capaz que la embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios acumulados toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdonáme por los nervios que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos, perdonáme, y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la garganta hecha un nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo click y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el caos, los amigos cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad, cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te da miedo.
Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se vino para el mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez metros, le toqué el balón para que lo sintiera, para que se acostumbrara, para que no entrara frío (lo último que falta ahora, pensé, es que se nos lesione en el arranque). Se agachó un poquito, flexionando la zurda más que la diestra. Cuando le llegó la bola, la levantó diez centímetros, y la vino hamacando a esa altura del piso, con caricias suaves y rítmicas. Cuando llegó al medio, al lado mío, la empaló con la zurda y la dejó dormir un segundo en el hombro derecho. Enseguida se la sacudió con un movimiento breve del hombro, como quien espanta un mosquito, y la recibió con la zurda dando un paso atrás: la bola murió por fin a diez centímetros del botín derecho.
Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro desencajado del Bebé, que miraba sin querer creer, pero creyendo. El petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada. Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles. Los tipos estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese suplicio chino. Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos que se miraban unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era un trámite, un asunto concluido.
Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar de una vez por todas ese desafío memorable, Josesito, casi en puntas de pie junto a la raya del mediocampo, le sonrió al Bebé, que todavía lo miraba a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste, 'jodemil...? ¿No que no venía? ¿no que no?", mientras sacudía la cabeza hacia donde estaba Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como diciéndole al rival moríte, moríte de envidia, infeliz.
Pitó el arbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me vino al humo, pero devolví el pase justo a tiempo. Tito la recibió, la protegió poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre el empeine derecho. El petiso se volvió hacia él como una tromba, y el Bebé trató de apretarlo del otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos. Levantó la cabeza, hizo la pausa, y después tocó suave, a ras del piso, en diagonal, a espaldas del seis de ellos, buscándolo a Gonzalito que arrancó bien habilitado.
Primera parte
Segunda parte
"Andá ubicando a los tuyos, y llamálo al árbitro para el sorteo", le dije. Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que se bajara del camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé, jugábamos con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que llamar a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba nunca ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando Adrián me avisó en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro, le dije que no se hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba decidir cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me venía justo para completar los once.
Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco. Hice señas a los muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos en el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo. Yo sabía que era una precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos desde hacía veinte años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron por el costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que siempre jugaron de centrales, les recordé que se turnaran para pegarle al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera posible. Alejo me hizo una inclinación de cabeza y me dijo un "quedáte pancho, Carlitos". En ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del segundo tiempo y en un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se quedaron mirándose como vacas, como diciéndose "saltá vos". El que saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro cincuenta y cinco, entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar. Espantoso.
Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para sacar. Con la tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota coherente en todo el partido. De diez lo tenía parado a Pablo. Si a los dieciséis el técnico aquél lo sacó por perro, a los treinta y cuatro, con pancita de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza. El Bebé, muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos antes del puntapié inicial (siempre había tenido la teoría de que olfear a los jueces le permitía luego hacerse perdonar un par de infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos envenenó la vida con un "pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué bárbaro", y se alejó campante.
Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a Josesito y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la atención de Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido, con la boca entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos, ahí delante de mí, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano, todavía a la altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese tipo lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que ya llego, aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando de la alegría, y llamándolo a Josesito, que vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venía, y los mellizos también empezando a gritar, que por fin, que qué nervios que nos hiciste comer, guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de margaritas, aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los nervios y abrazarlo de contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta donde yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome disculpas, como cuando le dije vení, pibe, jugá de nueve, capaz que la embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios acumulados toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdonáme por los nervios que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos, perdonáme, y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la garganta hecha un nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo click y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el caos, los amigos cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad, cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te da miedo.
Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se vino para el mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez metros, le toqué el balón para que lo sintiera, para que se acostumbrara, para que no entrara frío (lo último que falta ahora, pensé, es que se nos lesione en el arranque). Se agachó un poquito, flexionando la zurda más que la diestra. Cuando le llegó la bola, la levantó diez centímetros, y la vino hamacando a esa altura del piso, con caricias suaves y rítmicas. Cuando llegó al medio, al lado mío, la empaló con la zurda y la dejó dormir un segundo en el hombro derecho. Enseguida se la sacudió con un movimiento breve del hombro, como quien espanta un mosquito, y la recibió con la zurda dando un paso atrás: la bola murió por fin a diez centímetros del botín derecho.
Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro desencajado del Bebé, que miraba sin querer creer, pero creyendo. El petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada. Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles. Los tipos estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese suplicio chino. Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos que se miraban unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era un trámite, un asunto concluido.
Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar de una vez por todas ese desafío memorable, Josesito, casi en puntas de pie junto a la raya del mediocampo, le sonrió al Bebé, que todavía lo miraba a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste, 'jodemil...? ¿No que no venía? ¿no que no?", mientras sacudía la cabeza hacia donde estaba Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como diciéndole al rival moríte, moríte de envidia, infeliz.
Pitó el arbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me vino al humo, pero devolví el pase justo a tiempo. Tito la recibió, la protegió poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre el empeine derecho. El petiso se volvió hacia él como una tromba, y el Bebé trató de apretarlo del otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos. Levantó la cabeza, hizo la pausa, y después tocó suave, a ras del piso, en diagonal, a espaldas del seis de ellos, buscándolo a Gonzalito que arrancó bien habilitado.
Fin
miércoles, 9 de abril de 2008
Esperándolo a Tito (Segunda parte)
Por Eduardo Sacheri
(Primera parte)
Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el plantel enfrentó la prueba con el optimismo rotundo que yo creía extinguido para siempre. El sábado a las nueve llegaron todos juntos en el camión de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue Alberto, el arquero, que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa mañana, se demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de que se quedara con la vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron a cambiar detrás del arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando faltaban diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de vida, se vino el Bebé por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me avivé de hacerme el ofendido: le dije que el partido era a las diez y media y no a las diez, que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al Tanito, que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El Bebé negó una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por supuesto, Ricardo se nos vino al humo gritando que la hora era a las diez y que nos dejáramos de joder. Ante la complejidad que iba adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos por nuestras madres y nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la hora era diez y media, que en el café habíamos dicho diez y media, y que por teléfono habíamos confirmado diez y media, y que todavía faltaba más de media hora para las diez y media, y que se dejaran de romper con pavadas. Ante semejantes exhibiciones de convicción patrióticoreligiosa, al final se fueron de nuevo a patear al otro arco, esperando que se hiciera la hora. Después, con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente, tratando de persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación eterna.
Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a ver si lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la radio comentaron que Tito se venía para Buenos Aires por problemas familiares, después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella ya no podía hacer nada: si se suponía que estaba en terapia intensiva, no podía llamarlo para recordarle que tomara el avión del viernes.
El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se había engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había casado con una tana, buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un mango, claro. Él siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como cualquiera de los muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido nada, me dolía tanto que me hubiese fallado justo para el desafío. Esa noche decidí que, si después me llamaba para decirme que el partido de allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo le iba a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau, Tito, moríte en paz. Aunque no lo hiciera por mí, no podía cagar impunemente a todos los muchachos. No podía dejarnos así, que perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.
Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito escuálido por el que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando (porque en esa época jugábamos en la canchita del corralón, que era de seis y un arquero, yo igual le dije vení, pibe, jugá adelante, que sos chiquito y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto que se abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se animaba a ir solo, fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no se asustara. Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a nadie adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo, que vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el pobre de Pablo se tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le dijera a los cinco minutos ¡salí, perro, a qué carajo viniste!, y el Tanito y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos ahí mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido. Nosotros dos, con el Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos cambiaron y el guanaco ese nos dijo ta' bien, pibes, cualquier cosa les hago avisar por el flaquito aquel que juega de nueve, nos dijo señalándolo a Tito que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque eso quería decir que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos dio tanta alegría que hasta a Pablo se le pasó la calentura, primero porque Tito había entrado, y segundo porque, como yo andaba con las llaves de mi casa, en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la puerta del rastrojero al infeliz del técnico. Y después, cuando le hicieron el primer contrato profesional, a los 18, y lo acostaron con los premios, lo acompañé yo a ver a un abogado de Agremiados y ya no lo madrugaron más, y cuando lo vendieron afuera yo todavía no estaba recibido, pero me banqué a pie firme la pelea con los gallegos que se lo vinieron a llevar, y siempre sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito, aparte, cuando nos encargamos de su vieja cuando el viejo, don Aldo, se murió y él estaba jugando en Alemania; porque el Tanito, que seguía viviendo en el barrio, se encargó de que no le faltara nada, y que los muchachos se dieran una vuelta de vez en cuando para darle una mano con la pintura, cambiarle una bombita quemada, llamarle al atmosférico cuando se le tapara el pozo, qué sé yo, tantas cosas.
Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del barrio, de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y cuando él, medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se lo puedo pagar, nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el único que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y le decía mirá, Tito, vos sabés que sos mi hermano, pero jamás de los jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo, por más guita que te pongan no vayás, por lo que más quieras porque me muero de la rabia, entendeme, Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no vayás ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedáte tranquilo, Josesito, aunque me paguen fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a Huracán, te juro. Por eso me dolía tanto verlo justo a Josesito, defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión de reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área, con las medias bajas, pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando de reojo, como buscando respuestas.
Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebé se vinieron de nuevo al humo. Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito para que los demás no escucharan. "Es la hora, Carlos", me dijo Ricardo. Y a mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. "¿Lo juegan o nos lo dan derecho por ganado?", preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito lo miró con furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron de putearlo.
Continuará...
(Primera parte)
Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el plantel enfrentó la prueba con el optimismo rotundo que yo creía extinguido para siempre. El sábado a las nueve llegaron todos juntos en el camión de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue Alberto, el arquero, que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa mañana, se demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de que se quedara con la vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron a cambiar detrás del arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando faltaban diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de vida, se vino el Bebé por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me avivé de hacerme el ofendido: le dije que el partido era a las diez y media y no a las diez, que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al Tanito, que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El Bebé negó una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por supuesto, Ricardo se nos vino al humo gritando que la hora era a las diez y que nos dejáramos de joder. Ante la complejidad que iba adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos por nuestras madres y nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la hora era diez y media, que en el café habíamos dicho diez y media, y que por teléfono habíamos confirmado diez y media, y que todavía faltaba más de media hora para las diez y media, y que se dejaran de romper con pavadas. Ante semejantes exhibiciones de convicción patrióticoreligiosa, al final se fueron de nuevo a patear al otro arco, esperando que se hiciera la hora. Después, con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente, tratando de persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación eterna.
Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a ver si lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la radio comentaron que Tito se venía para Buenos Aires por problemas familiares, después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella ya no podía hacer nada: si se suponía que estaba en terapia intensiva, no podía llamarlo para recordarle que tomara el avión del viernes.
El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se había engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había casado con una tana, buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un mango, claro. Él siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como cualquiera de los muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido nada, me dolía tanto que me hubiese fallado justo para el desafío. Esa noche decidí que, si después me llamaba para decirme que el partido de allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo le iba a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau, Tito, moríte en paz. Aunque no lo hiciera por mí, no podía cagar impunemente a todos los muchachos. No podía dejarnos así, que perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.
Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito escuálido por el que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando (porque en esa época jugábamos en la canchita del corralón, que era de seis y un arquero, yo igual le dije vení, pibe, jugá adelante, que sos chiquito y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto que se abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se animaba a ir solo, fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no se asustara. Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a nadie adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo, que vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el pobre de Pablo se tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le dijera a los cinco minutos ¡salí, perro, a qué carajo viniste!, y el Tanito y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos ahí mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido. Nosotros dos, con el Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos cambiaron y el guanaco ese nos dijo ta' bien, pibes, cualquier cosa les hago avisar por el flaquito aquel que juega de nueve, nos dijo señalándolo a Tito que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque eso quería decir que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos dio tanta alegría que hasta a Pablo se le pasó la calentura, primero porque Tito había entrado, y segundo porque, como yo andaba con las llaves de mi casa, en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la puerta del rastrojero al infeliz del técnico. Y después, cuando le hicieron el primer contrato profesional, a los 18, y lo acostaron con los premios, lo acompañé yo a ver a un abogado de Agremiados y ya no lo madrugaron más, y cuando lo vendieron afuera yo todavía no estaba recibido, pero me banqué a pie firme la pelea con los gallegos que se lo vinieron a llevar, y siempre sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito, aparte, cuando nos encargamos de su vieja cuando el viejo, don Aldo, se murió y él estaba jugando en Alemania; porque el Tanito, que seguía viviendo en el barrio, se encargó de que no le faltara nada, y que los muchachos se dieran una vuelta de vez en cuando para darle una mano con la pintura, cambiarle una bombita quemada, llamarle al atmosférico cuando se le tapara el pozo, qué sé yo, tantas cosas.
Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del barrio, de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y cuando él, medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se lo puedo pagar, nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el único que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y le decía mirá, Tito, vos sabés que sos mi hermano, pero jamás de los jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo, por más guita que te pongan no vayás, por lo que más quieras porque me muero de la rabia, entendeme, Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no vayás ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedáte tranquilo, Josesito, aunque me paguen fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a Huracán, te juro. Por eso me dolía tanto verlo justo a Josesito, defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión de reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área, con las medias bajas, pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando de reojo, como buscando respuestas.
Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebé se vinieron de nuevo al humo. Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito para que los demás no escucharan. "Es la hora, Carlos", me dijo Ricardo. Y a mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. "¿Lo juegan o nos lo dan derecho por ganado?", preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito lo miró con furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron de putearlo.
Continuará...
lunes, 7 de abril de 2008
Esperándolo a Tito (Primera parte)
Por Eduardo Sacheri
Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra y, al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: "¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el 'maestro'? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?". Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente "¡andálaputaqueteparió!", pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.
Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el universo. "Y ahora qué hacemos, decíme", me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: "Quedáte piola, Josesito, ya debe estar llegando". No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: "Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mirá que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora...".
Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté: "Pero, muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos Aires?". El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: "Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?". En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: "En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá, Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor suspendemos el desafío". Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en el hombro y, hablándome al oído, agregó: "Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto ese iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?". Más caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: "Y decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante quilombo para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber jugado".
Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca.
Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino le salió un trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente casado con la hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a nuestras necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a perder como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se tomó también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de fierro. Ahí me di cuenta del verdadero valor de mis amigos. Desde la partida de Tito, perdimos al hilo seis años, empatamos una vez, y perdimos otros tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres para salir de la cancha año tras año con la canasta llena y estar siempre dispuestos a volver. Para colmo, para la época en que empezamos a perder, a algunos de nosotros, y también de ellos, se nos ocurrió llevar a las novias a hacer hinchada en los desafíos. Perder es terrible, pero perder con las minas mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro años, y gracias a un incidente menor entre las nuestras y las de ellos, prohibimos de común acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah, directamente prohibimos el público. A mí se me ocurrió argüir que la presión de afuera hacía más duros los encontronazos y exacerbaba las pasiones más bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus victorias inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que al árbitro lo ponían ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a puertas cerradas, y afrontamos la cuestión arbitral con un complejo sistema de elección de referís por ternas rotativas según el año, que aunque nos privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.
Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva humillación, los muchachos me pidieron que hiciera "algo". No fueron muy explícitos, pero yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando Tito me llamó para mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada. Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero, cuando le di las cifras finales de la estadística actualizada, se puso serio: 22 jugados, 10 ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión era evidente: uno más y el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite de que los muertos esos nos empataran la estadística. Me dijo que lo llamara en tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había problema, que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al corazón para que lo dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé los detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por supuesto, porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en plena temporada, para un desafío de barrio, se armaba la podrida.
A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el tole tole el mismo día del partido. Hice bien, porque estuvimos dos semanas que sí que no, hasta que al final aceptaron. No querían saber nada, pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me murmurara a gritos un "dejá, Carlos, son una manga de cagones". Ahí nomás el Bebé Grafo, calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba bien, que como el año pasado, el sábado 23 a las diez en el sindicato, que él reservaba la cancha, que nos iban a romper el traste como siempre, etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un resquicio que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La palabra estaba dada, y el Tanito y el Bebé se amenazaban mutuamente con las torturas futbolísticas más aterradoras, mientras yo sonreía con cara de monaguillo.
Continuará...
Eduardo Sacheri nació en 1967 en Castelar, Buenos Aires, Argentina
Es profesor y licenciado en Historia, y ejerce la docencia universitaria y secundaria. Comenzó a escribir cuentos a mediados de la década de los '90. Pertenece a ese extraño grupo de escritores que son best seller pero que pocos conocen. Sus primeros relatos futboleros encontraron una amplia audiencia gracias a su difusión por Alejandro Apo en su programa “Todo con afecto”
"Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol."
Ésta gran frase de su autoría es el prólogo de su libro "Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol" desde dónde extrajimos este cuento.
Esperamos que lo disfruten!
Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra y, al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: "¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el 'maestro'? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?". Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente "¡andálaputaqueteparió!", pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.
Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el universo. "Y ahora qué hacemos, decíme", me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: "Quedáte piola, Josesito, ya debe estar llegando". No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: "Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mirá que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora...".
Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté: "Pero, muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos Aires?". El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: "Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?". En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: "En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá, Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor suspendemos el desafío". Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en el hombro y, hablándome al oído, agregó: "Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto ese iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?". Más caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: "Y decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante quilombo para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber jugado".
Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca.
Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino le salió un trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente casado con la hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a nuestras necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a perder como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se tomó también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de fierro. Ahí me di cuenta del verdadero valor de mis amigos. Desde la partida de Tito, perdimos al hilo seis años, empatamos una vez, y perdimos otros tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres para salir de la cancha año tras año con la canasta llena y estar siempre dispuestos a volver. Para colmo, para la época en que empezamos a perder, a algunos de nosotros, y también de ellos, se nos ocurrió llevar a las novias a hacer hinchada en los desafíos. Perder es terrible, pero perder con las minas mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro años, y gracias a un incidente menor entre las nuestras y las de ellos, prohibimos de común acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah, directamente prohibimos el público. A mí se me ocurrió argüir que la presión de afuera hacía más duros los encontronazos y exacerbaba las pasiones más bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus victorias inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que al árbitro lo ponían ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a puertas cerradas, y afrontamos la cuestión arbitral con un complejo sistema de elección de referís por ternas rotativas según el año, que aunque nos privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.
Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva humillación, los muchachos me pidieron que hiciera "algo". No fueron muy explícitos, pero yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando Tito me llamó para mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada. Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero, cuando le di las cifras finales de la estadística actualizada, se puso serio: 22 jugados, 10 ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión era evidente: uno más y el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite de que los muertos esos nos empataran la estadística. Me dijo que lo llamara en tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había problema, que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al corazón para que lo dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé los detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por supuesto, porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en plena temporada, para un desafío de barrio, se armaba la podrida.
A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el tole tole el mismo día del partido. Hice bien, porque estuvimos dos semanas que sí que no, hasta que al final aceptaron. No querían saber nada, pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me murmurara a gritos un "dejá, Carlos, son una manga de cagones". Ahí nomás el Bebé Grafo, calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba bien, que como el año pasado, el sábado 23 a las diez en el sindicato, que él reservaba la cancha, que nos iban a romper el traste como siempre, etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un resquicio que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La palabra estaba dada, y el Tanito y el Bebé se amenazaban mutuamente con las torturas futbolísticas más aterradoras, mientras yo sonreía con cara de monaguillo.
Continuará...
Eduardo Sacheri nació en 1967 en Castelar, Buenos Aires, Argentina
Es profesor y licenciado en Historia, y ejerce la docencia universitaria y secundaria. Comenzó a escribir cuentos a mediados de la década de los '90. Pertenece a ese extraño grupo de escritores que son best seller pero que pocos conocen. Sus primeros relatos futboleros encontraron una amplia audiencia gracias a su difusión por Alejandro Apo en su programa “Todo con afecto”
"Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol."
Ésta gran frase de su autoría es el prólogo de su libro "Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol" desde dónde extrajimos este cuento.
Esperamos que lo disfruten!
viernes, 4 de abril de 2008
Tiempo de descuento
Por Diego M
Ya pasaron treinta y pico de años pero, ¡como olvidarse de esa charla, Pepe! Nunca salí a la cancha tan motivado como ese día, me hiciste creer que era el mejor, que les podíamos pintar la cara en la final a Los Matadores de Torcuato. Y eso que eran bravos esos tipos... ¡mamita querida! Me acuerdo que en los cuartos de final habían jugado contra unos pibes de Talar, pobrecitos. Sacaron a uno en camilla con el tobillo torcido, y el 2 salió con un ojo morado de un codazo.
Cuando supe que nos tocaban en la final dije "chau, somos boleta". Pero no contaba con tu labia, Pepe. Me dijiste "encaralo al 6 de ellos, es un tronco, no te puede agarrar ni con una Ferrari" Y yo salí como loco del vestuario, la cabeza me andaba a mil, les quería pintar la cara. ¡Y ese día jugamos como nunca! ¡que manera de tocar la pelota! En el primer tiempo lo pasé por todos lados al 6, le amagaba por afuera y me iba por adentro, le amagaba por adentro y le tiraba un caño, y así lo tuve... hasta que me dió de atrás. Era seguro que no se la iba a bancar todo el partido, y el referí no cobró ni foul, dejame de joder.
Sí, ya sé que perdimos 5 a 2 Pepe, pero no me voy a olvidar nunca de la charla. Por 45 minutos me hiciste sentir el mejor wing del fútbol argentino, ¿sabés cuanto vale eso? Y se lo hubiéramos ganado si el burro del 6 no me saca de la cancha. Se lo ganábamos, Pepe.
Por eso estoy acá, para agradecerte lo que hiciste ese día. Para darte fuerza, para que salgas de esa cama que te tiene atado. Dale Pepe, vos sos el mejor, nadie te puede sacar de éste partido.
Ya pasaron treinta y pico de años pero, ¡como olvidarse de esa charla, Pepe! Nunca salí a la cancha tan motivado como ese día, me hiciste creer que era el mejor, que les podíamos pintar la cara en la final a Los Matadores de Torcuato. Y eso que eran bravos esos tipos... ¡mamita querida! Me acuerdo que en los cuartos de final habían jugado contra unos pibes de Talar, pobrecitos. Sacaron a uno en camilla con el tobillo torcido, y el 2 salió con un ojo morado de un codazo.
Cuando supe que nos tocaban en la final dije "chau, somos boleta". Pero no contaba con tu labia, Pepe. Me dijiste "encaralo al 6 de ellos, es un tronco, no te puede agarrar ni con una Ferrari" Y yo salí como loco del vestuario, la cabeza me andaba a mil, les quería pintar la cara. ¡Y ese día jugamos como nunca! ¡que manera de tocar la pelota! En el primer tiempo lo pasé por todos lados al 6, le amagaba por afuera y me iba por adentro, le amagaba por adentro y le tiraba un caño, y así lo tuve... hasta que me dió de atrás. Era seguro que no se la iba a bancar todo el partido, y el referí no cobró ni foul, dejame de joder.
Sí, ya sé que perdimos 5 a 2 Pepe, pero no me voy a olvidar nunca de la charla. Por 45 minutos me hiciste sentir el mejor wing del fútbol argentino, ¿sabés cuanto vale eso? Y se lo hubiéramos ganado si el burro del 6 no me saca de la cancha. Se lo ganábamos, Pepe.
Por eso estoy acá, para agradecerte lo que hiciste ese día. Para darte fuerza, para que salgas de esa cama que te tiene atado. Dale Pepe, vos sos el mejor, nadie te puede sacar de éste partido.
LEGADO
Por Sandra D´Ovidio
Siempre he sido una mujer apasionada. Pero nunca es tarde para experimentar emociones nuevas, diferentes. Y entonces , cuando tenía treinta y pico, descubrí una hasta entonces desconocida: el fútbol.
No lograba entender como este deporte de hombres, que de pequeña me ofuscaba tanto porque ocupaba horas de televisión que no podía disfrutar ni compartir con mi padre y hermano, ahora, de adulta, me fascinaba tanto.
Y es que no se trataba del deporte en sí, sino del espectáculo que significaba “ir a la cancha”. Si, como un hombre más, disfrazada de varón, con mameluco de jean y zapatillas, camiseta del equipo talle grande, un gorro en la cabeza y cinco pesos en el bolsillo para un café en la tribuna. Así me mimetizaba entre los hinchas y me acomodaba en una butaca de la platea de La Bombonera a disfrutar un partido tras otro, con sol o con lluvia, durante dos campeonatos completos.
Eso fue lo que me duró el berretín más extraño de mi vida. Un capricho tal vez, casi tan intenso como una pasión verdadera.
Y es que Boca es para mi una herencia, algo que mi padre me dejó sin preguntarme si realmente lo quería, o si era necesario en mi vida.
Siempre he sido de Boca, desde que tengo memoria, aun sin que realmente me importara, hasta esa primera vez que pisé la cancha y mi vida cambió para siempre.
Entonces pude sentir la emoción que sentía mi papá cuando gritaba un gol o cuando el equipo salía campeón. Y también comprendí que es algo valioso, que merece ser transmitido a los hijos, legarlo como un tesoro familiar.
No pude compartirlo con mi papá porque la vida no nos dio la oportunidad. Pero anhelo hacerlo con mi hijo, mostrarle desde pequeño que noventa minutos de fervor no son poca cosa.
La cancha me dio pequeñas lecciones de igualdad, de prudencia, de perfil bajo y de fanatismo sin razón.
Hace mucho que no voy a un partido, lo estoy reservando para el futuro, cuando mi chiquito tenga edad para disfrutarlo, para ser yo, su madre, quien lo inicie en este rito machista.
No lograba entender como este deporte de hombres, que de pequeña me ofuscaba tanto porque ocupaba horas de televisión que no podía disfrutar ni compartir con mi padre y hermano, ahora, de adulta, me fascinaba tanto.
Y es que no se trataba del deporte en sí, sino del espectáculo que significaba “ir a la cancha”. Si, como un hombre más, disfrazada de varón, con mameluco de jean y zapatillas, camiseta del equipo talle grande, un gorro en la cabeza y cinco pesos en el bolsillo para un café en la tribuna. Así me mimetizaba entre los hinchas y me acomodaba en una butaca de la platea de La Bombonera a disfrutar un partido tras otro, con sol o con lluvia, durante dos campeonatos completos.
Eso fue lo que me duró el berretín más extraño de mi vida. Un capricho tal vez, casi tan intenso como una pasión verdadera.
Y es que Boca es para mi una herencia, algo que mi padre me dejó sin preguntarme si realmente lo quería, o si era necesario en mi vida.
Siempre he sido de Boca, desde que tengo memoria, aun sin que realmente me importara, hasta esa primera vez que pisé la cancha y mi vida cambió para siempre.
Entonces pude sentir la emoción que sentía mi papá cuando gritaba un gol o cuando el equipo salía campeón. Y también comprendí que es algo valioso, que merece ser transmitido a los hijos, legarlo como un tesoro familiar.
No pude compartirlo con mi papá porque la vida no nos dio la oportunidad. Pero anhelo hacerlo con mi hijo, mostrarle desde pequeño que noventa minutos de fervor no son poca cosa.
La cancha me dio pequeñas lecciones de igualdad, de prudencia, de perfil bajo y de fanatismo sin razón.
Hace mucho que no voy a un partido, lo estoy reservando para el futuro, cuando mi chiquito tenga edad para disfrutarlo, para ser yo, su madre, quien lo inicie en este rito machista.
jueves, 3 de abril de 2008
Lo que se (o no)
Por Anita Rodríguez
A donde vaya no llevo una pelota. No sé armar el fútbol, tampoco de picaditos, cabezazos, pases cortos y largos y números de camisetas. No asocio fechas con goles extraordinarios, no tengo la memoria precisa encestada en cada parte del arco. No sé buscar el foul, no le enrostro un grito al árbitro, no puedo pronunciar literalmente que salgo a la cancha. Me tengo que conformar con pura técnica, la que apruebo aunque no pueda parar la pelota con el pecho. Me apego a los colores de mi cuadro, que no encuadro en mi habitación, en mi ropa ni en mi cuerpo. Me apego a un solo partido, porque no puedo recordarlos todos. No me paro en botines, no sé de vendas gastadas por tanto uso. No alardeo ni hago eco de un gol, no me levanto enseguida ni me refriego en el piso ante una caída forzada. Aunque tenga programas para ver, no tengo citas de fútbol. En fin, no me armo el equipo, no soy delantera, media cancha, defensa ni arquera de este deporte. No me caliento dentro de la cancha, sólo puedo alguna que otra vez, ser parte del reborde y, entre cantos y aprietes populares, a mi manera, transpirar la camiseta…
A donde vaya no llevo una pelota. No sé armar el fútbol, tampoco de picaditos, cabezazos, pases cortos y largos y números de camisetas. No asocio fechas con goles extraordinarios, no tengo la memoria precisa encestada en cada parte del arco. No sé buscar el foul, no le enrostro un grito al árbitro, no puedo pronunciar literalmente que salgo a la cancha. Me tengo que conformar con pura técnica, la que apruebo aunque no pueda parar la pelota con el pecho. Me apego a los colores de mi cuadro, que no encuadro en mi habitación, en mi ropa ni en mi cuerpo. Me apego a un solo partido, porque no puedo recordarlos todos. No me paro en botines, no sé de vendas gastadas por tanto uso. No alardeo ni hago eco de un gol, no me levanto enseguida ni me refriego en el piso ante una caída forzada. Aunque tenga programas para ver, no tengo citas de fútbol. En fin, no me armo el equipo, no soy delantera, media cancha, defensa ni arquera de este deporte. No me caliento dentro de la cancha, sólo puedo alguna que otra vez, ser parte del reborde y, entre cantos y aprietes populares, a mi manera, transpirar la camiseta…
miércoles, 2 de abril de 2008
Sueños de futbolista
Por Nico Barabasqui
Cuando uno es chico se cree Gardel, Lepera y los tres guitarristas juntos. No es cuestión de agrande, solo de ganas, en fin, a mi se me daba por el fútbol. Veía pelotas por todos lados, horas y horas pateando contra el paredón de la casa de mi abuela; “…encara Benavides punta derecha, llega al fondo, levanta el centro: arremete Montero de cabeza, gol, gooooool de San Lorenzo de Almagro, golaaazoo: un cabezazo impresionante para dejar mudo al estadio, un atrevido el pibe para ganar en lo alto y decir presente…”, sí, Jacinto Montero, “el Chueco” para quien tenga confianza, cuervo de alma y devoto de los santos de Boedo, ese era yo; imaginando el frentazo a la red todos los santos días.
Soñaba ser un 9 como los de antes, de esos que encaran con la cabeza gacha y el lomo erguido, que se bancan las patadas y no gruñen por un simple topetazo, si, un centrodelantero guapo, potente, con el arco entre ceja y ceja y un cañón en la pierna derecha que me hacía trepar al alambrado con la boca llena de gol, mirando de cara a la gente que coreaba mi nombre. Cuando la abuela me servía la compota de la tardecita... qué fea era!..., pobre, era buena la nona: me decía que eso me iba a hacer más fuerte (porque yo era petiso, vió, petiso pero fortachón, de esos bajitos robustos que parecen inflados, si hasta las remeras me quedaban largas pero angostas de espalda) y que nadie me iba a poder derribar, y yo le entraba contento!, le creía el cuento por si las dudas. “La Tata”, así la llamé siempre, desde que empecé a patear en la pared por aquel entonces blanca, cuando le gritaba a lo lejos: “Tata, mira donde la puse, la clave en el ángulo” (entre el balconcito de Don Tito y la maceta), y ella venía sonriente y me frotaba la cabeza: “Ay Chueco, hasta que no se te pinche esa pelota no vas a parar, mira como la dejaste, ya ni gajos tiene, ahora te vas a comer toda la compota, pero antes te lavas la cara que parecés salido de limpiar chimeneas”, y yo la seguía, hasta cuando me ardía el alcohol en la rodilla raspada. Igual, no siempre me malcriaba eh! No, no era de esas que a todo le dicen que sí, de esas que ven las travesuras como juegos de chicos y a los chicos como criaturitas de Dios. A mi cada tanto me pegaba un buen chirlo; me acuerdo de aquella vez cuando se vino el sodero con el caballo rengo ese, el pobre entró a la casa porque a la abuela le temblaban los brazos al hacer fuerza, y yo, con el sinvergüenza del Ruso, le dimos de a chancletazos al animal que salió disparado con carreta y todo, es el día de hoy que no uso cinturón porque le tome rechazo, como dolió el cuero aquella vez, pero mejor cuero que hebilla y hasta en eso era buena la nona, mamita la cara del sodero que por suerte alcanzó al caballo solo por rengo.
Es así, la Tata era conciente de que la que me tenía que aguantar después era mi santa madre, laburando todo el día para seguir trabajando en casa y limpiar las manchas de barro del piso mientras papá esperaba el sanguche en la fábrica. Ahí iba yo, todos los días a las siete, con un termo de Fanta y los panes de salame y queso, diez cuadras ida, diez cuadras vuelta pateando la bola engrasada, porque yo la cuidaba; todas las noches le pasaba la grasa que papá sacaba de las máquinas, me la traía en un balde de lata y yo, con la mano, frotaba y frotaba para ablandar el cuero mientras los zapatos se secaban con papel de diario, esa se la copié a Pinino de un reportaje que vi por tele en el almacén de Juanita.
Por eso todo el día con la nona, que me educó siempre para ser buenito en casa y poner la mesa que era sagrada, sin pan no se comía, claro y, si, eso si, la familia sobre todo, la sangre tana vió, como los Corleone de El Padrino.
Todos los días a las dos, los pibes del barrio pasaban por la casa de la abuela para ir al potrero, yo agarraba los botines todavía húmedos y salía corriendo a esperarlos en la puerta, la pelota no la llevaba, no por egoísta pero nadie la cuidaba como yo, era mi mejor amiga, a ver si todavía iba a dejar de compartir con ella los goles al paredón, además, no tenía un cobre para comprar otra y la mía era mía, tantos años juntos…, la cantidad de pelotas que colgamos en el baldío de al lado, siempre iba yo a buscarla entre el alambre de púa, era el más chico y me mandaban los grandes y, después, cerrar los ojos y morderme los labios para no gritar con el alcohol, para no morfarme las cargadas de la Tata. Que lindo bajarla de pecho y dejarla cerquita de la diestra igual que Sanfilippo! Sanfilippo.. . ese quería ser, goleador de raza, aunque de tanto darle y darle al muro, tenía más paredes tiradas que el Bocha y Bertoni. Más de una vez vino la nona a sacarme del partido de los pelos, me frenaba el carro por orden de mi vieja que rezongaba para que agarre un libro, si total veía pelotas por todos lados; ¿No entendés, mamá? Futbolista voy a ser, no abogado... y la vieja saltaba con los tapones de punta, como el Mariscal. Andá a estudiar! Son las cosas que te meten en la cabeza los pibes del barrio de tu abuela, ella y el fanático de tu padre que te hace el caldo gordo con el balde ese que un día de estos va a salir volando de casa, dale que te dale con la pelotita... ahora el nene quiere ser futbolista! Habrase visto, que lo tiró!
Y la nona, a veces no la entendía del todo... ¿Sabés cuántos chicos como vos quieren ser futbolistas? No tenés noción de eso... es imposible... muy difícil, hay que ser muy bueno!... Pero yo soy bue... No, hijito, vos sos bueno para otras cosas. Aparte los futbolistas vienen de otro tipo de familia, vos tenés que es-tu-diar. Todo el mundo quiere ser futbolista, y al final entran 10 jugadores a la cancha nomás. No, abuela! entran 11 por equipo, 22 en total! Te das cuenta! Sos demasiado listo como para ser futbolista, sabés sumar y restar tan rápido como lo hacía tu abuelo. Ser futbolista.. . creo que es más fácil que vuelvan a volar los pingüinos! Es imposible... Futbolista.. . es hora de que sepas que la vida no es color de rosa, que hay sueños que no se pueden cumplir, por eso son sueños, y es hermoso que así lo sean. Son las ilusiones que nos mantienen vivos…Yo de chiquita tenía muchos sueños como el tuyo, quería volar a la luna, quería ser escritora, quería conocer Europa y, hasta quería que cayera nieve en Buenos Aires.
Cuando uno es chico se cree Gardel, Lepera y los tres guitarristas juntos. No es cuestión de agrande, solo de ganas, en fin, a mi se me daba por el fútbol. Veía pelotas por todos lados, horas y horas pateando contra el paredón de la casa de mi abuela; “…encara Benavides punta derecha, llega al fondo, levanta el centro: arremete Montero de cabeza, gol, gooooool de San Lorenzo de Almagro, golaaazoo: un cabezazo impresionante para dejar mudo al estadio, un atrevido el pibe para ganar en lo alto y decir presente…”, sí, Jacinto Montero, “el Chueco” para quien tenga confianza, cuervo de alma y devoto de los santos de Boedo, ese era yo; imaginando el frentazo a la red todos los santos días.
Soñaba ser un 9 como los de antes, de esos que encaran con la cabeza gacha y el lomo erguido, que se bancan las patadas y no gruñen por un simple topetazo, si, un centrodelantero guapo, potente, con el arco entre ceja y ceja y un cañón en la pierna derecha que me hacía trepar al alambrado con la boca llena de gol, mirando de cara a la gente que coreaba mi nombre. Cuando la abuela me servía la compota de la tardecita... qué fea era!..., pobre, era buena la nona: me decía que eso me iba a hacer más fuerte (porque yo era petiso, vió, petiso pero fortachón, de esos bajitos robustos que parecen inflados, si hasta las remeras me quedaban largas pero angostas de espalda) y que nadie me iba a poder derribar, y yo le entraba contento!, le creía el cuento por si las dudas. “La Tata”, así la llamé siempre, desde que empecé a patear en la pared por aquel entonces blanca, cuando le gritaba a lo lejos: “Tata, mira donde la puse, la clave en el ángulo” (entre el balconcito de Don Tito y la maceta), y ella venía sonriente y me frotaba la cabeza: “Ay Chueco, hasta que no se te pinche esa pelota no vas a parar, mira como la dejaste, ya ni gajos tiene, ahora te vas a comer toda la compota, pero antes te lavas la cara que parecés salido de limpiar chimeneas”, y yo la seguía, hasta cuando me ardía el alcohol en la rodilla raspada. Igual, no siempre me malcriaba eh! No, no era de esas que a todo le dicen que sí, de esas que ven las travesuras como juegos de chicos y a los chicos como criaturitas de Dios. A mi cada tanto me pegaba un buen chirlo; me acuerdo de aquella vez cuando se vino el sodero con el caballo rengo ese, el pobre entró a la casa porque a la abuela le temblaban los brazos al hacer fuerza, y yo, con el sinvergüenza del Ruso, le dimos de a chancletazos al animal que salió disparado con carreta y todo, es el día de hoy que no uso cinturón porque le tome rechazo, como dolió el cuero aquella vez, pero mejor cuero que hebilla y hasta en eso era buena la nona, mamita la cara del sodero que por suerte alcanzó al caballo solo por rengo.
Es así, la Tata era conciente de que la que me tenía que aguantar después era mi santa madre, laburando todo el día para seguir trabajando en casa y limpiar las manchas de barro del piso mientras papá esperaba el sanguche en la fábrica. Ahí iba yo, todos los días a las siete, con un termo de Fanta y los panes de salame y queso, diez cuadras ida, diez cuadras vuelta pateando la bola engrasada, porque yo la cuidaba; todas las noches le pasaba la grasa que papá sacaba de las máquinas, me la traía en un balde de lata y yo, con la mano, frotaba y frotaba para ablandar el cuero mientras los zapatos se secaban con papel de diario, esa se la copié a Pinino de un reportaje que vi por tele en el almacén de Juanita.
Por eso todo el día con la nona, que me educó siempre para ser buenito en casa y poner la mesa que era sagrada, sin pan no se comía, claro y, si, eso si, la familia sobre todo, la sangre tana vió, como los Corleone de El Padrino.
Todos los días a las dos, los pibes del barrio pasaban por la casa de la abuela para ir al potrero, yo agarraba los botines todavía húmedos y salía corriendo a esperarlos en la puerta, la pelota no la llevaba, no por egoísta pero nadie la cuidaba como yo, era mi mejor amiga, a ver si todavía iba a dejar de compartir con ella los goles al paredón, además, no tenía un cobre para comprar otra y la mía era mía, tantos años juntos…, la cantidad de pelotas que colgamos en el baldío de al lado, siempre iba yo a buscarla entre el alambre de púa, era el más chico y me mandaban los grandes y, después, cerrar los ojos y morderme los labios para no gritar con el alcohol, para no morfarme las cargadas de la Tata. Que lindo bajarla de pecho y dejarla cerquita de la diestra igual que Sanfilippo! Sanfilippo.. . ese quería ser, goleador de raza, aunque de tanto darle y darle al muro, tenía más paredes tiradas que el Bocha y Bertoni. Más de una vez vino la nona a sacarme del partido de los pelos, me frenaba el carro por orden de mi vieja que rezongaba para que agarre un libro, si total veía pelotas por todos lados; ¿No entendés, mamá? Futbolista voy a ser, no abogado... y la vieja saltaba con los tapones de punta, como el Mariscal. Andá a estudiar! Son las cosas que te meten en la cabeza los pibes del barrio de tu abuela, ella y el fanático de tu padre que te hace el caldo gordo con el balde ese que un día de estos va a salir volando de casa, dale que te dale con la pelotita... ahora el nene quiere ser futbolista! Habrase visto, que lo tiró!
Y la nona, a veces no la entendía del todo... ¿Sabés cuántos chicos como vos quieren ser futbolistas? No tenés noción de eso... es imposible... muy difícil, hay que ser muy bueno!... Pero yo soy bue... No, hijito, vos sos bueno para otras cosas. Aparte los futbolistas vienen de otro tipo de familia, vos tenés que es-tu-diar. Todo el mundo quiere ser futbolista, y al final entran 10 jugadores a la cancha nomás. No, abuela! entran 11 por equipo, 22 en total! Te das cuenta! Sos demasiado listo como para ser futbolista, sabés sumar y restar tan rápido como lo hacía tu abuelo. Ser futbolista.. . creo que es más fácil que vuelvan a volar los pingüinos! Es imposible... Futbolista.. . es hora de que sepas que la vida no es color de rosa, que hay sueños que no se pueden cumplir, por eso son sueños, y es hermoso que así lo sean. Son las ilusiones que nos mantienen vivos…Yo de chiquita tenía muchos sueños como el tuyo, quería volar a la luna, quería ser escritora, quería conocer Europa y, hasta quería que cayera nieve en Buenos Aires.
martes, 1 de abril de 2008
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