lunes, 28 de abril de 2008

Wilmar Everton Cardaña, número 5 de Peñarol

Por Roberto Fontanarrosa

Porque yo lo conocí a Cardaña. Y porque lo conocí a Cardaña puedo afirmar que mucho se equivocan aquellos que juzgaron o juzgan al áspero centrehalf peñarolense a través de la imagen recogida en los campos de juego.
Yo se que es difícil imaginar, suponer, adivinar, una personalidad tierna y sensible escondida tras la carnadura hosca y prepotente del capitán de los aurinegros. Yo entiendo que no es sencillo intuir el gesto amable o la frase cordial en un hombre que hizo del encontronazo cruel, la pierna arriba o el gesto acerbo, una marca personal e indeleble a lo largo de su prolongada campaña. A lo sumo, admito, era factible entrever en él la grandeza, el coraje y una hombría de bien reconocida incluso por aquellos que fueron sus víctimas, encarnizados rivales o detractores.
Pero yo lo conocí a Cardaña y creo que fui uno de los pocos privilegiados que pudo compartir su círculo áulico, cimentado en el respeto mutuo y los afectos sobreentendidos. Y fue ese respeto, ese sobreentendido, el que me permitió ser testigo de un hecho, de una anécdota, que echa por tierra el equivocado concepto de considerar a Wilmar Everton Cardaña como un mero cacique huraño, un ríspido patrón de la media cancha, temido y evitado por los rivales. ¡Cuantas veces el insulto hiriente, el epíteto injusto, el cántico soez, cayó desde la gradería rival sobre la humanidad generosa de mi amigo! Sin duda alguna, muchos de aquellos que ayer desgranaron los más pesados e injuriosos improperios contra Wilmar Everton Cardaña se sentirán incómodos o arrepentidos al finalizar de leer esta nota que revela la otra cara del ídolo deportivo. ¡Cuanta nobleza habitaba el pecho inconmensurable de Wilmar! ¡Cuanto valor cívico podía esconderse bajo el glorioso numero cinco prendido a la mirasol peñarolense, ya fuera sobre el césped del Estadio Centenario, en cualquier campo de la vecina Buenos Aires, o en la grama misma de tantos y tantos estadios brasileños donde los frágiles y siempre pusilánimes morenos le temían como a una figura mitológica !
No por nada, mi amigo y colega Pablo Aladino Puseya, inolvidable periodista, desaparecido ya, que supo firmar sus columnas en "El Tero Alerta" de Rocha con el ingenioso seudónimo de "Banderín de Corner", bautizó a Cardaña como "El Hombre". Así, a secas, con mayúsculas, porque supo advertir en Cardaña al luchador indoblegable, al deportista cabal de vergüenza invicta, mas allá de la circunstancial controversia sobre un puntapié a destiempo o una fractura expuesta. Tiempo después, algún pícaro modificó el apelativo para extenderlo a "El Hombre de Roble", lo que, en si, parecía configurar un elogio a la increíble solidez de sus piernas ligeramente chuecas, pero que en verdad escamoteaba la verdadera intención del apodo, que aproximaba a Cardaña la infame condición de "tronco". Lo avieso de la maniobra lo certifica el hecho de que esta deformación de su apodo fue adoptada velozmente por los seguidores de Nacional. Y no quedo allí la cosa, porque después de aquel desgraciado incidente con Fanego (el veloz punterito de Huracán Buceo que se destrozara una clavícula contra el alambrado olímpico en un cruce fortuito con Cardaña) parte de un periodismo no propiamente imparcial, pasó a llamarlo "El Hombre de Neanderthal". Quisiera que esta anécdota, que puedo contar dado el particular contacto que tuve con el caudillo indiscutible de Peñarol, eche algo de luz sobre la "leyenda negra" que sobre él se derramara desaprensivamente. A mucho tiempo de los hechos, pienso que el mismo Cardaña, refugiado hoy en la paz y el reposo de su hogar en Treinta y Tres, me perdonara que refiera lo ocurrido en circunstancias de aquella histórica final del 54, tema que él, por pudor y humildad, jamás quiso develar. Puede que el relato aporte también nuevas referencias a los amigos tangueros, ya que lo sucedido en torno a esa final inolvidable fue inmortalizado en un tango que, precisamente, lleva por nombre "La número cinco". La anécdota revelará que el titulo de la pieza se refiere a la casquivana pelota de fútbol, y no al número que lucia la camiseta de Wilmar Everton Cardaña sobre sus dorsales, ni al que identificaba (este fue un rumor poco serio y malintencionado) a una damisela aspirante al trono de "Miss Paysandú" y por quien, dicen, suspiraba el inspirado compositor de tangos.
Aquella mañana del 3 de noviembre de 1954 llegué al hotel Olinto Gallo, donde se alojaba habitualmente el plantel de Peñarol, palpitando encontrarme con un clima de nervios y tensión, acorde con la magnitud del gran encontronazo final con el clásico enemigo de todos los tiempos: Nacional. Había una efervescencia formidable en Montevideo y los tamborines de la murga "Los que pelan la chaucha" no habían dejado de atronar el barrio de La Tumba en toda la noche. Sin embargo, me hallé con un grupo de muchachos -jugadores, técnicos y dirigentes- departiendo mansamente luego del desayuno, al parecer olvidados de la proximidad de la justa. Pero esa primera impresión fue efímera. Algún gesto falso, ciertas torpezas en los movimientos, un par de respuestas destempladas o el rechinar penetrante de algunas dentaduras, denotaban el crispamiento interior, el desgarro insoportable de la espera.
Pregunté por Cardaña y me contestaron que el recio capitán se había retirado a su habitación luego de merendar. Subí a su pieza, con la familiaridad que me confería su actitud amistosa hacia mí, y me invitó a pasar con un gruñido. Wilmar Everton Cardaña era hombre de pocas palabras, muy pocas, como todo hombre criado en el campo, entre vacas y animales poco propensos al diálogo. Creo que hasta ese día -y ya llevábamos mas de dos años de amistad-, solo le había contabilizado nueve palabras, monosilábicas en su mayoría. Y vale la pena consignar que más de la mitad de ellas las había gastado en una sola frase, previa a otro partido importante, cuando levantándose imprevistamente de una tertulia, anuncio: "Permiso, voy a ir al baño". Era así, directo, franco, hombre de llamar al pan, pan, y al vino, vino, y no podían esperarse de él frases grandilocuentes o inflamados discursos. De más esta decir que era la tortura de los periodistas radiales quienes, más de una vez, debieron quitarle los auriculares sin haber obtenido de él ni un dato, ni un nombre, ni una fecha. Encontré a un Cardaña taciturno y cariacontecido, cosa que atribuí a la responsabilidad del partido de la tarde. En aquella época no habían proliferado las líneas de ropa deportivas; por lo tanto, en las concentraciones, los players usaban sus propios atuendos a veces de gustos caprichosos o discutibles. Cardaña llevaba puesto un saco marrón, colocado al revés, o sea, con la pechera sobre la espalda, lo que lo hacia parecer sujeto por un chaleco de fuerza. -Es por el pecho- me dijo, señalándose el cuello. Yo sabía que sufría de severas anginas de pecho. El cigarrillo -aquellos cigarritos negros "Barbudas", de la época, que solía lucir detrás de la oreja durante los partidos- le había instalado una tos seca en el pulmón derecho y una tos convulsa en el izquierdo. Parecía mentira que un hombre que fumaba como él, casi siete etiquetas por día, pudiese tener ese despliegue incesante y depredador en el campo de juego. ¡Cuantos jugadores de hoy en día, con los tan mentados y publicitados sistemas de entrenamiento, dietas especiales y cuidados dignos de una odalisca quisieran poseer aquella inagotable capacidad física que acreditaba Cardaña, aun considerando sus excesos y descuidos! ¡Cuantos de los señoritos de hoy en día, atentos siempre a sus peinados y manicuras, se hubieran atrevido a mostrarse a la prensa en saco de calle vuelto del revés, camiseta musculosa debajo y pantalón pijama, sin temor a ser el hazmerreír o al escarnio!


Continuará...


Roberto “El Negro” Fontanarrosa nació en la ciudad de Rosario (Argentina) en 1944. Su carrera comenzó como dibujante humorístico, destacándose rápidamente por su calidad y por la rapidez y seguridad con que ejecutaba sus dibujos. Estas cualidades hicieron que su producción gráfica fuera copiosa. Entre sus personajes más conocidos están el matón Boogie El Aceitoso y el gaucho Inodoro Pereyra (con su perro Mendieta).
Se le conocía su gusto por el fútbol, deporte al cual le dedicó varias de sus obras. El cuento “19 de diciembre de 1971” es un clásico de la literatura futbolística argentina. Como buen «futbolero» siempre mostró su simpatía por el equipo al que seguía desde pequeño, Rosario Central.
Fue expositor en el III Congreso de la Lengua Española que se desarrolló en Rosario (Argentina), el 20 de noviembre de 2004. En el mismo dió la charla titulada «Sobre las malas palabras».
En 2003 se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica, por lo que desde 2006 utilizó frecuentemente una silla de ruedas. El 18 de enero de 2007 anunció que dejaría de dibujar sus historietas, debido a que había perdido el completo control de su mano derecha a causa de la enfermedad. Sin embargo aclaró que continuaría escribiendo guiones para sus personajes.
Falleció el 19 de julio de 2007, a la edad de 62 años, víctima de un paro cardiorrespiratorio una hora después de ingresar en un hospital con un cuadro de insuficiencia respiratoria aguda.

Desde acá le mandamos un gran abrazo, ojalá que disfrute de éste humilde homenaje.

No hay comentarios: