martes, 29 de diciembre de 2009

El primer partido (por Ricardo Rowies)

Por Ricardo Rowies

Un veinticinco de junio, habían desembarcado los ingleses en la costa de Quilmes, con el objeto de dar toda una vuelta y sorprender a los criollos atacándolos por atrás.
Mientras Beresford estaba muy preocupado en su estrategia, los soldados querían parar en algún lado para descansar y hacer sus cosas. Es así como después de una larga caminata, al llegar a Peña y Arenales en la hoy localidad de Banfield, se detuvieron, armaron sus carpas, comieron y cayeron desmayados en sus bolsas de dormir.
Al día siguiente, después de preparar lo concerniente al viaje y tomar un buen desayuno, formaron dos grupos, uno de quince soldados por un lado y otro de catorce. Los de éste último se sacaron las chombas, quedando con el torso desnudo, en tanto que el grupo de quince, quedó con sus chombas blancas.
Un soldado viejo daba instrucciones a los catorce, los que hacían flexiones y corrían de un lado para el otro como preparándose para una contienda. Los otros, bajo las órdenes de algún jefe, también hacían movimientos parecidos.
Allí se encontraba, a una distancia prudencial, un querandí con su caballo observando como, luego de marcar la tierra con cuatro cañas, armando un rectángulo imaginario, y de poner en el medio de cada lado más corto, un arco de siete metros de ancho por dos de alto, hecho con dos cañas clavadas al piso y una transversal unida en los extremos superiores. pusieron un bicho de cuero esférico y le daban de puntapiés para un lado y para el otro.
Al querandí le causó mucha gracia ver como esos hombres corrían atrás del bicho y mucho más gracioso le pareció como se daban de patadas y caían rodando.
Susto se pegó cuando el esférico paso por abajo de uno de los arcos y los quince tipos con chomba gritaron a la vez ¡Goal! , eso sí que no se lo esperaba.
Luego de acomodar al bicho en el medio del rectángulo imaginario, empezaron de nuevo a darle, pero esta vez fue diferente. Un descamisado, arrancó por la derecha con el bicho a sus pies, en un amague, dejó en el camino a tres con chomba, siguió, y le pegó para adelante. Con un pique veloz, lo alcanzó. Le salió un contrario con la intención de robárselo, pero éste frenó de golpe, como si hubiese chocado contra el mismo aire, y girando el cuerpo, se lo llevó directamente para el arco. Fue ahí cuando apareció otro con chomba y le metió una murra que se escuchó hasta donde estaba el indiecito. Fue como si hubieran chocado dos palos y lo escuchó con viento en contra, lo que le debe doler, pensó el autóctono.
Pero eso no quedó así, cuando pudo levantarse el descamisado, rengo y todo lo fue a buscar al agresor y se dieron piñas, se metieron otros y más trompadas, era todo un espectáculo. El indiecito decidió acercarse un poco más para no perderse detalle.
Después de la escaramuza, los agresores se dieron la mano y prosiguió el juego.
El querandí fue entendiendo, y acostado entre los yuyos, miraba sin perderse detalle, mientras que un descamisado pateaba hacia el rectángulo, voló el bicho perdiéndose por la calle Gallo. El resultado de la contienda seguía uno a cero a favor de los vestidos.
De golpe un despeje hizo que el bicho fuera directamente y a gran velocidad sobre la humanidad del indiecito.
¡Amalaya disgraciao! con gran reacción y sin dudarlo el indio voló y describiendo una tijera en aire con sus piernas le pegó con exactitud nunca vista por estos gringos, devolviéndolo por el aire, y luego de describir una parábola, bajó directamente sobre el arco destruyendo las cañas.
Los gringos, estupefactos, miraban al indio en pelotas y con unas bolas colgadas de la cintura, que con cara de salir corriendo, quedó quieto observando el movimiento de los tipos.
Algunos, gritaron gol, pero la mayoría quedó anonadado mirando a ese habilidoso del balón pié.
El viejo que dirigía a los descamisados, como tenían uno menos, ni lerdo ni perezoso, gritó, ¡juega para nosotros! y comenzó a avanzar en dirección del indio para invitarlo, pero a mitad de camino, el nativo, con desconfianza empezó a retroceder.
Con toda la intención de mostrar amistad, el viejo primero sacó un pañuelo blanco y lo agitó en el aire. Siguió caminando. El indio sacó de su cintura tres bolitas atadas con tiento de cuero crudo y con un movimiento parecido, las agitó por el aire en forma circular sobre su cabeza. El gringo seguía acercándose con el bicho abajo del brazo izquierdo y el pañuelo blanco agitándolo en la otra mano.
El indio siguió con las boleadoras, cambiando la posición, en un circulo ligeramente oblicuo hacia un costado de su cuerpo.
El viejo con una sonrisa en su boca, signo de simpatía y buena voluntad.
El indio con cara de terror, y ojo de águila que calcula el golpe a su presa.
Atrás todos miraban la escena.
Con paso firme hacia adelante, soltó al cuero y con una patadita se lo lanzó al indio, éste en respuesta inmediata, lanzó las tres bolitas sobre la cabeza del inglés. La primera, lo paralizó, la segunda, inmediatamente le hizo girar la pierna que había adelantado hacia atrás, quedando con las piernas abiertas y los brazos como para abrazar a su mejor amigo, y la tercera, lo hizo caer hacia atrás, qué digo caer, desplomarse como una bolsa de papas.
El indio tomó al bicho arrojándosele encima, como hacía Roma en sus mejores tiempos, y apretándolo entre sus brazos, quiso asfixiarlo, y se entreveró en una lucha dando saltos y pegándole piñas, pero el pobre ni se inmutó. Tan entretenido estaba en domesticarlo, que no se dio cuenta que el gringo estaba parado a su lado, hasta que vio un par de botas, y levantando la vista, estaba el tipo ahí, che. Manos en la cintura, rostro colorado como si hubiese tomado dos jarras de chicha, y tres bultos bien diferenciados en la cabeza, señal de que su bicho, de tres bolitas pequeñas era más agresivo que el otro de una bola grande.
Luego del susto y desconfianza que daba tener al viejo al lado, y viendo que este le entregaba sus boleadoras, entendió que debía canjearlo y así recuperarlas.
Extendiendo su mano, con las piernas apuntando para otro lado, listo para rajar, entregó al bicho raro, sin ojos, ni boca.
Inmediatamente luego de recibirlo el inglés pronunció sus primeras palabras ¡caman! acompañado con el gesto inconfundible de su brazo derecho, invitando a que lo siga.
Increíble, pero éste fue el primer episodio de violencia con el público en una cancha de fútbol que se haya registrado en estas tierras.
El indio, aceptó de buena gana participar del juego, el inglés le explicó algunas tácticas: los de blanco, atacan para la calle Palacios, nosotros para Gallo, gana el que mete más veces la pelota adentro del arco contrario. ¿Okey? ¿Okey?
El indio que no entendió nada de lo que le dijo, había visto lo suficiente como para jugar, claro que a veces las interpretaciones son de acuerdo a la cultura y los medios que se posee en el momento. Así fue que en una jugada que un blanco se escapaba solo para el gol, el indio sacó las boleadoras y con un tiro certero le enredó las patas. Cayó de cabeza y la pelota mansa al arquero.
Mientras el indio pedía al bicho para iniciar un contraataque, unos trataban de reanimar al gringo del porrazo, y el viejo trataba de explicarle que tenía que valerse únicamente de su cuerpo, que no valía tirarle objetos al contrario.
El indio que seguía sin entender nada de lo que le decían, cuando le devolvieron las boleadoras con gestos muy elocuentes, comprendió que no debía volverlas a usar.
El partido prosiguió sin expulsados ni amonestados, bajo la comprensión de todos, de que el indio no conocía las reglas.
En una embestida de los descamisados, le cae el bicho al indio, quien con un soberbio derechazo, lo metió en el ángulo superior izquierdo del arco.
¡Goal! gritaron todos asustando al indio otra vez, que casi salió corriendo.
Ya terminaba el partido, cuando el cronómetro marcaba cuarenta y cuatro minutos del segundo tiempo, el querandí emprendió un carrera infernal contra el arco y ante la salida del arquero, se la picó por arriba metiéndola otra vez en el arco. Dos a uno.
¡Goooooooooooooallllll!
Saltó del susto que se pegó. No se acostumbraba al grito de gol, corrió desesperado, y luego de un silbido agudo y cortito, pasó el caballo como una ráfaga, subió y colgado del mismo, con una mano, tomó el bicho despareciendo entre la pampa.
Un enviado de Buenos Aires que llegó tarde al partido, con el objeto de espiar a los enemigos, vio semejante cosa e informó:
“Los invasores están luchando contra los Querandíes, en la cancha de Banfield, así que tenemos tiempo para organizar la defensa de la ciudad”.
Los ingleses, en tanto, hicieron un informe que fue redactado por los perdedores, y decía:
“Los descamisados hicieron trampa, ya que empezaron jugando con uno menos y luego trajeron a un jugador local profesional, quién dio vuelta el partido. Lamentablemente solo podemos enviar el tesoro que capturamos en Luján porque el tipo se avivó de que lo queríamos enviar a Inglaterra y se escapó a caballo.”
El indiecito al llegar a su choza, se encontró que había un gran alboroto, eran los de su tribu, que habían visto como él peleaba contra muchos blancos, y se estaban organizando para atacar. Al verlo sano y salvo, le preguntaron, como había hecho, a lo que contestó:
“Eran malos, les dí un baile bárbaro y corrí con este bicho, que debe valer mucho porque todos se peleaban por él.”
Los Querandíes fueron perseguidos y exterminados, y justo ciento setenta y dos años después, entre persecuciones y exterminios, un veinticinco de Junio, Argentina salía campeón del mundo.


Escribo cuentos, novelas y ensayos, algunos fueron publicados en los suplementos dominicales de varios diarios del interior del país, también en el semanario 7/7 de Montevideo, Uruguay.
Obtuve una mención en el concurso de reflexiones en Madrid, España otorgada por la editorial Orola.
Actualmente participo escribiendo y formando parte del grupo editor de "El Libertario" que es una publicación de orientación anarquista.
La inclinación hacia los cuentos sobre fútbol viene de que, además de practicarlo desde que recuerdo, también concurro asiduamente a la cancha a ver a Banfield.

martes, 22 de diciembre de 2009

Por qué el fútbol no tiene novelistas (por Juan Villoro)

Por Juan Villoro


Es difícil aficionarse a un deporte sin querer practicarlo alguna vez. Jugué numerosos partidos y milité en las inferiores de los Pumas. A los 16 años, ante la decisiva categoría Juvenil AA, supe que no podría llegar a primera división y sólo anotaría en Maracaná cuando estuviera dormido.

Escribir de fútbol es una de las muchas reparaciones que permite la literatura. Cada cierto tiempo, algún crítico se pregunta por qué no hay grandes novelas de fútbol en un planeta que contiene el aliento para ver un Mundial. La respuesta me parece bastante simple. El sistema de referencias del fútbol está tan codificado e involucra de manera tan eficaz a las emociones que contiene en sí mismo su propia épica, su propia tragedia y su propia comedia. No necesita tramas paralelas y deja poco espacio a la inventiva de autor. Esta es una de las razones por las que hay mejores cuentos que novelas de fútbol. Como el balompié llega ya narrado, sus misterios inéditos suelen ser breves. El novelista que no se conforma con ser un espejo, prefiere mirar en otras direcciones. En cambio, el cronista (interesado en volver a contar lo ya sucedido) encuentra ahí inagotable estímulo.

Y es que el fútbol es, en sí mismo, asunto de la palabra. Pocas actividades dependen tanto de lo que ya se sabe como el arte de reiterar las hazañas de la cancha. Las leyendas que cuentan los aficionados prolongan las gestas en una pasión non-stop que suplanta al fútbol, ese Dios con prestaciones que nunca ocurre en lunes.

En los partidos de mi infancia, el hecho fundamental fue que los narró el gran cronista televisivo Angel Fernández, capaz de transformar un juego sin gloria en la caída de Cartago.

Las crónicas comprometen tanto a la imaginación que algunos de los grandes rapsodas han contado partidos que no vieron. Casi ciego, Cristino Lorenzo fabulaba desde el Café Tupinamba de la ciudad de México; el Mago Septién y otros locutores de embrujo lograron inventar gestas de béisbol, box o fútbol con todos sus detalles a partir de los escuetos datos que llegaban por telegrama a la estación de radio.

Por desgracia, no siempre es posible que Homero tenga gafete de acreditación en el Mundial y muchas narraciones carecen de interés. Pero nada frena a pregoneros, teóricos y evangelistas. El fútbol exige palabras, no sólo las de los profesionales sino las de cualquier aficionado provisto del atributo suficiente y dramático de tener boca. ¿Por qué no nos callamos de una vez? Porque el fútbol está lleno de cosas que francamente no se entienden. De repente, un genio curtido en mil batallas roza con el calcetín la pelota que incluso el cronista hubiera empujado a las redes; un portero que había mostrado nervios de cableado de cobre sale a jugar con guantes de mantequilla; el equipo forjado a fuego lento pierde la química o la actitud o como se le quiera llamar a la misteriosa energía que reúne a once soledades.


Juan Villoro es un reconocido escritor mexicano y este texto es lo que fuera el anticipo de su libro Dios es redondo, publicado por Editorial Planeta en 2006, año del Mundial disputado en Alemania.

martes, 15 de diciembre de 2009

Como aferrándose-El Juan (por Sonia Figueras)

Por Sonia Figueras

Como aferrándose a un minuto final, ése del no retorno, se agarró con fuerza del pasamanos del micro en un salto enorme, tan grande como pequeño era él. Su cuerpecito se afirmó en el escalón y con un suspiro se quedó parado mirando la estación que iba quedando atrás. Y sus dientes asomaron entre los labios entreabiertos por el esfuerzo que había hecho. Con el bolsito al hombro se quedó largo rato con la vista en lo que dejaba. ¿Qué dejaba?...Nada. Ni mamá, ni papá, ni hermanos. La nada. Bueno, sí. Un sucucho donde se acostaba por las noches, después de repartir melones con Don Santo que ni siquiera le daba una moneda. ¡Y cuánto deseó siempre tener una moneda! Aunque sólo fuera para mostrársela a los otros, a quienes sus patrones sí les daban. Don Santo decía que con la comida y el catre, estaba bien. Y los siete añitos del Juan se habían acomodado al caldo donde a veces bailaba algún fideo y con el melón bien chico, consabido. Comida al mediodía no; porque había que repartir, Así, sin una moneda, un bolso raído, un saco de lana peor y un melón, el Juan hizo un esbozo de sonrisa al pueblo, le mandó un chiflido por saludo y se dijo “ chau, no vengo más”.
El tema fue que el que manejaba el micro era para él como un piloto de avión, con un uniforme parecido a los de las películas que veía en la tele del Tropezón, cuando podía y cuando andaba el aparato. El hombre le preguntó por su boleto y el Juan puso cara de nada. No le entendía qué le pedía. - ¿Y el boleto? ¿No tenés boleto? ¿No tenés plata para pagar el pasaje? – No .- ¿Y pensás viajar de arriba? ¿no te dio la plata tu papá?- No tengo papá. No tengo papá, don, ni mamá, sólo tengo a Don Santo.
- ¡Mirá vos! ¿y Don Santo te manda a viajar sin plata?
El Juan bajó la cabeza, acostumbrada a tragarse los retos y tras su flequillo de pirinchos el hombre tardó muy poco en ver los ojos con lágrimas. ¿Por qué llorás?

En tanto la señora del primer asiento miraba como al descuido, no fuera cosa que tuviera que pagarle el boleto al negrito ése y los demás del micro leían o dormían (¿dormían?).
– Don Santo no me dio plata. Yo me escapé; total a él no le va a importar, cualquier otro le va a repartir los melones.
El piloto – hombre - Manuel, le dijo que se sentara en el asiento del acompañante. El Juan nunca soñó con estar sentado en un micro al lado del que manejaba. Miraba adelante y se mareó, entonces empezó a mirar por el costado y nubes verdes pasaban a su lado y estrellas arrastradas por el suelo se movían en todas direcciones. En una parada, el piloto, que resultó gran amigo de viaje, le compró un sándwich de jamón. El Juan nunca había comido jamón. Lo investigó, ¡sí que estaba bueno! El hombre le compró otro y una gaseosa, de ésas que el Juan veía en el mostrador del Tropezón, que otros tomaban y él le tenía tantas ganas. Durante el viaje, cansado por las luces del tráfico, dobló la cabeza y se quedó dormido y Manuel lo tapó con su campera. - No vaya a ser que el aire acondicionado lo resfríe al pibe, se dijo.
Amaneció y el Juan abrió los ojos y recién se animó a preguntar a dónde iban. - A Buenos Aires, nene, ya estamos llegando. El Juan sabía de Buenos Aires. Que era lejos y que muchos del pueblo se perdían. Algunos no volvían más... Pero él estaba con el piloto y no tenía miedo, porque el piloto lo había cuidado a la noche. Y a él nunca lo había cuidado nadie ¡y eso que soñaba cada cosa! ¡a veces tenía tanto, pero tanto miedo!

Llegaron a la casa de Manuel y fue toda una revolución. El primero en aparecer fue Moro, un perro negro grande que lo lamió todo y después una señora muy linda que le dio un beso, le preguntó su nombre y le dijo que ella se llamaba Patricia.
Detrás, dos nenas lo miraban con curiosidad y a duras penas se presentaron. Una se llamaba Lucila y la otra Sandra y le dieron otro beso cada una.
Así comenzó la verdadera vida del Juan. Lo de antes era nada más que otra de sus pesadillas. El Juan pasó a ser Juan Agustín (Agustín elegido por las nenas) y de apellido Riera. Porque la adopción fue legal, ya que a él nadie lo buscaba y Manuel en sus viajes no encontró a alguno que le diera ni un solo dato.
Como las nenas eran mellizas y parejas en edad con él, hicieron la primaria y la secundaria al tiempo, en el mismo colegio del Normal de Villa Crespo. En las noches y en cualquier momento estaban los tres juntos participándose de lo acontecido y contándose sus amoríos o amistades.

Llegada la hora de decidir qué hacer después de la primaria, Manuel y Patricia comenzaron a ayudarlos a decidirse, pero ellos parecían bastante claros. Lucila quería ser maestra y terminar en el mismo Normal. Sandra, modelo. Lucila y Patricia la ayudaron a buscar dónde aprender esa profesión.
Juan Agustín jugaba muy bien al fútbol y Manuel lo llevó a las inferiores de Boca Juniors donde realmente llegó a interesar. En cuanto lo vieron jugar, integró el plantel y de ahí en más su carrera fue meteórica. Para los Riera no sólo fue un sueño, sino un triunfo. El muchacho se fue a Europa con un contrato fabuloso y se convirtió en la figura del Barcelona, un crack. ¿Se dan cuenta? …¡De los melones y Don Santo al Barcelona!
Mientras, aquí en Buenos Aires, quedaba el matrimonio Riera, orgulloso, las chicas hicieron un cambio de carácter que sus padres no pudieron entender. Lucila ejercía en la misma escuela donde se había recibido de maestra. Sandra, tan bonita como Lucila, era la preferida de los fotógrafos de moda por su porte y sus rasgos de un exotismo inusual. Cada una en lo suyo.

Pero ellas no volvieron a juntarse para hablar de sus cosas. Casi no se veían y cuando lo hacían no encontraban temas para hablar.
Hasta que surgió el viaje de Sandra a Europa y otra revolución hubo en lo de los Riera.
En un ataque e intempestivamente la maestrita enfrentó a su hermana gritando y llorando: ¡claro, está todo bien hecho! ¿Por qué me ocultaste que lo amabas?
Los padres no entendieron hasta que llegó la respuesta de Sandra: - Sí, voy a verlo. Lo quise siempre. Estoy segura que en cuanto llegue a Barcelona y nos encontremos, haremos los preparativos para casarnos en Buenos Aires como lo soñé siempre.
Por la mañana, la madre encontró el cuerpo de su hija con una herida de bala en el corazón y libros y cuadernos salpicados con sangre.
En tanto el Juan, regresaba de Europa sin sospechar la tragedia, a pedir le permitieran casarse con Lucila, esa maestra incomparable, la mujer de su vida.


Sonia por ella misma: ¿Algo mío? soy argentina, porteña nacida en 1933, Maestra Normal, profesora de Ed. Física y Obstétrica. Viuda de un médico, un hijo veterinario, una hija psicóloga, dos nietos de doce y catorce años, Juan Francisco y Malena. Intento escribir poemas, relatos y con audacia una novela. Participé en varias Antologías con menciones de honor y premios. Con enorme satisfacción y sin saberlo, un poema en el libro de Madres de Plaza de Mayo. Me importan los Derechos Humanos y todo tipo de discriminación.

martes, 8 de diciembre de 2009

Medio a cero (por Juan María Iroulart)

Por Juan María Iroulart

El "Toro" Freidíaz, mamita como le pegaba de fuerte a la pelota, era el 8 de Huracán Ciclista Club, en la Liga pese a su corta edad ya era conocido por su destreza y todos recordaban aquel partido en reserva contra Cascallares, cuando sacó el bombazo que fue el causante de los gravísimos disturbios, acontecimiento que luego se lo conoció como "La tarde del medio", porque el arco era de palos cuadrados, como en todos lados, y el formidable remate del Toro dio en uno de los filos del palo pero como venía con semejante violencia la pelota se partió por la mitad y cayó una mitad afuera y la otro adentro del arco, el referí no sabía que cobrar hasta que se le acercó el Gringo Maglione (capitán del HCC) y le alcanzó a susurrar al oído: "si no cobrás gol, te fajo...", inmediatamente el hombre de negro marcó el centro del campo, desencadenando una batahola descomunal; al tiempo la Liga dio su dictamen sobre el resultado siendo este de ½ a 0 a favor de Huracán Ciclista.


Este texto fue tomado de la excelente página "Cuentos y más".
***

martes, 1 de diciembre de 2009

El último entrenador (por Juan Sasturain)

Por Juan Sasturain

Me lo encuentro de casualidad el sábado en Adrogué, en el cumpleaños de la hijita de un amigo. Salta el apellido que es raro, poco frecuente, y enseguida asocio a ese viejo, ese abuelo materno sentado casi de regalo a un costado de la mesa puesta en el extremo del living, con los recuerdos de infancia.

De las figuritas, no. No es un jugador pero es un nombre y una vaga cara del fútbol. Aprovecho que los pibes se van al patio a devastar lo que queda de un jardín con más calas que pensamientos y le busco la memoria con una pregunta respetuosa, como tocar a un oso despeluchado con un palo a través de las rejas:

-Su apellido me suena -le digo mientras nuestras manos convergen sobre la fuente de masitas-. Lo asocio con el fútbol de los cuarenta y cincuenta, cuando yo era chico, ¿Puede ser?

Tras un momento me confirma que sí, que es él, y el reconocimiento al que no está acostumbrado lo ilumina un poco, apenas, como las velitas de esa torta de nena, sin jugadores, que espera en medio de la mesa.

-Ya nadie se acuerda.

-No crea.

Nos trenzamos a charlar y no sé bien cómo pero al rato, mientras los otros destapan botellas, nosotros estamos en el dormitorio -porque esa es su casa, la de siempre- destapando una caja de alevosos recuerdos.

-Ese año que usted dice salimos campeones -revuelve, encuentra-. Fíjese, acá estoy yo.

Y me señala lo evidente, lo alevoso de su figuración. Es la foto de una revista y él está parado a un costado, el penúltimo de la fila de arriba, entre un colado habitual y un marcador de punta de los que todavía no se llamaban así.

-Qué pinta.

Tiene bigotitos, el jopo tieso de Gomina o Ricibrill y una E bien grande de pañolenci pegada -acaso con broches- en medio del pecho. El rompevientos -así se llamaban los inevitables buzos azules de gimnasia de entonces- está algo descolorido y los pantalones abombachados se le ajustan a la cintura un poco demasiado arriba, le dan un aire ridículo. El equipo, los colores del equipo que enfrenta a la cámara en dos niveles -atrás y de pie, la defensa; abajo y agachados los delanteros del siete al once, y el nueve con la pelota-, no importa demasiado ni viene al caso. Pero la cancha está llena.

-Linda foto -digo, porque es linda foto en serio.

-Psé.

Me muestra otra parecida de esa época, de un diario, y después otra más, posterior, coloreada a mano al estilo fotógrafo de plaza. Ya el equipo es otro y las tribunas detrás, mucho más bajas. El rompevientos -es el mismo, estoy seguro de que es el mismo- está un poco más descolorido.

Pone las tres fotos en fila y me dice, me sorprende:

-No estoy.

-Cómo que no.

Y por toda respuesta, contra toda evidencia, pone el dedo en el epígrafe, va de jugador en jugador, de nombre en nombre, y el suyo en todos los casos brilla -como el Ricibrill- por su ausencia.

-No era costumbre, supongo -y me siento estúpido.

-No era el tiempo, todavía -recuerda sin ira.

-Claro.

Él sigue revolviendo, elige y me alcanza. Y yo pienso que ese hombre de destino lateral, anónimo adosado al margen del grupo de los actores con una E grotesca en el uniforme de fajina era casi, para entonces, como un mecánico junto al piloto consagrado, o como el veterano de nariz achatada que se asoma al borde del ring junto al campeón. Su lugar estaba ahí, al ras del pasto; su función se acababa entre semana.

-No era el tiempo todavía -repite.

Y sabe que llegó empírico y temprano y se metió de costado en la foto en que salió borrado.

-En esa época había pedicuros, dentistas, porteros... -dice de pronto con extraño énfasis-. Era el nombre de lo que hacían. Ahora les dicen podólogos, odontólogos, encargados... Esas boludeces, como si fuera más prestigioso... Y yo era entrenador.

-No director técnico.

-Pts... Ni me hable, por favor... -y se le escapa cierta furia sorda, muy masticada.

-No le hablo. Tiene razón.

Compartimos en silencio certezas menores, módicos resentimientos.

-Vinieron con la exigencia de diploma -dice de pronto.

-Claro.

Me sumo a su fastidio y de ahí saltamos a desmenuzar los detalles, el contraste: el banquito con techo, el verso táctico, el vestuario aparatoso y la pilcha elegida para salir el domingo, esa que nunca se puso. Cuando quiero atenuar tanta simpleza sin lastimarlo, se me adelanta:

-Le digo: no se lo cambio.

-Le creo.

En eso, los primeros padres que vienen a recoger a sus niños irrumpen en el dormitorio y entre disculpas se llevan los pulóveres, las camperas apiladas sobre la cama grande. Entra la mujer de mi amigo, incluso.

-Ah, papá... estabas acá -y suspira como si encontrarlo en una casa de tres habitaciones fuera un trabajo-. Y siempre con esas cosas viejas. Sabés que no te hace bien.

Ella me mira como si yo tuviera alguna culpa que sin duda tengo y se lo lleva, lo saca de la vieja cancha despoblada para que vaya a saludar a alguien que se va o se sume para la foto con la nieta que -lo sé- no le interesa. El veterano me mira resignado. -Ha sido un gusto.

Asiente y se lo llevan. Apenas se resiste.

Me quedo solo y guardo las viejas revistas que han quedado abiertas sin pudor ni consuelo. No es cuestión de que cualquiera meta mano ahí. Después busco mi propio abrigo y escucho los ruidosos comentarios del living. Me imagino que para las fotos familiares el viejo se debería poner una remera grande con la letra A de Abuelo, para que al menos alguno pregunte quién es.

Pero no me quedo para verificarlo. Me basta con sentir o imaginar que he conocido al último entrenador.

***

martes, 24 de noviembre de 2009

El debut (por Ricardo Martínez Gálvez)





Agitado, emocionado, sin haber dormido.
Subiendo esos últimos escalones que parecen hechos para un gigante.
El túnel, las voces, los personajes salidos de algún cuento y la luz...
La luz al final, el griterío, las ganas de ver, de ser por fin parte de la fiesta...
Son los sueños que se cumplen.


Agradecemos al autor por permitirnos la publicación en "Gambeteando..." de ésta hermosa obra.

El 16 de diciembre de 1955 nació en Buenos Aires, Ricardo Martínez Gálvez. Un artista plástico, fanático del fútbol, que con el tiempo se fue convirtiendo en el pintor de las hinchadas. Entre sus maestros se encuentran: Domingo Méndez Terrero, El mono Cantilo, Alejandro Puente y Roque Pronestti.
En los 80 expuso sus dibujos en todos los lugares que tenía oportunidad: la facultad de Agronomía, la Rural y con el Grupo Trapalandra.
Desde el año 2002, expone sus pinturas sobre fútbol en diferentes eventos y exposiciones. En mayo de ese año, se presentó en el Museo de la Pasión Boquense, con sus cuadros en azul y amarillo. Y en junio del mismo año, con el auspicio de la Cancillería Argentina presentó su obra en la Copa del Mundo Corea-Japón, recibiendo elogios y realizando notas periodísticas para diversos corresponsales extranjeros acreditados en Tokio.
En agosto de 2003, participó de la 1º Exposición Integral de Fútbol, realizada en el Predio Ferial de Palermo, Buenos Aires, Argentina.

martes, 17 de noviembre de 2009

El fanático (por Eduardo Galeano)

Por Eduardo Galeano

El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hirvientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua.
El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío. Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar.
En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del hincha del otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier
momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.

Este muy buen texto fue extraído del libro "El fútbol a sol y sombra"
***

martes, 10 de noviembre de 2009

El vestuario (por José López Romero)

Por José López Romero


Yo no las sé a todas, pero tengo unas cuántas “flaquezas” guardadas por este tema de la vida, que no sirve para nada si no se tienen recuerdos. Y el “fulbo” es especial, encierra pequeños momentos de felicidad, es como un álbum de figuritas incompleto que espera la consabida pregunta de la barra; “¿lo llenaste?”, porque las repetidas abundaron, como esquivas y mezquinas fueron las difíciles.
No me parece una metáfora feliz pero para mí, vale.
El alma nunca se llena, siempre espera más, y si se puede hay que darle lo que necesita. Uno no es de metal y si hay para contar es porque hubo vida suficiente detrás, porque no dejaste el corazón colgado en un perchero.
Hacía tiempo que no iba a la cancha no sé por qué. Mi club estaba cerca de casa, sigue estando allí, a unas cuatro cuadras en un predio humanamente arbolado. Ese domingo había mucho público, pero los ánimos se percibían “caldeados”, con tono de no va más. El cuadrito andaba a los tumbos en la tabla y esa tarde también perdía. Llevaba dos goles en contra y no terminaba aún el primer tiempo. Cuando el referí tocó el final de la mitad inicial una especie de velorio se adueñó del entretiempo.
Afuera del vestuario, las críticas comentaban un fastidio más pesado que la lluvia que agregaba más tristeza al entorno. Por la puerta entreabierta miré las caras largas de los muchachos que no comprendían este momento que embargaba los intereses de la casaca querida. Medio en el aire, la prédica del técnico flotaba sin concentrar la atención de sus dirigidos.
“Grillo” era un electricista amigo que componía el cablerío de los autos, lo tenía como vecino dos calles por medio. Un tipo que con la mejor buena voluntad intentaba reanimar la remota resurrección de su plantel. Y sucede, no sé si lo viste alguna vez, cuando los resultados sonríen hay mucha gente cerca que quiere “gratificar” con su presencia en los triunfos cantados, esa facilidad de los momentos del halago. Este vestuario, era un caso totalmente contrario al que describo. El vestuario de “Grillo” carecía de esas adhesiones petulantes. Sin pedir permiso entré y viendo los botines con una plasta de barro en las suelas, con un palito me puse a limpiar el calzado de los jugadores. Se extrañaron por mi actitud pero nadie dijo que no lo siguiera haciendo. Tampoco me agradecieron el gesto y yo tampoco lo esperaba, pero noté la satisfacción de esta acción en las miradas de los muchachos. Alguien en la adversidad les daba una palmada y apoyo moral, si es que les faltaba. El complemento no les fue mejor y perdieron 5 a 0 a manos de un rival que hubieran podido vencer en otras circunstancias. Me hubiera gustado estar junto a ellos desde el banco de suplentes, atendiendo sus necesidades, dando gritos junto al técnico con tal de dar vuelta esos números aciagos. Pero el alambrado era mi puesto.
Cuando el árbitro acabó con aquél calvario pensé en la ingratitud de la tribuna, algo que solo se cura con goles, lo que escaseaba en la línea de ataque de “Grillo”. Desde entonces fui más seguido al club a ver las prácticas para terminar después colaborando con mi amigo. Mirando a Mario Sosa, un ex arquero que oficiaba de masajista, aprendí el rudimento del tema que me permitió a su tiempo ayudarle con parte de los once “ágiles” titulares. Leyendo mejoré mi trabajo y con más atrevimiento que experiencia pude solucionar problemas menores de los muchos “palos” que reciben los tobillos y pantorrillas de los jugadores. Lo complicado pasaba por otro lado. Aquél campeonato terminó sin pena ni gloria y quedamos alejados de la punta por el magro rendimiento de la escuadra. Yo seguí en el puesto que me dejó Mario y pasé a ser no solo masajista, sino también utilero y ayudante de campo. Algo impagable para mí, que en definitiva soy un jugador frustrado por “patadura”, cualquiera fuera el puesto, y de esto había pasado muchísimo tiempo. Entrar a la cancha y ocupar mi sitio en la banca, con mis elementos de auxilio siempre listos, fue un placer que es difícil describir. Abrir la bolsa con la indumentaria, acomodarlas para cada jugador, repartir las casacas. Hasta el hecho de llenar el bidón de agua me parecía importante y por supuesto conocer a distintos técnicos que plasmaban sus ideas en la pizarra, poniendo el sello distintivo de su espíritu competitivo. Porque nadie manda sus ataques igual que otro, aunque haya similitudes, el jugador entiende y ejecuta o hace lo que le parece, que ese es otro tema.
Me apasionaba escuchar las recomendaciones, los códigos internos; “si ganamos el mérito es de ustedes chicos, la derrota corre por mi cuenta, pero hoy ganamos”. “Fulano, conversalo al referí de pasada, pero ojo eh, siempre con las manos atrás”. “Camínenme la barrera muchachos, “¡vos “uno”!, cuando saltes, con una de las piernas bajále las medias a quién tengas detrás, vos no lo ves, ¡pero ese no te molesta más!”. “Loco, vos repetí lo que yo te diga con tu vozarrón” – supo decirme también.
Salimos campeones ese año y al otro cuadro del barrio le metimos ocho en un ida y vuelta por el derecho a jugar un torneo regional Argentino. Hicimos algunos viajes con el equipo reforzado pero no llegamos lejos. Hay de todo en esta viña y cuadros con más experiencia nos dejaron afuera, clubes acostumbrados a otro nivel que hacían sentir la diferencia.
En mi tarea peleé mil veces con los árbitros locales y tuve dos suspensiones prolongadas sin entrar a la cancha. Eso me costó una barbaridad, miré otra vez desde el tejido, no era lo mismo que ahí donde todo es calentura, donde está la pelea directa. “Sos un fusible” - me decía un DT - no sé, mi apasionamiento no tenía medida, lloraba de pura alegría cuando nos tocaba la buena, no me avergüenza decirlo, que va.
Un día todo comenzó a cambiar. Se venía un recambio grande en el plantel y más de uno dejaría el club, incluido el técnico al que no se podía pagar como en otros momentos según decían. Varios dejaron su número para algunos pibes que subían desde tercera y 5ta, y me sentí triste aunque parezca un contrasentido la buena venturanza del recambio. Lamenté el alejamiento de amistades compartidas en un par de temporadas, con tipos fenómenos a quienes había llegado a conocer en todos sus caprichos, en sus “ñañas” que cuando podía, les complacía. A “Palito” García había que esperarlo hasta que terminara con su peinado, dueño de una gran melena a la que dispensaba cuidados ¡que ni una mina! Era el último en salir y en ocasiones cuando alguna barra brava nos esperaba a la salida, en cancha ajena, esto no era recomendable. Jodía con su crema de enjuague y una vez hubo que ir a comprarle un sobrecito para que salga del vestuario, ¡se la había olvidado! / En otra ocasión se estaba comiendo la cancha y lo levantaron de un patadón por lo que quedó inconsciente en la gramilla. Yo creía que estaba simulando, pero cuando le tiré los pelos en contra de las orejas, me di cuenta que no era joda. Tuvimos que sacarlo en camilla por encima del tejido esquivando puteadas y piñas al boleo para llevarlo a un hospital donde luego se puso bien. Fue un momento fulero. Siempre había situaciones duras, como los tobillos maltratados del “Negro” González, nuestro goleador, o aquella situación de “Pancho” Córdoba en otra cancha de “malevos” (Pilar), cuando el único contrario que tenía a su lado le abrió seis centímetros la ceja izquierda de una trompada. La sangre le salía a chorros y el colegiado “entre comillas” dijo - yo no lo vi – un descargo ambiguo y cobarde que pensaba más que nada en la jauría del otro bando. Los nuestros escupían con rabia epítetos para nada floridos, cuando solo cabía la expulsión para esta agresión que terminó también en un hospital, pero de otro partido.
Tantas batallas pasarían al olvido - pensé - una vuelta olímpica, muchos asados y anécdotas innumerables. Todo se vino de golpe y nadie me avisó nada de la cosa. Claro, en realidad yo solo era el aguatero aunque cumpliera otras funciones, pero con mucho gusto eh, y sin pedir nada a cambio. El domingo aquél, ya sin los muchachos de antes, llegué temprano como de costumbre. Abrí la bolsa y dispuse la ropa de la misma forma, tal cuál lo había hecho por bastante tiempo. Pero ese día no sabía para quién, ya que falté a los entrenamientos preliminares y me acerqué medio a desgano para el debut en nuestra cancha. Presentía que este sería mi último partido, porque yo los “jugaba” con el corazón a mil, como correspondía, y esta vez la cosa desde adentro me cantaba otra cosa. Consideré que esto me pasaba de puro “calentón”, por los viejos que ya no estaban y también por ese muchachito engreído, al que no conocía y que con desparpajo se tiró en la camilla. Yo lo miré de reojo no sé porqué, pero mi intuición veterana no estaba errada. Para rematar, mientras yo seguía mirándolo volcándole mi resentimiento, él, seguramente agrandado por su asomo a primera, pidiendo ya la chapa que tendría que ganar con los genitales en el verde, me dijo con soberbia - ¡dale viejo dale, lustráme las gambas!”.
No sé cómo salimos ese domingo porque realmente no miré el partido. El embrujo se había esfumado y a la hora de juntar la vestimenta, le dije a alguien que ya no volvería a los vestuarios. No fue el cansancio, ni siquiera este pibe con su desfachatez, era por aquella amistad y ese compromiso casi de “trinchera” que tenía el grupo. Algo que no se renueva fácilmente cuando el escuadrón recibe los refuerzos.
Atrás quedaba una bolsa de recuerdos, esos desbarajustes del alma con alegrías, tristezas y lágrimas, la única forma en que “carbura” una pasión fanática, qué me importan los puristas, aquellas historias domingueras nunca fueron cuentos de hadas.

***

martes, 3 de noviembre de 2009

Dieguito (por José Pablo Feinmann)

Por José Pablo Feinmann


Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era decididamente idiota. Según su madre, que algo había accedido a quererlo, Dieguito era sólo un niño con problemas. Un niño de ocho años que no conseguía avanzar en sus estudios primarios -había repetido ya dos veces primer grado-, taciturno, solitario, que apenas parecía servir para encerrarse en el altillo y jugar con sus muñecos: los cosía y los descosía, los vestía y los desvestía, vivía consagrado a ellos. Un idiota, insistía el padre, y un marica también, agregaba, ya que ningún hombrecito de ocho años juega tan obstinadamente con muñecos y, para colmo, con muñecas. Un niño con problemas, insistía la madre, no sin deslizar en seguida alguna palabreja científica que amparaba la excentricidad de Dieguito: síndrome de tal o síndrome de cual, algo así. Y no un marica, solía decir contrariando al padre, sino un verdadero varoncito: ¿acaso no amaba el fútbol? ¿Acaso no se prendía a la tele siempre que Diego Armando Maradona aparecía en la mágica pantalla haciendo, precisamente, magia, la más implacable de las magias que un ser humano puede hacer con una pelota?

Dieguito se deslizaba por la vida ajeno a esos debates paternos. Se levantaba temprano, iba al colegio, cometía allí todo tipo de errores, torpezas o, siempre según su padre, imbecilidades que luego se expresaban en las estólidas notas de su libreta de calificaciones, y después, Dieguito, regresaba a su casa, se encerraba en el altillo y jugaba con sus muñecos y con sus muñecas hasta la hora de comer y de dormir.

Cierto día, un día en que incurrió en el infrecuente hábito de salir a caminar por las calles de su barrio, presenció un suceso extraordinario. Fue en un paso a nivel. Un poderoso automóvil intentó cruzar con las barreras bajas y fue arrollado por el tren. Así de simple. El tren siguió su marcha de vértigo y el coche, hecho trizas, quedó en un descampado. Dieguito no pudo dominar su curiosidad. ¿Quién conduciría un coche tan hermoso? Corrió -¿alegremente?- a través del descampado y se detuvo junto al coche. Sí, estaba hecho trizas, negro, humeante y con muchos hierros retorcidos y muchísima sangre. Dieguito miró a través de la ventanilla y se llevó la sorpresa de su corta vida: allí dentro, algo deteriorado, estaba él, el hombre que más admiraba en el mundo, su ídolo.

Una semana después todos los diarios argentinos dedicaban su primera plana a un suceso habitual: Diego Armando Maradona llevaba más de diez días sin acudir a los entrenamientos de su equipo. Hubo polémicas, reportajes a variadas personalidades (desde ministros a psicoanalistas y filósofos) y conjeturas de todo calibre. Una de ellas perseveró sobre las otras: Diego Armando Maradona había huido del país luego de ser arrollado por un tren mientras cruzaba un paso a nivel con su deslumbrante BMW. ¿A dónde había huido? Muy simple: a Colombia, a unirse con el anciano y desfigurado Carlos Gardel, quien aún sobrevivía a su tragedia en el país del realismo mágico. Ahora, desfigurados horriblemente, los dos grandes ídolos de nuestra historia se acompañaban en el dolor, en la soledad y en la humillación de no poder mirarse a un espejo. Ellos, en quienes se había reflejado el gran país del sur.

En medio de esta tristeza nacional no pudo sino sorprender al padre de Dieguito la alegría que iluminaba sin cesar el rostro del niño, a quien él, su padre, llamaba el pequeño idiota. ¿Qué le pasaba al pequeño idiota?, le preguntó a la madre. "No sé", respondió ella. "Come bien. Duerme bien." Y luego de una breve vacilación -como si hubiera, demoradamente, recordado algún hecho inusual-, añadió: "Sólo hay algo extraño". "Qué", preguntó el padre. "No quiere ir más al colegio", respondió la madre. Indignado, el padre convocó a Dieguito. Se encerró con él en su escritorio y le preguntó por qué no iba más al colegio. "Dieguito no queriendo ir al colegio", respondió Dieguito. El padre le pegó una cachetada y abandonó el escritorio en busca de la madre. "Este idiota ya ni sabe hablar", le dijo. "Ahora habla con gerundios." La madre fue en busca de Dieguito. Le preguntó por qué hablaba con gerundios. Dieguito respondió: "Dieguito no sabiendo qué son gerundios".

Transcurrieron un par de días. Dieguito, ahora, ya casi no bajaba del altillo. Sus padres decidieron ignorarlo. O más exactamente: olvidarlo. Que reventara ese idiota. Que se pudriera ese infeliz; sólo para traerles desdichas y papelones había venido a este mundo.

Sin embargo, hay cosas que no se pueden ignorar. ¿Cómo ignorar el insidioso, nauseabundo olor que se deslizaba desde el altillo hacia el comedor y las habitaciones? ¿Qué diablos era eso? ¿A quién habrían de poder invitar a tomar el té o a cenar con semejante olor en la casa? Decidieron resolver tan incómodo problema. "Esto", dijo el padre, "es obra del pequeño idiota". Llamó a la madre y, juntos, decidieron emprender la marcha hacia el altillo. Subieron la estrecha escalera, intentaron abrir la puerta y no lo consiguieron: estaba cerrada. "¡Dieguito!", chilló el padre. "¡Abrí la puerta, pequeño idiota!" Se oyeron unos pasos leves, giró la cerradura y se abrió la puerta. Dieguito la abrió. Sonrió con cortesía, dijo "Dieguito trabajando", y luego se dirigió a la mesa en que yacía el ídolo nacional ausente. Sí, era él. El padre no lo podía creer: no estaba en Colombia, con Gardel, sino que estaba ahí, sobre esa mesa, y el olor era insoportable y había sangre por todas partes y el ídolo nacional ausente estaba trizado y Dieguito, con prolija obsesividad, le cosía una mano (¿la mano de Dios?) a uno de los brazos. Y la madre lanzó un aullido de terror. Y el padre preguntó: "¿Qué estás haciendo, grandísimo idiota?" Y Dieguito (oscuramente satisfecho por haber sido, al fin, elevado por su padre a los dominios de la grandeza) sólo respondió:

-Dieguito Armando Maradona.

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domingo, 1 de noviembre de 2009

Exposición futbolera

Exposición:
La pelota, una pasión. La cancha, una emoción. El fútbol y los porteños, en el recuerdo
Esta muestra, que acaba de inaugurarse en el Museo de la Ciudad, no pretende representar una detallada historia del fútbol argentino, sino ofrecer un panorama de recuerdos y emociones de una de las pasiones más entrañables.

Desde el jueves 29 de octubre hasta el domingo 31 de enero.
Museo de la Ciudad: Defensa 219, San Telmo (Ciudad de Buenos Aires).
Horario: lunes a domingos y feriados de 11 a 19 hs.
Entrada general: $ 1. Lunes y miércoles: gratis.

Medios de transporte:
Líneas de colectivos: 22, 24, 28, 29, 33, 50, 54, 56, 61, 62, 64, 74, 86, 91, 105, 111, 126, 130, 143, 146, 152, 159.
Líneas de subterráneos: A (estación Plaza de Mayo), E (estación Bolívar) y D (estación Catedral).

viernes, 30 de octubre de 2009

49 años de magia (homenaje al Diego)

Capitán Pelusa - Los Cafres

Pelusa sacude el barrio, se expone al animal.
Este vacila buscando. Pelusa es inocente y se divierte.
Su magia vuela en el pasto. La gente se alegrará.
Un artista con un lazo de capitán que defiende.

Pelusa, no sé lo que quieren de vos.
Tus enemigos se muerden.
Tu gente no te cuestiona, no se resiente.
Te espera, con un grito caliente,
con un grito caliente, con un grito caliente.

Vos te creés que la magia olvidarás.
Hay una historia difícil de gambetear.
Caretas se mueren sin figurar.
Los grandes encienden envidias y esta lealtad.

Pelusa, no sé lo que quieren de vos.
Tus enemigos se muerden.
Tu gente no te cuestiona, no se resiente.
Te espera, con un grito caliente.

Pelusa sacude el barrio, se expone al animal.
Este vacila buscando. Pelusa es inocente y se divierte.
Su magia vuela en el pasto. La gente se alegrará.
Un artista con un lazo de capitán que defiende.

Pelusa, no sé lo que quieren de vos.
Tus enemigos se muerden.
Tu gente no te cuestiona, no se resiente.
Te espera, con un grito caliente,con un grito caliente, con un grito caliente.




A nosotros no se nos escapó la tortuga ni le tomamos la leche al gato, por eso hemos elegido la poesía de Los Cafres para rendirle nuestro humilde homenaje al futbolista más grande de todos los tiempos en el día de su cumpleaños.

Si te quedaste con ganas de más, tenemos otros textos dedicados al Diego:

- "Me van a tener que disculpar" de Eduardo Sacheri
- "Nudo en la garganta" de Nicolás Barrasa (con barrilete cósmico incluído)
- "MDA" de Fernando Espinosa

lunes, 26 de octubre de 2009

MDA (Por Fernando Espinosa)

Por Fernando Espinosa


Qué le puedo decir si yo sé algo que él no sabe porque tuve algo que él no pudo tener. Cómo lo voy a pelear si es lo único que hizo de chico. Qué le puedo exigir si ni en lo más alto lo libraron de responsabilidades. Si hasta el mismo éxito fue un gol en contra cuando a los exitistas del festejo no les importó su viejo. Estoy seguro de que fueron ellos, los que más aire tuvieron, quienes casi lo asfixiaron. Tantos que vivieron de su costilla sin dejarlo disfrutar. Y, entre tantas noches y aviones, ella: solapada entre tanto maquillaje. Tan traicionera como bella, hizo su entrada justo cuando se consagraba y se estrelló. Tanta oscuridad aclaró muchas cosas y se cayeron varios antifaces. Reconocido, polémico y pretendido, siguió su camino con la mente orientada a sus dos tesoros. Luceros que fueron aliciente suficiente para volver al ruedo, siempre con ruido. Fiesta no le faltó de ninguna índole, por eso le pido que no claudique en su esfuerzo. No sé si habrá plantado el árbol, pero por lo otro ya puede estar tranquilo. Tengo certeza de que no fue monarca, pues dios no necesita cetro ni corona y no deja todo por un arca. Prefiere recostarse sobre la izquierda, como aislado, para cambiar el aire. Él es el que es, él es como es: popular.



Fernando Espinosa nació en Buenos Aires en 1981. Es Licenciado en Comercialización (UADE), Técnico Superior en Periodismo (Escuela del CPD) y un apasionado del fútbol. Este año ha colaborado con la página web www.torneo.cablevision.com.ar como redactor de algunas notas de color y curiosidades del campeonato oficial de la AFA. Anteriormente, ha sido pasante en la Redacción del diario deportivo Olé, colaborando en la cobertura de los partidos del Torneo de Ascenso. Ha sido redactor de Marca personal, programa emitido por AM 1450, Radio Sol. Ha sido panelista y movilero en el programa Noticias de los pibes, emitido por AM Palermo, dedicado a la actualidad de las divisiones inferiores de los clubes de fútbol del área metropolitana. Es vocal de la Comisión de Fútbol del Club Universitario de Buenos Aires (CUBA) y redactor del sitio web de ese club desde el año 2003.


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lunes, 19 de octubre de 2009

Graffiti futbolero (Por Juan Pablo Sorín)

Por Juan Pablo Sorín


Se juntaban por una señal en la calle. En la misma calle dónde jugaban cuando eran chicos. No era una reunión formal, no. Ni siquiera se comunicaban vía e-mails o teléfonos. El que se enteraba del próximo torneo de fútbol 7 debía pintar un graffiti sobre la pared del baldío. Allí, donde habían llevado a sus primeras novias y a la gordita Luisa que les había repartido alegrías, como un payaso de pueblo, a cada uno de ellos.

Entonces, el dibujo con aerosoles, alegorías a veces fluorescentes, otras blanco y negro. En general había una pelota pero eran originales, a veces amorfos y otras infantiles o también ridículos, para qué mentir. Siempre en el Pasaje Sombras, cada mes, había un tipo de 35 años creando imágenes urbanas. Algunos pensaban que era una tribu de arte moderno o artistas sin galerías donde exponer. Sin embargo, era mucho más que eso, significaba volver a la infancia, volver a encontrarse con los viejos amigos.

Parecía un juego, una simple diversión. Pero vale aclarar que ellos no tenían comunicación alguna entre sí. No se veían para comer en la semana o se juntaban en la casa de alguno a ver “Fútbol de Primera”. No existieron más relaciones cotidianas luego de aquel torneo final Argentino del ’84. No se volvieron a juntar nunca más. Se perdieron el rastro.

Hubo una pelea determinante que empezó a fragilizar ese lazo entrañable que habían izado entre sus manos. No fue durante la final que ganaron ni durante los partidos previos, no. Fue en la fiesta que organizaron los intendentes de San Timo para los campeones. Ahí vino el lío de polleras, decía el técnico del equipo, un tal Luigi. Que la flaquita es mía y que la “colo” tuya le repetía el Marcio al Pitu.

Pero cuando el alcohol corre en la venas, cuando las miradas o bifes de chorizo chorreando, no hay leyes. Y no hubo orden ni respeto por aquello que habían acordado en la combi antes de llegar. Se pudrió todo. Volaron las botellas y hasta la gente del lugar, queriendo calmar, se enganchó en el revoleo de trompadas y cabezazos de esos pibes borrachos de la Capital. Fueron en cana. Durmieron con el gusto de la sangre en sus caras, todos separados y sus familias tuvieron que viajar hasta San Timo para rescatarlos del calabozo. Fue un escándalo en el barrio y todos le apuntaron al Marcio y al Pitu, los galanes sin premio de doncellas, de aquella velada tumultuosa. Entonces empezó el periplo, alguno se marchó del barrio, otro empezó con el estudio y así sus vidas se fueron dividiendo. Que una novia regañona, que el trabajo, que la rutina glotona y tal vez, hasta la ideología fueron diferenciando sus porvenires.

Hasta que un día, veinte años más tarde, coincidieron dos de ellos caminando nostálgicos por ese lugar tan suyo, tan propio, que nunca se perdió, por el Pasaje Sombras. Y tuvieron la idea de juntar al resto. No tenían direcciones y ahora los teléfonos tenían 8 cifras y no 6 como cuando niños. Entonces surgió la idea de un cartel, una señal en ese sitio donde, imaginaron y desearon, que en algún momento todos pasarían. No podía ser un encuentro porque sí, o una cena formal después del antecedente final. En la ciudad una vez por mes se celebraba un torneo para equipos de 7, en lugares itinerantes, y por el fútbol ninguno diría que no. El Androide pintó el primer graffiti y se abrazó con el Torto que tenía unas ganas locas de jugar y ver a los pibes, de lo que siempre hablaba en su casa con sus tres nenes. Faltaban tres semanas, tiempo suficiente para saber si su amistad había sido tan fuerte, si su fortaleza espiritual aún marcaba sus vidas, si realmente todos harían el esfuerzo en nombre del recuerdo. Dejaron su ilusión librada al destino.

Aquella tarde la temperatura marcaba dos grados y se veía desembarcar de los coches a los integrantes de los equipos inscritos para el torneo. Estaban casi todos pero faltaban los del equipo “Pasaje Sombras”.

El primero en llegar fue el Marcio con un bolso azul, su pelo virulana como siempre y cara de bueno. Retumbaban las voces del gimnasio y se sentó en el buffet a esperar a su equipo medio descreído ante la mirada de los organizadores. Fueron llegando de a uno y las emociones iban creciendo en la atmósfera. El Androide inquieto y con arrugas ya; el Torto panzón y alegre; el Loco contando chistes; el Manu pelado y ya cambiado para jugar; el Negro callado pero el más conmocionado de ver al resto, y sobre la hora vestido de traje llegó el Pitu… mirá al muñequito de torta? Gritó el Loco y todos se terminaron de aflojar, se abrazaron mil veces como en un baile a ciegas y se fueron al vestuario a seguir la tradición, como si nunca se hubieran separado. Mientras se cambiaban se observaban como si no se conocieran: ¡20 años, máquina, es mucho tiempo, che!, y apurados por el torneo se decían:

- Mirá lo viejo que estás

- ¡Y vos la buzarda que tenés papá! ¡Che el Negro va a llorar eh!

El equipo de la niñez saldría a escena otra vez. Ganaron los primeros dos pero al tercero fueron eliminados por un equipo joven que los mató físicamente. Pero eso fue sólo un detalle, luego de la ducha se metieron en una parrilla a comer. A la cena cayó el técnico Luigi con su estómago estropeado y los pelos blancos a cuestas. Chuparon y morfaron como la primera vez, no querían que se terminara nunca esa noche. Antes del brindis el Loco se paró y dijo tapándose la cara:

– Che, Marcio, como te robó la novia el Pitu ¡¡eh!! Se hizo un silencio estremecedor… el aire se paralizó, el Torto se lo comió al Loco con la mirada… pero esta vez, mientras el Pitu le pedía perdón a Marcio de rodillas, se cagaron de risa y se volvieron a abrazar y lo obligaron al buitre Pitu a pagar la comida por ser el culpable de tantos años perdidos.

– Che, Androide, gritó el Loco, la próxima hacé un mapita que tu letra es horrible…
Siguieron las anécdotas y las carcajadas. Se hicieron las cuatro. Recordaron jugadas, pibes olvidados, padres pesados, antiguos amores, goles de galera y bastón. Se pusieron al día. Todos cumplieron la promesa de no decir nada en casa y seguir con su clave: los graffiti, que no dejaban huella. Luego se mostraron orgullosos las fotos de los hijos. Tenían los ojos brillosos. Más tarde agarraron los bolsos. El Manu movió la cabeza sin poder creerlo todavía y se perdieron por distintos rumbos. La noche era fría, la niebla comenzaba a subir antes del amanecer.

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martes, 13 de octubre de 2009

Pequeñas victorias (segunda parte)

Por Carlos Sandoval

III



Faltaban 3 minutos para que acabara el partido. El mejor jugador del Mundo, Balón de Oro del año pasado no había aparecido hasta ese momento. El rival era dueño absoluto de la pelota. La dormía en mitad de cancha. El mejor jugador del Mundo comenzaba a hacer piruetas en el gramado, acaparando la marca de toda la defensa rojiblanca. Había comenzado su show. La gente en las tribunas se retiraba derrotada. Los hinchas cerraban los puños de impotencia. Los únicos que celebraban eran el pequeño grupo de hinchas albicelestes ubicados en la parte derecha de la tribuna de Oriente. Tito y Chuco se sentían engañados. Al lado, un señor entrado en años había mantenido prendida su vieja radio durante todo el partido. El locutor de la emisora sintonizada comentaba lo mal que había jugado el equipo local: “Esta vez no podemos decir…Jugamos como nunca y perdimos como siempre. Señores, la Selección hoy no tuvo ideas”.

-Jugamos como siempre, perdimos como siempre, más bien -se dijo Tito.

-Los partidos se ganan con goles, no con buenas jugadas. Los partidos se sacan adelante con huevos y empuje, no con jugadas bonitas -dijo alzando la voz, con ganas de ser cada segundo mas escuchado. Chuco tenía la mirada triste y perdida hacia el campo de juego. Albergaba un nudo en la garganta. Todo el esfuerzo ¿Para nada?

-Vámonos Tito. Quiero irme a la casa- dijo Chuco casi como una súplica.
- Si. Esto es una mierda – agregó rápidamente Tito

La gente que aún quedaba en las tribunas tenían puesta la mirada fijamente hacia la cancha. Algunos gritaban: “No se vayan. Tengan fé”. Era mucho pedir a estas alturas del partido. Tito y Chuco subieron las gradas rumbo a la salida. Sorteando riachuelos de orines y entre paredes pintarrajeadas se apostaban a bajar las escaleras hacia la salida de la tribuna. De pronto, una radio salida de algún lugar con el volumen al máximo comenzó a narrar increscendo:

-Minuto 92. Vamos Perú.
-Va Messi para cambiarle el ritmo. Sigue Messi, va Zambrano para buscarlo. Vargas. Recuperó Vargas, el servicio largo para buscar a Rengifo (Apòyate con Paolo De La Haza). Vaaargas, va Vargas. Empuja Vargas. Quiere pasar Vargas. Sigue Vargas. Lucha Vargas. Pasó Vargas. ¡Qué bien que la hizo Vargas! ¡Aquí está el empate! ¡En el área espera Ñol! ¡En el área espera Ñol! ¡Estaaaaaaaaaaá…..! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! Goooooooooooooooo….l! ¡Goooooooooool! ¡Gooooooool! ¡Goooooool! ¡Gooooooooool! ¡Gooooooooool peruano! ¡Con el corazón de Vargas! ¡Con los huevos de Vargas! ¡Con el empuje de Vargas! ¡Con el pundonor de Vargas! ¡Con el corazón de todos! ¡Lo hizo Vargas! ¡La metió Fano! ¡La metió Fano! ¡Pita Amarilla! ¡No merecíamos perder! ¡No merecíamos irnos con las manos vacías! ¡No merecíamos el uno a cero en contra! ¡Apareció Fano! ¡Apareció Fano en el final! ¡Apareció Vargas empujando! ¡Tuvo tiempo hasta de sacarse a un argentino! ¡Tuvo tiempo hasta de empujar a Battaglia! Tuvo tiempo hasta para levantar la cabeza ¡Tuvo tiempo hasta para mirar a Fano…! ¡Y Fano hizo su trabajo! ¡Fano hizo lo que hace un goleador! ¡Fano hizo lo que hace un nueve! ¡Ahí Fano! ¡En el área Fano! ¡Es el mejor final que me ha tocado narrar…! ¡Perú uno, Argentina uno!


El Estadio rugió al unísono. Tito y Chuco repitieron el grito de todo el Estadio. ¡Gol! ¡Gol! ¡En los descuentos! Los hermanos se abrazaron fuertemente, casi al instante, ahogando sus gritos. Como todos en esas escaleras. La gente que anteriormente había salido ofuscada, ahora pugnaba por regresar. Hasta los que ya estaban fuera de la tribuna, camino a la calle. La tribuna era una fiesta. El campo de juego también. Los visitantes estaban doblados con la mirada en el piso, derrotados con el gol de empate. Toda la banca local se abrazaba. El Loco, gestor de la jugada del gol, era abrazado por todos, y ya sin aire sólo quería ingresar a camarines. El nueve de la Selección, autor del gol declaraba a todas las cámaras de televisión, ávidas de obtener en primicia sus declaraciones. Sin aire, el jugador, dedicaba el partido a la gente en las tribunas, yendo a regalar su camiseta llena de vergüenza deportiva y claro, también sudor. En las tribunas seguía la efímera fiesta. Los muchachos habían regresado y la gente aún vibraba de emoción en las graderías. ¿De quién fue el gol? – se preguntaban muchos. ¡Del Cholo, causa! ¡Del Cholo! ¡Bien carajo!


El júbilo estuvo bueno. Tito y Chuco sudaban y tenían las gargantas llenas de escozor, por haber gritado tanto. Tenían el sentimiento de haber librado una batalla memorable. De esas que las generaciones venideras lograrían recordar. La gente comenzaba a abandonar las tribunas con caras alegres, comentándose el momento previo al gol, la jugada, lo que pensaban y hasta como saltaron y gritaron. Las puertas hacia las calles luminosas estaban atestadas de personas risueñas. Desde las veredas se escuchaban arengas, sonidos de chicharras, pitos o matracas comprados antes de ingresar al Estadio. En suma, había sido una jornada memorable.


Ya en el micro de regreso a casa, Tito y Chuco seguían comentando el partido:

-Ese gol al final fue lo mejor. El equipo le metió huevos – disparó Tito.
-Si, aunque por ahí vi dos jugadas buenas de ataque. Igual el rival jugaba mas – agregó Chuco.
-Puede ser – replicó Tito. Pero los partidos se ganan con goles, no con bonitos toques de pelota. ¿Recuerdas esa vez que metí el gol de la victoria en la canchita de la Urba? Esa vez jugamos hasta el culo, pero le metimos huevos, vino el corner, puse la pata hasta el fondo y ganamos. Me metí con pelota y todo al arco. Los del otro equipo al terminar el partido nos armaron la bronca, pero ya estaban cagados. Igual pasamos a la final en ese campeonato.

Bajaron del colectivo y caminaron hacia la cuadra donde se encontraba su casa. Al doblar hacia su cuadra, aguardaba la caseta de Angelito, el guachimán de su cuadra, el cual los recibió ansioso:

-¿Qué tal el partido muchachos? ¿Vieron la corrida del Loquito? ¡Yo sabía que no perdían! ¡Esa es la Selección caracho!
-Habla pe Angelito. El partido estuvo medio tela, pero el final fue de infarto. Ya nos estábamos yendo, pero justo gritaron gol y regresamos – respondió Tito.
-Si pues. Ese Estadio debió ser un loquerío. Pero nada como la Selección de México 70´. ¡Ese era un equipazo! – expresó el guardián, mostrando su nostalgia.
-Ya nos vemos Angelito. Buenas Noches.
-Nos vemos muchachos.

Angelito tenía prendida la radio que lo acompañaba durante las noches. En la emisora, el locutor aún daba la crónica del partido jugado:

-Y ahora Elejalder Godos da sus impresiones del partido para Radio Ovación, un Perú en sintonía, para Pollos y parrilladas Hilton (¡Qué placer!) y Dencorub, calor que penetra, calor que alivia…!

-Gracias Mario por el pase. Hoy Perú sacó adelante un partido perdido. Con garra y empuje el equipo empató. No sirve de mucho dada la complicada situación de la Selección en la tabla, pero sirve para soñar. Por pasajes del partido merecimos perder...

Los muchachos caminaban hacia su casa. Tito volteó hacia la radio al terminar de escuchar la última frase que expulsó la radio:

-Nosotros nunca merecemos perder. Los hinchas no – replicó el muchacho. Chuco lo miró admirado, como si hubiera hablado un sabio. Sacaron la llave y entraron a casa.


Así se describe el autor de este muy buen cuento:
"Escribir es una terapia. Siempre fue una necesidad. Estudié Antropología. Me di cuenta que no podia ser mediador ante nadie. Viajé a comienzos del 2009 a Buenos Aires para tomar un curso de escritura creativa. Dejar todo de golpe no es fácil. Escribí mas que en toda mi vida. Salir a observar a la gente es interesante, pero pienso que finalmente de quien puede escribir y relatar mejor uno? Sólo de uno mismo: Retroalimentacion. Sentimientos. Parrafos "edificantes". Detalles infimos. En lo que escribo suele haber todo esto. Y a veces mas.


***

lunes, 12 de octubre de 2009

Pequeñas victorias (Por Carlos Sandoval)

Por Carlos Sandoval

I

Tito y Chuco salieron de casa al promediar las dos de la tarde. Era una fría tarde dominical del invierno limeño. Los días libres en la ciudad tenían un color especial. Las familias salen a comer o a pasear, con el único afán de matar la tarde libre en conjunto. Los muchachos se dispusieron a guardar las entradas en sus respectivas casacas, así como la bolsa que contenía los panes con camote que los sostendrían hasta regresar a casa. Se venía algo bueno. Ellos lo podían oler en el ambiente. Tito alzó la mano y el micro se detuvo. Hizo subir a su hermano y tomaron asiento. El trayecto era algo largo. La 73 hacía una hora exacta de camino hasta el cruce de Petit Thouars con la calle José Díaz. Una hora de camino y una conversación irregular. Los dos sólo tenían en mente una cosa: Estar dentro del estadio. No importa que falten horas para que el partido comience. No importa que hayan sacrificado el almuerzo familiar de los domingos por estar ahí. Ellos anhelaban poder deshacerse de esos papeles cromados que con tanto esfuerzo habían conseguido, y poder sentirse libres ya en la tribuna. Las entradas eran fruto de haber juntado las propinas diarias de dos semanas para poder estar en tan importante acontecimiento. Ni bien Tito se enteró de la fecha del partido había dejado de comprar ONCE, su revista futbolística semanal y juntaba con ahínco cada centavo. Chuco también se unió a las dos semanas del ahorro. Dejó incompleto su álbum de figuritas autoadhesivas y tampoco compraba el churro diario que se comía al regresar del colegio a casa. Esta vez la Selección no podía perder. Estaban seguros de eso. La última fecha en Montevideo les robaron el partido. El gol de Solano había sido legítimo. No merecieron perder. Ese árbitro chileno favoreció al local descaradamente. Esta fecha, los argentinos morderían el polvo de la derrota. No importaba que tuvieran al mejor jugador del mundo. No importaba que estuvieran primeros en la tabla. La selección hoy ganaba si o sí. Esta vez si vamos a clasificar al Mundial.



Al subir al ómnibus, Tito se había percatado que habían mas personas con camisetas de la selección. Eran como una secta secreta que se reconocía así misma de reojo, se movían la cabeza a modo de saludo y regresaban a sus ensoñaciones futboleras dentro del fondo de la ventana. Chuco sacó el primer pan de la tarde. A sus 11 años tenía un hambre de naufrago en cuarentena. Era bajito, rechoncho y callado. Pero crecía con los comentarios optimistas de su madre: “Serás tan alto y guapo como mi hermano Ramón”. El pequeño comía bajo la atenta mirada de su hermano mayor, el cual también se mandaba con el primero de la tarde: El primer bostezo. Tito era medianamente alto a sus 15 años. Era mas morocho a diferencia de su hermano menor. Ya estaban por las solitarias calles dominicales de Miraflores. Muchos carros se hacían notar con banderas rojiblancas vistosas y esos infladores ruidosos. También resonaban las bocinas. En los cruces, los policías de tránsito se mostraban algo alegres y sin esa cara de cachacos estreñidos. Hasta tenían una escarapela rojiblanca en la solapa de su saco verde olivo. El ambiente era especial.


Ya doblando hacía Conquistadores y saliendo en línea recta hacia Orrantia, el micro se topó en el semáforo con un automóvil repleto de camisetas y banderas albicelestes. Le llovieron desde mentadas de madre, hasta cáscaras de naranja. Tito y Chuco miraban sin exaltarse la pintoresca escena. Por fin llegaron a su destino. Medio micro se bajó a dos cuadras de la tribuna norte del Estadio. Entre revendedores de entradas, mujeres que les ofrecían desde camisetas con toda la numeración del equipo hasta binchas o sombreritos rojo y blancos, los muchachos lograron pasar el cerco de policías a caballo mostrando sus entradas.
La cola para entrar ya daba la vuelta hasta la altura de la Vía Expresa. Un olor nauseabundo que mezclaba higadito frito y caca de caballo los recibía al final de la cola. De pronto, a mitad de la fila, se escucharon voces alzadas y movimientos bruscos:

-¡Oe colón de mierda andate al final! ¡No seas pendejo pues compare! ¡Jefe aquí hay un colón! ¡Jefe!
-Tito ¿Qué pasa?
-Nada, un pata que seguro se ha querido colar. Ahora viene el policía a sacarlo.
-Estoy muy apretado Tito.
-¡No te vayas a soltar de mi espalda! ¡Ahorita seguro nos van a hacer retroceder y no vaya a ser que te quedes afuera! ¡Estate mosca!
-Ya.

Habían abierto las puertas del Estadio. Los primeros de cada cola se disponían a pasar. Los controladores, en las puertas que daban hacia las canchas de fulbito/estacionamiento de carros del Estadio previas a la entrada de la tribuna pedían a los asistentes sus respectivos boletos. Tenían unas maquinitas láser las cuales rozaban los boletos y certificaban si eran verdaderos o falsos. Toda una novedad. Por fin, Tito y Chuco habían llegado a la puerta. Revisaron sus boletos. Lograron pasar. Bajaron las escaleras al vuelo y de un brinco llegaron a la superficie. Siguieron corriendo hasta la puerta de la tribuna. Se toparon con el segundo control. Un par de policías revisaron sus bolsillos, y casi zafándose violentamente subieron cual rayo las escaleras que daban a la tribuna. Al llegar, sus ojos se abrieron ante esa ensoñación de color verde. Chuco podía hasta respirar el aroma del pasto recién cortado, aquella mesa de billar que recorría al meter sus mejores goles, los de la clasificación, los de la vuelta olímpica en sus sueños felices. Tito miraba la red del arco que daba hacia la tribuna donde estaban. Pedía a los cielos que en este arco se marcara el gol de le victoria de su Selección. El que merecía gritar todo el Estadio.



II

Mientras unos tipos en zancos iban haciendo piruetas por toda la pista atlética, se escuchaban valses por los parlantes del Estadio. Las tribunas estaban cada vez mas nutridas. Hasta las preferenciales. Las luces estaban prendidas hacia un buen rato. Al grito de ¡Ooooole! Las cuatro tribunas se confundían en olas. El Estadio era un jolgorio de optimismo y emoción. Tito y Chuco movían nerviosamente las piernas. Ya sólo faltaba media hora. Estaban ubicados a una altura media de la tribuna. Podían ver sin problemas la cancha. Unos minutos antes Chuco había saludado a un amigo del colegio que estaba acompañado de su padre. Los vendedores de cancha, sanguches y gaseosa se movían hábilmente en zigzag ofreciendo sus productos. La Banda de la Policía por fin había salido a la cancha. Eso significaba que en unos momentos saldrían los equipos a la cancha. Tocaron varias marchas militares y una que otra marinera. Tras el término de su intervención, salieron los árbitros. Segundos después, el equipo albiceleste pisó el terreno del viejo José Díaz. Tras los silbidos e insultos del caso, la Selección apareció por uno de los túneles que daban a la tribuna Sur. El Estadio se estremeció de emoción con bombardas, humo rojo y blanco, papel picado, aplausos y gritos de aliento. Tito y Chuco no paraban de gritar y saltar. Tras el canto de los respectivos Himnos Nacionales, la pelota estaba en el centro del campo. Fueron segundos de silencio. Este se rompió con el primer toque del equipo vistante.

El primer tiempo y parte del segundo había tenido un trámite mediocre. Las acciones se daban lugar en la media cancha, teniendo a los volantes de contención de cada equipo como “figuras” del lance, destruyendo los avances de los dos equipos. A partir del minuto 70, el equipo albiceleste comenzó a ser mas incisivo en sus ataques, aprovechando que el medio campo rojo y blanco había comenzado a dar muestras de cansancio. En un contragolpe, el 10 del equipo albiceleste logró sacarse de encima la marca de dos contrarios, dio un pase en callejón hacia el puntero derecho, el cual cogió algo desprevenida a toda la defensa, dribleando al arquero y así poner el primero de la noche. El Estadio era un cementerio. Las primeras caras largas y de molestia comenzaron a notarse. Tito y Chuco estaban quietos en sus lugares. No podían creerlo. La Selección perdía, y encima jugaba mal. Tenían el ánimo por los suelos. La gente a su alrededor estaba cada vez mas exaltada. Pedía la cabeza de entrenador, no paraban de putear a los defensas que no marcaban y a los mediocampistas que no creaban una situación de peligro en el arco contrario. Para colmo, los delanteros parecían asistentes privilegiados al partido. Se mostraban perdidos en el tiempo y el espacio deambulando por los tres cuartos de cancha contraria tratando de coger la pelota y encarar al arco. Esta vez no salía nada.


Para el minuto 83, el Loco, lateral izquierdo de la Selección, luego de un corner pateó una pelota en primera sacándole “astillas” al palo superior del arco contrario. Hizo despertar del letargo a todo el Estadio. Luego se sucederían mas acciones aburridas. El equipo rival ya tenía el control casi total del balón La Selección no hallaba el camino al arco rival. A todo esto, el árbitro había comenzado a cobrar faltas inexistentes a favor del equipo albiceleste. Esto enervó aún más a los hinchas locales. De pronto “el de negro” cobró una supuesta mano a favor de los visitantes:

-¡Arbitro conchatumadre! ¡Te vamos a matar!- gritó Tito casi quedándose sin voz al terminar la frase. Los hinchas a su alrededor celebraron el reclamo airado con unas sonrisas algo sorprendidas. Chuco no salía de su asombro al ver a su hermano mayor tan emocionado por el partido. El muchacho sólo atinó a sentarse algo avergonzado en su lugar.
***
Continuará
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lunes, 5 de octubre de 2009

El cuadro del Raulito (Por Eduardo Sacheri)

Por Eduardo Sacheri


El decidió, de entrada nomás, dejarlo en libertad. Tenía la idea de que los amores no se imponen, ni siquiera se eligen. Pensaba que en todo caso eran los amores los que optan, los que se le imponen a uno. Por eso, con cierta prescindencia fatalista pensó que si tenía que ser, sería, y que si no, era inútil gastar pólvora en chimangos.
No le fue fácil, sin embargo. Sobre todo cuando en sus narices otros rivales se lanzaron a tratar de convencerlo. Le costó sobreponerse, y aceptar sonriendo a tíos y primos y cuñados y amigos y vecinos tentándolo al Raulito, ofreciéndole camisetas y pelotas y gorritos, a cambio de promesas de fidelidad a sus propios cuadros. Tampoco dijo nada cuando sorprendió a más de uno de esos buitres futboleros enseñándole al chico los canutos de la cancha, instruyéndolo subrepticiamente en las rivalidades históricas, ensalzando las hipotéticas virtudes de los unos, y vilipendiando las supuestas taras infames de los otros.
El los dejó. Un poco por esa resignación que era tan suya. Y otro poco porque a veces, en sus días tristes, sospechaba que tal vez fuese mejor así, que la cadena de afectos inexplicables se cortase con él, sin involucrar a su hijo. Que tal vez el chico terminase siendo más feliz siendo hincha de algún grande, saliendo campeón de vez en cuando, viendo la cancha llena, comprando El Gráfico con su ídolo en la tapa. Si al fin y al cabo él venía sufriendo hacía... ¿cuánto? Más de veinte años desde aquel campeonato. Y después la debacle. Hasta el descenso había tenido que sufrir, hasta el descenso. Y a la vuelta, la desilusión grande del 94. Justo en la última fecha, será de Dios, en la última fecha. Si faltaba tan poquito, un empate y listo. Pero ni siquiera.
Por eso, seguramente, aceptó con entereza que Raulito, desde los nueve, más o menos, empezase a decir que era de River, «como el tío Hugo»; aunque en el fondo más recóndito de su ser, él sintiese sinceros deseos de pasar al «tío Hugo», lenta, dulcemente, por la picadora de carne y la máquina de hacer chorizos.
Es que, a solas consigo mismo, en el resto de los días, sabía que era todo grupo. Que le hubiese encantado que Raulito saliese de los suyos. Que ahora que ya tenía trece, ahora que era todo un hombrecito, habría sido lindo ir juntos a la cancha. A la tarde, tempranito, en el tren y el 118, hablando de bueyes perdidos, mirando el partido de tercera acodados en el escalón de arriba, dejando pasar la vida.
Pero igual no cambiaba de idea. No señor. Que si tenía que ser que fuese, y si no, no. Igual, y por si acaso, cultivó su propia planta de leyendas mentirosas, como para mantener viva su persistente esperanza. Y aunque le daba un poco de vergüenza comparar al equipo del 73 con la Selección del 86, igual seguía adelante, envalentonado en su propia pirotecnia falaz, enternecido en la admiración dibujada en los ojos del Raulito.
Esa tarde, la inolvidable, la definitiva, empezó como todas, con el mate y la radio en la mesita de hierro del patio. El padre decidió prevenirlo de entrada:
–Mira, Raulito, que hoy juegan contra nosotros. El hijo lo miró con curiosidad.
–¿Y qué problema hay, pa?
El padre, feliz en la sencillez del chico, terminó sonriendo:
–Tenés razón, Raulito, ¿qué problema hay?
A los veinte minutos penal para River. El chico lo miró al padre, como dudando. El lo tranquilizó, a pesar de sí mismo:
–Gritálo tranquilo, Raulito. Eso sí: si después hay un gol nuestro, no te enojés si yo lo grito.
–No, papá, si no me enojo –le aclaró, muy serio. Después gritó el gol, pero no mucho. Fue un grito breve, un poco tímido. El padre lo palmeó.
–No seas tonto, Raúl, gritálo todo lo que quieras.
–Así está bien, pa –fue toda su respuesta. Al rato vino el dos a cero. Ahí el chico lo miró primero, y después dio un par de aplausos, y eso fue todo.
–Che, ¿qué clase de hincha sos vos? ¿Así te enseñó tu tío Hugo a gritar los goles?
–No pa, él los grita como loco. Como vos, los grita.
–Y entonces gritá tranquilo, hijo. –Y después añadió, con un guiño:– Ojo que en el segundo tiempo capaz que grito yo, ¿eh?
Se sentía en paz, dueño de una felicidad sencilla y robusta. Casi ni se acordaba de que iban perdiendo. Empezaba a pensar que tal vez no fuese tan terrible que su hijo fuese de River. A lo mejor iban a poder ir a la cancha igual, turnándose un domingo cada uno, si el fixture ayudaba.
El segundo tiempo siguió por el trillado sendero de la tragedia. Un contraataque y tres a cero. El pibe ni siquiera hizo un gesto cuando el relator vociferó la novedad a voz en cuello.
–Che, Raulito, ¿estás dormido, vos? –El padre lo palmeó con afecto.
–No, papi. –Zarandeaba las piernas cruzadas debajo del asiento, y tenía los dedos cruzados en el regazo, como cuando pensaba en cosas complicadas. Luego aventuró:– No sé, me da un poco de lástima.
El padre se rió con ganas.
–Dejáte de jorobar, Raúl, y disfrutálo. Total, un partido más, uno menos... Aparte, cuidado, pibe –bromeó–, mirá que a lo mejor todavía se lo empatamos.
Para colmo, y como dándole la razón, al ratito vino el tres a uno. El padre lanzó un gritito contenido, tenso, como el que habrían dado los jugadores, saludándose apenas entre ellos, disputándole la pelota a un arquero con ganas de enfriar la cosa, corriendo hacia el medio campo para ganar tiempo. El hijo lo miró sin tristeza. Cuando sus ojos se cruzaron, ambos sonrieron.
–Te dije, pibe, ojo con nosotros. Mirá que somos bravos.
Por lo que decían en la radio, el partido se estaba poniendo bueno.
–Escuchá, Raulito, escuchá: los tenemos en un arco.
Pero el aviso era inútil. El chico seguía el relato concentrado, serio. Acompañaba las jugadas trascendentes con patadas en el aire, como jugando él también su parte del asunto. El padre sonrió. Cómo son los pibes. Se posesionan de tal modo que se sienten ellos mismos protagonistas del partido. En realidad, no sólo los pibes: un par de semanas atrás él mismo había hecho trizas el termo en un esfuerzo supremo por despejar al córner un disparo bajo que iba a sobrar fatalmente al arquero.
A los treinta, más o menos, tiro de esquina sobre el área de River. El chico seguía enchufadísimo. Hasta balanceaba ligeramente el cuerpo de un lado a otro, como todo buen cabeceador, esperando el momento de correr un par de metros y madrugar al marcador y pegar el salto y conectar el frentazo. Pero había algo que al padre no le cerraba, algo en el modo en que estaba parado, algo en la expresión de sus ojos negros.
El corazón le dio un vuelco cuando comprendió: el pibe se estaba perfilando de atacante, no de zaguero. El movimiento era para zafarse de algún marcador pegajoso, los ojos tenían el fuego de vení bola vení que te mando a guardar. El brazo derecho se alzaba en el gesto que se le hace al siete de ponéla acá, justito acá por lo que más quieras.
El relato se suspendió en una nota aguda, una de esas notas que se alargan, que perduran en el aire, mientras el relator decide si tiene que gritar o decir que pasó cerca. Igual no hizo falta, porque la hinchada, detrás de ese arco, lo gritó primero, y el relator en todo caso se encaramó después a ese alarido. El padre lo gritó con ganas, entusiasmado. Tres a uno es una cosa. Pero tres a dos es otra bien distinta, y entonces...
Tuvo que interrumpirse de golpe en sus divagaciones. Porque a sus pies, al costado de la mesita, de rodillas, de cara al cielo, gritando como si lo estuviesen desollando, con los brazos extendidos y las palmas abiertas, mezclando los chillidos de su voz de nene y los ronquidos incipientes de su madurez en ciernes, estaba el pibe, el pibe ya sin vueltas, ya sin chance alguna de retorno, ya inoculado para siempre con el veneno dulce del amor perpetuo, ya ajeno para siempre a cualquier otra camiseta, más allá de cualquier dolor y de todas las glorias, dando al cielo el primer alarido franco de su vida.
El padre se lo quedó mirando, impávido, hasta que el pibe se quedó sin voz y volvió a sentarse. Tuvo miedo de pronunciar palabra, como si cualquier cosa que dijese conllevara el riesgo de destruir ese hechizo de epopeya. El pibe, igual, no lo miraba. Estaba ciego a cualquier cosa que no fuese esa cancha, ese arco de sus desdichas, ese reloj fugaz y traicionero, ese relato interminable de centros llovidos al área y despejes agónicos. Sobre todo eso el padre pensó después, porque en ese momento, agobiado en la constatación de su pequeño milagro íntimo, apenas le quedaba tiempo de mirarlo al pibe, de comérselo con los ojos, de grabárselo para siempre en el recoveco más recóndito de su alma.
En eso estaba cuando, ya en el descuento, River jugó mal al off–side y el nueve se escapó con pelota dominada. El relato radial se trepó de nuevo a uno de esos agudos oraculares. El pibe se puso de pie, incapaz ya de tolerar la tensión de la jugada. Con el rugido de la hinchada de fondo, padre e hijo contuvieron el aliento, con el alma pendiendo de ese nueve que entraba al área a liquidar el pleito, que punteaba la pelota por encima del arquero, buscando el segundo palo. El relato se cortó de pronto, y cuando continuó ya lo hizo en un tono menor, para explicar lo inexplicable: la pelota besando el travesaño y yendo a morir al techo de la red, ya inútil, ya sin sentido, ya con el arbitro pitando el final.
El padre se volvió a mirarlo. El chico estaba rojo de la bronca, con los ojos muy abiertos de tan incrédulos, con los puños apretados de impotencia. Pensó primero en decir algo, como para tratar de mitigar ese dolor en carne viva. Pero lo disuadió la certeza de que era mejor así, porque así eran siempre las cosas, y las cosas no podían estar mal, si así eran siempre. Los labios del chico se torcieron en una mueca, y por fin se lanzó en un llanto desbocado. Ya era grande. Lo suficiente como para querer llorar a solas. Por eso se levantó de pronto y corrió hasta su pieza. El padre escuchó el portazo, y no necesitó verlo para saberlo derrumbado sobre su cama, confuso, dolido, ignorante de qué debe hacer uno con el dolor y con la rabia.
El padre lo supo llorando a mares, y se regocijó en esas lágrimas. Porque uno puede decir que es de muchos cuadros. Uno puede cambiar de idea varias veces. Sobre todo si abundan los tíos y los primos grandes, dispuestos a comprar con pelotas y camisetas la fidelidad de un corazón novato. Pero una vez que uno llora por un cuadro, la cosa está terminada. Ya no hay vuelta. No hay caso. De la alegría se puede volver, tal vez. Pero no de las lágrimas. Porque cuando uno sufre por su Cuadro, tiene un agujero inentendible en las entrañas. Y no se lo llena nada. O mejor dicho, sólo se le llena con una cosa: con ganar el domingo que viene. De manera que asunto concluido. La suerte está echada. Nosotros acá, el resto enfrente. Algunos más amigos, otros menos. Pero de este lado nosotros, los de acá, los que no tenemos en común, tal vez, victoria alguna, pero que compartimos las lágrimas de un montón de derrotas.
Cuando su mujer salió al patio, extrañada de que su marido siguiese al sereno en el atardecer frío del otoño, lo encontró llorando a él también, pero unas lágrimas gordas, densas, de esas que abren surcos pegajosos en su camino, de esas que uno llora cuando está demasiado feliz como para sencillamente reírse.
–¿Se puede saber qué les pasa? –preguntó la mujer, confundida. El la miró, sin preocuparse siquiera de ocultar sus lágrimas–: Hace rato que el Raulito entró a su pieza y dio un portazo, y me dice que no quiere que entre, y se lo escucha llorar y llorar como loco. Y ahora salgo y te veo a vos también moqueando. ¿Me querés explicar qué cuernos pasa?
El hombre la consideró con benevolencia. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Intentar explicarle? ¿Cómo? Se conformó con mirarla, mientras seguía sintiendo el fluir del tiempo en el gotero de cristal de ese momento indestructible.
–Seguro que le ganaron a River y vos lo cachaste al chico, ¿no? Seguro que te la agarraste con el nene, ¿no? –Ella lo miraba con gesto de severo reproche.–Semejante grandulón, ¿no te da vergüenza?
–No, Graciela, no le hice nada. Si River ganó tres a dos. Al chico no le dije nada, te juro –respondió con calma, desde la cima de su paz reconquistada.
–Pero entonces no entiendo nada. ¿Me decís que ganó River, y el nene está llorando como loco encerrado en la pieza?
–Sí, Graciela. Ganó River. Pero el pibe no es de River, Graciela. –Y se sintió reconciliado con la vida, eufórico, agradecido, emocionado; dueño legítimo y absoluto de las palabras que iba a pronunciar. Después se incorporó, porque cosas así se dicen de parado:– Lo que pasa es que el Raulito es de Huracán, Graciela. ¡De Huracán!


Este cuento fue extraído del excelente libro "Esperandolo a Tito". Hay varios más, fijate en la "Tabla de goleadores" que está en la columna izquierda del blog.

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domingo, 27 de septiembre de 2009

De la raya para afuera (Por Andrés Lence)

Por Andrés Lence


Y entonces suena el silbato y ya sé lo que va a pasar en ese entretiempo. Los muchachos se reúnen en torno al DT, toman agua, se arengan un poco porque el partido esta bravo pero parejo. Yo me voy a un costado con, casualmente, Nacho y me siento sobre el respaldo de lo que alguna vez fue un banco.

Había terminado ese primer tiempo en el que había corrido mucho pero siempre mirando desde atrás los números del 9 y el 10 rivales que se reían de mi desgracia de lateral derecho improvisado e inexperto y se apropiaban de mis espaldas impiadosamente. Gracias a Dios, y a pesar de esos 40 minutos con mi sector protegido por un puñado de debilidades, el score, como diría Fioravanti, seguía en cero.

“Salen Lorenzo y Nacho, entran Mauro y La Gata”, dijo Fede, en su rol de DT ocasional mientras yo revoleaba al pasto las canilleras y Nacho ponía una hermosa cara de orto. “Tenés que dejar todo siempre Lorenzo, mira que cuanto más en deuda estás, más ganas tenés de revertir todo y más afuera te quedás en el segundo tiempo, es ley", me había jurado alguna vez Augusto, un primo que jugaba torneos chacareros para un equipo de Lincoln, su pueblo natal.

Ahí, según me contaba este volante central flaquito pero salvaje a la hora de meter la suela, había que poner huevos en serio, porque si sacabas la patita no solo te limpiaban del equipo, si no que en el pueblo te marcaban como pecho frío hasta las viejas cuando van a hacer las compras... Entonces, mientras empezaba el segundo tiempo, desde afuera recordaba a mi primo y me sentía verdaderamente un boludo, aunque agradecí no vivir en un pueblo y tener que bancarme las miradas de las viejas en la feria.

En la cancha se jugaba, afuera yo sentía el frío de junio pero por dentro me subía la temperatura, cada vez más. Apreté los dientes, levante la vista a la enormidad del césped y me acordé de Aguirre. Cuántas veces le había gritado “BUURROO” desde la popular a Gastón Aguirre y hoy me sentía como él pero sin las puteadas. “Quisiera tener un cuarto del quite de ese muchacho con cara de Quico”, pensé... Y me acordé de Tula, un defensor aguerrido que tuvo su momento de gloria en el San Lorenzo campeón del 2007. “Quisiera tener el 1 % del cabezazo de Tula…”. Claro, Tula es un cuatro común y corriente pero que cabeceando es Gardel con guitarra eléctrica y yo saltando pareciera que escondo la cabeza como las tortugas…

Me sentía tan vacío en el banco, tan frustrado por no tener la chance de demostrar que ese viejo rengo con la remera 10 ya no me iba a pasar má, que ese gordo con la 9 no era má que un pedazo de carne con patas... pero no, ponete la campera que hace frío y bancate la pelusa. ¿Como se sentiría entonces Adrián González, a quien Ramón Díaz lo uso solo un partido en ese equipo campeón del 2007 y clavo dos tremendos golazos de tiro libre contra Chicago? Si eso no es injusto, entonces ¿qué es una injusticia? ¿Cómo hizo para controlar la calentura? Si yo estoy caliente por salir en un partido amateur, entonces ¿cómo hizo ese muchacho para no salir corriendo del banco en pleno partido y, mientras Ramón daba una indicación con el bracito levantado, pegarle una soberana trompada en la oreja que lo deje tirado en el piso media hora? Porque si vamos a los papeles el tipo se la merecía. Entonces volví al presente y la figura de Ramón todavía medio mareado por el ñoqui en la oreja volvió a ser Fede, ahora con un mate en la mano y gritando orgulloso: “¡¡qué huevos tiene este equipo, carajo!!”.

Y el Nuevo Gasómetro se desvaneció como un espejismo y apareció la figura de los pibes, los de siempre, los del barrio, luchando cada pelota como si jugaran en la primera de mi querido Ciclón pero levantando polvareda amateur en esa cancha con poco pasto. Me subí el cierre de la campera, me levante decidido a sacarme toda la mufa de una; pensé en Adrián González, en las injusticias de Ramón, en la bronca de estar en el banco y avance decidido y lo encare ahí nomás a Fede y... "che..." dije y Fede me miro y solo vi a uno mas de los pibes, uno mas de mis amigos, sin roles ni buzo de DT... “dale, dame un mate che, que no estoy pintado”...


Este texto fue tomado de la página "Cuentos y más". Desde acá les agradecemos el muy buen aporte que hacen a la literatura en general y a la futbolera en particular.
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jueves, 17 de septiembre de 2009

El patio de las pelotas perdidas (Por Alejandro Dolina)

Por Alejandro Dolina

Los demonios ladrones andan merodeando cerca de las canchas. Cuando la pelota se va lejos, la ocultan entre los yuyales o en las zanjas para que los jugadores no puedan encontrarla. Ya en la noche, llevan las pelotas perdidas a un patio secreto.

Los demonios realizan además acuerdos infames con vecinos chúcaros. Y en las madrugadas recorren techos, canaletas y terrazas para comprobar su despojo.

Nadie lo sabe, pero en el patio están todas las pelotas perdidas: duras reliquias con tiento, flamantes cueros profesionales, humildes “pulpos” de goma, infames bolas de plástico que doblan en el aire, ásperas veteranas que han conocido mil costurones.

Un día entre los días vendrá del sur un duende bienhechor que ha de sacar las pelotas cautivas para devolverlas a sus dueños Y todos sentirán la emoción de revivir viejos piques olvidados.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Sueños

Por Juan José Panno


El sábado a la noche el delantero soñó que en el partido del día siguiente ejecutaba un penal y era gol porque amagaba y disparaba a la izquierda del arquero que se iba, engañado, hacia su derecha.
El domingo, el árbitro cobró un penal para su equipo y el delantero, que tenía muy presente el sueño, amagó a la derecha y le dio hacia la izquierda del arquero, casi con displicencia, respondiendo a la premonición.
El arquero, que se había volcado justamente hacia su izquierda, no tuvo que hacer mucho esfuerzo para detener la pelota.
El delantero se quedó estático, azorado. La perturbación se multiplicó cuando el arquero, al pasar a su lado, mientras sacaba la pelota le dijo en tono canchero: “los sábados a la noche me tiro a la derecha, los domingos a la tarde, no”.

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