Por
José López Romero
Yo no las sé a todas, pero tengo unas cuántas “flaquezas” guardadas por este tema de la vida, que no sirve para nada si no se tienen recuerdos. Y el “fulbo” es especial, encierra pequeños momentos de felicidad, es como un álbum de figuritas incompleto que espera la consabida pregunta de la barra; “¿lo llenaste?”, porque las repetidas abundaron, como esquivas y mezquinas fueron las difíciles.
No me parece una metáfora feliz pero para mí, vale.
El alma nunca se llena, siempre espera más, y si se puede hay que darle lo que necesita. Uno no es de metal y si hay para contar es porque hubo vida suficiente detrás, porque no dejaste el corazón colgado en un perchero.
Hacía tiempo que no iba a la cancha no sé por qué. Mi club estaba cerca de casa, sigue estando allí, a unas cuatro cuadras en un predio humanamente arbolado. Ese domingo había mucho público, pero los ánimos se percibían “caldeados”, con tono de no va más. El cuadrito andaba a los tumbos en la tabla y esa tarde también perdía. Llevaba dos goles en contra y no terminaba aún el primer tiempo. Cuando el referí tocó el final de la mitad inicial una especie de velorio se adueñó del entretiempo.
Afuera del vestuario, las críticas comentaban un fastidio más pesado que la lluvia que agregaba más tristeza al entorno. Por la puerta entreabierta miré las caras largas de los muchachos que no comprendían este momento que embargaba los intereses de la casaca querida. Medio en el aire, la prédica del técnico flotaba sin concentrar la atención de sus dirigidos.
“Grillo” era un electricista amigo que componía el cablerío de los autos, lo tenía como vecino dos calles por medio. Un tipo que con la mejor buena voluntad intentaba reanimar la remota resurrección de su plantel. Y sucede, no sé si lo viste alguna vez, cuando los resultados sonríen hay mucha gente cerca que quiere “gratificar” con su presencia en los triunfos cantados, esa facilidad de los momentos del halago. Este vestuario, era un caso totalmente contrario al que describo. El vestuario de “Grillo” carecía de esas adhesiones petulantes. Sin pedir permiso entré y viendo los botines con una plasta de barro en las suelas, con un palito me puse a limpiar el calzado de los jugadores. Se extrañaron por mi actitud pero nadie dijo que no lo siguiera haciendo. Tampoco me agradecieron el gesto y yo tampoco lo esperaba, pero noté la satisfacción de esta acción en las miradas de los muchachos. Alguien en la adversidad les daba una palmada y apoyo moral, si es que les faltaba. El complemento no les fue mejor y perdieron 5 a 0 a manos de un rival que hubieran podido vencer en otras circunstancias. Me hubiera gustado estar junto a ellos desde el banco de suplentes, atendiendo sus necesidades, dando gritos junto al técnico con tal de dar vuelta esos números aciagos. Pero el alambrado era mi puesto.
Cuando el árbitro acabó con aquél calvario pensé en la ingratitud de la tribuna, algo que solo se cura con goles, lo que escaseaba en la línea de ataque de “Grillo”. Desde entonces fui más seguido al club a ver las prácticas para terminar después colaborando con mi amigo. Mirando a Mario Sosa, un ex arquero que oficiaba de masajista, aprendí el rudimento del tema que me permitió a su tiempo ayudarle con parte de los once “ágiles” titulares. Leyendo mejoré mi trabajo y con más atrevimiento que experiencia pude solucionar problemas menores de los muchos “palos” que reciben los tobillos y pantorrillas de los jugadores. Lo complicado pasaba por otro lado. Aquél campeonato terminó sin pena ni gloria y quedamos alejados de la punta por el magro rendimiento de la escuadra. Yo seguí en el puesto que me dejó Mario y pasé a ser no solo masajista, sino también utilero y ayudante de campo. Algo impagable para mí, que en definitiva soy un jugador frustrado por “patadura”, cualquiera fuera el puesto, y de esto había pasado muchísimo tiempo. Entrar a la cancha y ocupar mi sitio en la banca, con mis elementos de auxilio siempre listos, fue un placer que es difícil describir. Abrir la bolsa con la indumentaria, acomodarlas para cada jugador, repartir las casacas. Hasta el hecho de llenar el bidón de agua me parecía importante y por supuesto conocer a distintos técnicos que plasmaban sus ideas en la pizarra, poniendo el sello distintivo de su espíritu competitivo. Porque nadie manda sus ataques igual que otro, aunque haya similitudes, el jugador entiende y ejecuta o hace lo que le parece, que ese es otro tema.
Me apasionaba escuchar las recomendaciones, los códigos internos; “si ganamos el mérito es de ustedes chicos, la derrota corre por mi cuenta, pero hoy ganamos”. “Fulano, conversalo al referí de pasada, pero ojo eh, siempre con las manos atrás”. “Camínenme la barrera muchachos, “¡vos “uno”!, cuando saltes, con una de las piernas bajále las medias a quién tengas detrás, vos no lo ves, ¡pero ese no te molesta más!”. “Loco, vos repetí lo que yo te diga con tu vozarrón” – supo decirme también.
Salimos campeones ese año y al otro cuadro del barrio le metimos ocho en un ida y vuelta por el derecho a jugar un torneo regional Argentino. Hicimos algunos viajes con el equipo reforzado pero no llegamos lejos. Hay de todo en esta viña y cuadros con más experiencia nos dejaron afuera, clubes acostumbrados a otro nivel que hacían sentir la diferencia.
En mi tarea peleé mil veces con los árbitros locales y tuve dos suspensiones prolongadas sin entrar a la cancha. Eso me costó una barbaridad, miré otra vez desde el tejido, no era lo mismo que ahí donde todo es calentura, donde está la pelea directa. “Sos un fusible” - me decía un DT - no sé, mi apasionamiento no tenía medida, lloraba de pura alegría cuando nos tocaba la buena, no me avergüenza decirlo, que va.
Un día todo comenzó a cambiar. Se venía un recambio grande en el plantel y más de uno dejaría el club, incluido el técnico al que no se podía pagar como en otros momentos según decían. Varios dejaron su número para algunos pibes que subían desde tercera y 5ta, y me sentí triste aunque parezca un contrasentido la buena venturanza del recambio. Lamenté el alejamiento de amistades compartidas en un par de temporadas, con tipos fenómenos a quienes había llegado a conocer en todos sus caprichos, en sus “ñañas” que cuando podía, les complacía. A “Palito” García había que esperarlo hasta que terminara con su peinado, dueño de una gran melena a la que dispensaba cuidados ¡que ni una mina! Era el último en salir y en ocasiones cuando alguna barra brava nos esperaba a la salida, en cancha ajena, esto no era recomendable. Jodía con su crema de enjuague y una vez hubo que ir a comprarle un sobrecito para que salga del vestuario, ¡se la había olvidado! / En otra ocasión se estaba comiendo la cancha y lo levantaron de un patadón por lo que quedó inconsciente en la gramilla. Yo creía que estaba simulando, pero cuando le tiré los pelos en contra de las orejas, me di cuenta que no era joda. Tuvimos que sacarlo en camilla por encima del tejido esquivando puteadas y piñas al boleo para llevarlo a un hospital donde luego se puso bien. Fue un momento fulero. Siempre había situaciones duras, como los tobillos maltratados del “Negro” González, nuestro goleador, o aquella situación de “Pancho” Córdoba en otra cancha de “malevos” (Pilar), cuando el único contrario que tenía a su lado le abrió seis centímetros la ceja izquierda de una trompada. La sangre le salía a chorros y el colegiado “entre comillas” dijo - yo no lo vi – un descargo ambiguo y cobarde que pensaba más que nada en la jauría del otro bando. Los nuestros escupían con rabia epítetos para nada floridos, cuando solo cabía la expulsión para esta agresión que terminó también en un hospital, pero de otro partido.
Tantas batallas pasarían al olvido - pensé - una vuelta olímpica, muchos asados y anécdotas innumerables. Todo se vino de golpe y nadie me avisó nada de la cosa. Claro, en realidad yo solo era el aguatero aunque cumpliera otras funciones, pero con mucho gusto eh, y sin pedir nada a cambio. El domingo aquél, ya sin los muchachos de antes, llegué temprano como de costumbre. Abrí la bolsa y dispuse la ropa de la misma forma, tal cuál lo había hecho por bastante tiempo. Pero ese día no sabía para quién, ya que falté a los entrenamientos preliminares y me acerqué medio a desgano para el debut en nuestra cancha. Presentía que este sería mi último partido, porque yo los “jugaba” con el corazón a mil, como correspondía, y esta vez la cosa desde adentro me cantaba otra cosa. Consideré que esto me pasaba de puro “calentón”, por los viejos que ya no estaban y también por ese muchachito engreído, al que no conocía y que con desparpajo se tiró en la camilla. Yo lo miré de reojo no sé porqué, pero mi intuición veterana no estaba errada. Para rematar, mientras yo seguía mirándolo volcándole mi resentimiento, él, seguramente agrandado por su asomo a primera, pidiendo ya la chapa que tendría que ganar con los genitales en el verde, me dijo con soberbia - ¡dale viejo dale, lustráme las gambas!”.
No sé cómo salimos ese domingo porque realmente no miré el partido. El embrujo se había esfumado y a la hora de juntar la vestimenta, le dije a alguien que ya no volvería a los vestuarios. No fue el cansancio, ni siquiera este pibe con su desfachatez, era por aquella amistad y ese compromiso casi de “trinchera” que tenía el grupo. Algo que no se renueva fácilmente cuando el escuadrón recibe los refuerzos.
Atrás quedaba una bolsa de recuerdos, esos desbarajustes del alma con alegrías, tristezas y lágrimas, la única forma en que “carbura” una pasión fanática, qué me importan los puristas, aquellas historias domingueras nunca fueron cuentos de hadas.
***