martes, 24 de noviembre de 2009

El debut (por Ricardo Martínez Gálvez)





Agitado, emocionado, sin haber dormido.
Subiendo esos últimos escalones que parecen hechos para un gigante.
El túnel, las voces, los personajes salidos de algún cuento y la luz...
La luz al final, el griterío, las ganas de ver, de ser por fin parte de la fiesta...
Son los sueños que se cumplen.


Agradecemos al autor por permitirnos la publicación en "Gambeteando..." de ésta hermosa obra.

El 16 de diciembre de 1955 nació en Buenos Aires, Ricardo Martínez Gálvez. Un artista plástico, fanático del fútbol, que con el tiempo se fue convirtiendo en el pintor de las hinchadas. Entre sus maestros se encuentran: Domingo Méndez Terrero, El mono Cantilo, Alejandro Puente y Roque Pronestti.
En los 80 expuso sus dibujos en todos los lugares que tenía oportunidad: la facultad de Agronomía, la Rural y con el Grupo Trapalandra.
Desde el año 2002, expone sus pinturas sobre fútbol en diferentes eventos y exposiciones. En mayo de ese año, se presentó en el Museo de la Pasión Boquense, con sus cuadros en azul y amarillo. Y en junio del mismo año, con el auspicio de la Cancillería Argentina presentó su obra en la Copa del Mundo Corea-Japón, recibiendo elogios y realizando notas periodísticas para diversos corresponsales extranjeros acreditados en Tokio.
En agosto de 2003, participó de la 1º Exposición Integral de Fútbol, realizada en el Predio Ferial de Palermo, Buenos Aires, Argentina.

martes, 17 de noviembre de 2009

El fanático (por Eduardo Galeano)

Por Eduardo Galeano

El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hirvientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua.
El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío. Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar.
En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del hincha del otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier
momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.

Este muy buen texto fue extraído del libro "El fútbol a sol y sombra"
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martes, 10 de noviembre de 2009

El vestuario (por José López Romero)

Por José López Romero


Yo no las sé a todas, pero tengo unas cuántas “flaquezas” guardadas por este tema de la vida, que no sirve para nada si no se tienen recuerdos. Y el “fulbo” es especial, encierra pequeños momentos de felicidad, es como un álbum de figuritas incompleto que espera la consabida pregunta de la barra; “¿lo llenaste?”, porque las repetidas abundaron, como esquivas y mezquinas fueron las difíciles.
No me parece una metáfora feliz pero para mí, vale.
El alma nunca se llena, siempre espera más, y si se puede hay que darle lo que necesita. Uno no es de metal y si hay para contar es porque hubo vida suficiente detrás, porque no dejaste el corazón colgado en un perchero.
Hacía tiempo que no iba a la cancha no sé por qué. Mi club estaba cerca de casa, sigue estando allí, a unas cuatro cuadras en un predio humanamente arbolado. Ese domingo había mucho público, pero los ánimos se percibían “caldeados”, con tono de no va más. El cuadrito andaba a los tumbos en la tabla y esa tarde también perdía. Llevaba dos goles en contra y no terminaba aún el primer tiempo. Cuando el referí tocó el final de la mitad inicial una especie de velorio se adueñó del entretiempo.
Afuera del vestuario, las críticas comentaban un fastidio más pesado que la lluvia que agregaba más tristeza al entorno. Por la puerta entreabierta miré las caras largas de los muchachos que no comprendían este momento que embargaba los intereses de la casaca querida. Medio en el aire, la prédica del técnico flotaba sin concentrar la atención de sus dirigidos.
“Grillo” era un electricista amigo que componía el cablerío de los autos, lo tenía como vecino dos calles por medio. Un tipo que con la mejor buena voluntad intentaba reanimar la remota resurrección de su plantel. Y sucede, no sé si lo viste alguna vez, cuando los resultados sonríen hay mucha gente cerca que quiere “gratificar” con su presencia en los triunfos cantados, esa facilidad de los momentos del halago. Este vestuario, era un caso totalmente contrario al que describo. El vestuario de “Grillo” carecía de esas adhesiones petulantes. Sin pedir permiso entré y viendo los botines con una plasta de barro en las suelas, con un palito me puse a limpiar el calzado de los jugadores. Se extrañaron por mi actitud pero nadie dijo que no lo siguiera haciendo. Tampoco me agradecieron el gesto y yo tampoco lo esperaba, pero noté la satisfacción de esta acción en las miradas de los muchachos. Alguien en la adversidad les daba una palmada y apoyo moral, si es que les faltaba. El complemento no les fue mejor y perdieron 5 a 0 a manos de un rival que hubieran podido vencer en otras circunstancias. Me hubiera gustado estar junto a ellos desde el banco de suplentes, atendiendo sus necesidades, dando gritos junto al técnico con tal de dar vuelta esos números aciagos. Pero el alambrado era mi puesto.
Cuando el árbitro acabó con aquél calvario pensé en la ingratitud de la tribuna, algo que solo se cura con goles, lo que escaseaba en la línea de ataque de “Grillo”. Desde entonces fui más seguido al club a ver las prácticas para terminar después colaborando con mi amigo. Mirando a Mario Sosa, un ex arquero que oficiaba de masajista, aprendí el rudimento del tema que me permitió a su tiempo ayudarle con parte de los once “ágiles” titulares. Leyendo mejoré mi trabajo y con más atrevimiento que experiencia pude solucionar problemas menores de los muchos “palos” que reciben los tobillos y pantorrillas de los jugadores. Lo complicado pasaba por otro lado. Aquél campeonato terminó sin pena ni gloria y quedamos alejados de la punta por el magro rendimiento de la escuadra. Yo seguí en el puesto que me dejó Mario y pasé a ser no solo masajista, sino también utilero y ayudante de campo. Algo impagable para mí, que en definitiva soy un jugador frustrado por “patadura”, cualquiera fuera el puesto, y de esto había pasado muchísimo tiempo. Entrar a la cancha y ocupar mi sitio en la banca, con mis elementos de auxilio siempre listos, fue un placer que es difícil describir. Abrir la bolsa con la indumentaria, acomodarlas para cada jugador, repartir las casacas. Hasta el hecho de llenar el bidón de agua me parecía importante y por supuesto conocer a distintos técnicos que plasmaban sus ideas en la pizarra, poniendo el sello distintivo de su espíritu competitivo. Porque nadie manda sus ataques igual que otro, aunque haya similitudes, el jugador entiende y ejecuta o hace lo que le parece, que ese es otro tema.
Me apasionaba escuchar las recomendaciones, los códigos internos; “si ganamos el mérito es de ustedes chicos, la derrota corre por mi cuenta, pero hoy ganamos”. “Fulano, conversalo al referí de pasada, pero ojo eh, siempre con las manos atrás”. “Camínenme la barrera muchachos, “¡vos “uno”!, cuando saltes, con una de las piernas bajále las medias a quién tengas detrás, vos no lo ves, ¡pero ese no te molesta más!”. “Loco, vos repetí lo que yo te diga con tu vozarrón” – supo decirme también.
Salimos campeones ese año y al otro cuadro del barrio le metimos ocho en un ida y vuelta por el derecho a jugar un torneo regional Argentino. Hicimos algunos viajes con el equipo reforzado pero no llegamos lejos. Hay de todo en esta viña y cuadros con más experiencia nos dejaron afuera, clubes acostumbrados a otro nivel que hacían sentir la diferencia.
En mi tarea peleé mil veces con los árbitros locales y tuve dos suspensiones prolongadas sin entrar a la cancha. Eso me costó una barbaridad, miré otra vez desde el tejido, no era lo mismo que ahí donde todo es calentura, donde está la pelea directa. “Sos un fusible” - me decía un DT - no sé, mi apasionamiento no tenía medida, lloraba de pura alegría cuando nos tocaba la buena, no me avergüenza decirlo, que va.
Un día todo comenzó a cambiar. Se venía un recambio grande en el plantel y más de uno dejaría el club, incluido el técnico al que no se podía pagar como en otros momentos según decían. Varios dejaron su número para algunos pibes que subían desde tercera y 5ta, y me sentí triste aunque parezca un contrasentido la buena venturanza del recambio. Lamenté el alejamiento de amistades compartidas en un par de temporadas, con tipos fenómenos a quienes había llegado a conocer en todos sus caprichos, en sus “ñañas” que cuando podía, les complacía. A “Palito” García había que esperarlo hasta que terminara con su peinado, dueño de una gran melena a la que dispensaba cuidados ¡que ni una mina! Era el último en salir y en ocasiones cuando alguna barra brava nos esperaba a la salida, en cancha ajena, esto no era recomendable. Jodía con su crema de enjuague y una vez hubo que ir a comprarle un sobrecito para que salga del vestuario, ¡se la había olvidado! / En otra ocasión se estaba comiendo la cancha y lo levantaron de un patadón por lo que quedó inconsciente en la gramilla. Yo creía que estaba simulando, pero cuando le tiré los pelos en contra de las orejas, me di cuenta que no era joda. Tuvimos que sacarlo en camilla por encima del tejido esquivando puteadas y piñas al boleo para llevarlo a un hospital donde luego se puso bien. Fue un momento fulero. Siempre había situaciones duras, como los tobillos maltratados del “Negro” González, nuestro goleador, o aquella situación de “Pancho” Córdoba en otra cancha de “malevos” (Pilar), cuando el único contrario que tenía a su lado le abrió seis centímetros la ceja izquierda de una trompada. La sangre le salía a chorros y el colegiado “entre comillas” dijo - yo no lo vi – un descargo ambiguo y cobarde que pensaba más que nada en la jauría del otro bando. Los nuestros escupían con rabia epítetos para nada floridos, cuando solo cabía la expulsión para esta agresión que terminó también en un hospital, pero de otro partido.
Tantas batallas pasarían al olvido - pensé - una vuelta olímpica, muchos asados y anécdotas innumerables. Todo se vino de golpe y nadie me avisó nada de la cosa. Claro, en realidad yo solo era el aguatero aunque cumpliera otras funciones, pero con mucho gusto eh, y sin pedir nada a cambio. El domingo aquél, ya sin los muchachos de antes, llegué temprano como de costumbre. Abrí la bolsa y dispuse la ropa de la misma forma, tal cuál lo había hecho por bastante tiempo. Pero ese día no sabía para quién, ya que falté a los entrenamientos preliminares y me acerqué medio a desgano para el debut en nuestra cancha. Presentía que este sería mi último partido, porque yo los “jugaba” con el corazón a mil, como correspondía, y esta vez la cosa desde adentro me cantaba otra cosa. Consideré que esto me pasaba de puro “calentón”, por los viejos que ya no estaban y también por ese muchachito engreído, al que no conocía y que con desparpajo se tiró en la camilla. Yo lo miré de reojo no sé porqué, pero mi intuición veterana no estaba errada. Para rematar, mientras yo seguía mirándolo volcándole mi resentimiento, él, seguramente agrandado por su asomo a primera, pidiendo ya la chapa que tendría que ganar con los genitales en el verde, me dijo con soberbia - ¡dale viejo dale, lustráme las gambas!”.
No sé cómo salimos ese domingo porque realmente no miré el partido. El embrujo se había esfumado y a la hora de juntar la vestimenta, le dije a alguien que ya no volvería a los vestuarios. No fue el cansancio, ni siquiera este pibe con su desfachatez, era por aquella amistad y ese compromiso casi de “trinchera” que tenía el grupo. Algo que no se renueva fácilmente cuando el escuadrón recibe los refuerzos.
Atrás quedaba una bolsa de recuerdos, esos desbarajustes del alma con alegrías, tristezas y lágrimas, la única forma en que “carbura” una pasión fanática, qué me importan los puristas, aquellas historias domingueras nunca fueron cuentos de hadas.

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martes, 3 de noviembre de 2009

Dieguito (por José Pablo Feinmann)

Por José Pablo Feinmann


Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era decididamente idiota. Según su madre, que algo había accedido a quererlo, Dieguito era sólo un niño con problemas. Un niño de ocho años que no conseguía avanzar en sus estudios primarios -había repetido ya dos veces primer grado-, taciturno, solitario, que apenas parecía servir para encerrarse en el altillo y jugar con sus muñecos: los cosía y los descosía, los vestía y los desvestía, vivía consagrado a ellos. Un idiota, insistía el padre, y un marica también, agregaba, ya que ningún hombrecito de ocho años juega tan obstinadamente con muñecos y, para colmo, con muñecas. Un niño con problemas, insistía la madre, no sin deslizar en seguida alguna palabreja científica que amparaba la excentricidad de Dieguito: síndrome de tal o síndrome de cual, algo así. Y no un marica, solía decir contrariando al padre, sino un verdadero varoncito: ¿acaso no amaba el fútbol? ¿Acaso no se prendía a la tele siempre que Diego Armando Maradona aparecía en la mágica pantalla haciendo, precisamente, magia, la más implacable de las magias que un ser humano puede hacer con una pelota?

Dieguito se deslizaba por la vida ajeno a esos debates paternos. Se levantaba temprano, iba al colegio, cometía allí todo tipo de errores, torpezas o, siempre según su padre, imbecilidades que luego se expresaban en las estólidas notas de su libreta de calificaciones, y después, Dieguito, regresaba a su casa, se encerraba en el altillo y jugaba con sus muñecos y con sus muñecas hasta la hora de comer y de dormir.

Cierto día, un día en que incurrió en el infrecuente hábito de salir a caminar por las calles de su barrio, presenció un suceso extraordinario. Fue en un paso a nivel. Un poderoso automóvil intentó cruzar con las barreras bajas y fue arrollado por el tren. Así de simple. El tren siguió su marcha de vértigo y el coche, hecho trizas, quedó en un descampado. Dieguito no pudo dominar su curiosidad. ¿Quién conduciría un coche tan hermoso? Corrió -¿alegremente?- a través del descampado y se detuvo junto al coche. Sí, estaba hecho trizas, negro, humeante y con muchos hierros retorcidos y muchísima sangre. Dieguito miró a través de la ventanilla y se llevó la sorpresa de su corta vida: allí dentro, algo deteriorado, estaba él, el hombre que más admiraba en el mundo, su ídolo.

Una semana después todos los diarios argentinos dedicaban su primera plana a un suceso habitual: Diego Armando Maradona llevaba más de diez días sin acudir a los entrenamientos de su equipo. Hubo polémicas, reportajes a variadas personalidades (desde ministros a psicoanalistas y filósofos) y conjeturas de todo calibre. Una de ellas perseveró sobre las otras: Diego Armando Maradona había huido del país luego de ser arrollado por un tren mientras cruzaba un paso a nivel con su deslumbrante BMW. ¿A dónde había huido? Muy simple: a Colombia, a unirse con el anciano y desfigurado Carlos Gardel, quien aún sobrevivía a su tragedia en el país del realismo mágico. Ahora, desfigurados horriblemente, los dos grandes ídolos de nuestra historia se acompañaban en el dolor, en la soledad y en la humillación de no poder mirarse a un espejo. Ellos, en quienes se había reflejado el gran país del sur.

En medio de esta tristeza nacional no pudo sino sorprender al padre de Dieguito la alegría que iluminaba sin cesar el rostro del niño, a quien él, su padre, llamaba el pequeño idiota. ¿Qué le pasaba al pequeño idiota?, le preguntó a la madre. "No sé", respondió ella. "Come bien. Duerme bien." Y luego de una breve vacilación -como si hubiera, demoradamente, recordado algún hecho inusual-, añadió: "Sólo hay algo extraño". "Qué", preguntó el padre. "No quiere ir más al colegio", respondió la madre. Indignado, el padre convocó a Dieguito. Se encerró con él en su escritorio y le preguntó por qué no iba más al colegio. "Dieguito no queriendo ir al colegio", respondió Dieguito. El padre le pegó una cachetada y abandonó el escritorio en busca de la madre. "Este idiota ya ni sabe hablar", le dijo. "Ahora habla con gerundios." La madre fue en busca de Dieguito. Le preguntó por qué hablaba con gerundios. Dieguito respondió: "Dieguito no sabiendo qué son gerundios".

Transcurrieron un par de días. Dieguito, ahora, ya casi no bajaba del altillo. Sus padres decidieron ignorarlo. O más exactamente: olvidarlo. Que reventara ese idiota. Que se pudriera ese infeliz; sólo para traerles desdichas y papelones había venido a este mundo.

Sin embargo, hay cosas que no se pueden ignorar. ¿Cómo ignorar el insidioso, nauseabundo olor que se deslizaba desde el altillo hacia el comedor y las habitaciones? ¿Qué diablos era eso? ¿A quién habrían de poder invitar a tomar el té o a cenar con semejante olor en la casa? Decidieron resolver tan incómodo problema. "Esto", dijo el padre, "es obra del pequeño idiota". Llamó a la madre y, juntos, decidieron emprender la marcha hacia el altillo. Subieron la estrecha escalera, intentaron abrir la puerta y no lo consiguieron: estaba cerrada. "¡Dieguito!", chilló el padre. "¡Abrí la puerta, pequeño idiota!" Se oyeron unos pasos leves, giró la cerradura y se abrió la puerta. Dieguito la abrió. Sonrió con cortesía, dijo "Dieguito trabajando", y luego se dirigió a la mesa en que yacía el ídolo nacional ausente. Sí, era él. El padre no lo podía creer: no estaba en Colombia, con Gardel, sino que estaba ahí, sobre esa mesa, y el olor era insoportable y había sangre por todas partes y el ídolo nacional ausente estaba trizado y Dieguito, con prolija obsesividad, le cosía una mano (¿la mano de Dios?) a uno de los brazos. Y la madre lanzó un aullido de terror. Y el padre preguntó: "¿Qué estás haciendo, grandísimo idiota?" Y Dieguito (oscuramente satisfecho por haber sido, al fin, elevado por su padre a los dominios de la grandeza) sólo respondió:

-Dieguito Armando Maradona.

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domingo, 1 de noviembre de 2009

Exposición futbolera

Exposición:
La pelota, una pasión. La cancha, una emoción. El fútbol y los porteños, en el recuerdo
Esta muestra, que acaba de inaugurarse en el Museo de la Ciudad, no pretende representar una detallada historia del fútbol argentino, sino ofrecer un panorama de recuerdos y emociones de una de las pasiones más entrañables.

Desde el jueves 29 de octubre hasta el domingo 31 de enero.
Museo de la Ciudad: Defensa 219, San Telmo (Ciudad de Buenos Aires).
Horario: lunes a domingos y feriados de 11 a 19 hs.
Entrada general: $ 1. Lunes y miércoles: gratis.

Medios de transporte:
Líneas de colectivos: 22, 24, 28, 29, 33, 50, 54, 56, 61, 62, 64, 74, 86, 91, 105, 111, 126, 130, 143, 146, 152, 159.
Líneas de subterráneos: A (estación Plaza de Mayo), E (estación Bolívar) y D (estación Catedral).