Por Ricardo Rowies
Un veinticinco de junio, habían desembarcado los ingleses en la costa de Quilmes, con el objeto de dar toda una vuelta y sorprender a los criollos atacándolos por atrás.
Mientras Beresford estaba muy preocupado en su estrategia, los soldados querían parar en algún lado para descansar y hacer sus cosas. Es así como después de una larga caminata, al llegar a Peña y Arenales en la hoy localidad de Banfield, se detuvieron, armaron sus carpas, comieron y cayeron desmayados en sus bolsas de dormir.
Al día siguiente, después de preparar lo concerniente al viaje y tomar un buen desayuno, formaron dos grupos, uno de quince soldados por un lado y otro de catorce. Los de éste último se sacaron las chombas, quedando con el torso desnudo, en tanto que el grupo de quince, quedó con sus chombas blancas.
Un soldado viejo daba instrucciones a los catorce, los que hacían flexiones y corrían de un lado para el otro como preparándose para una contienda. Los otros, bajo las órdenes de algún jefe, también hacían movimientos parecidos.
Allí se encontraba, a una distancia prudencial, un querandí con su caballo observando como, luego de marcar la tierra con cuatro cañas, armando un rectángulo imaginario, y de poner en el medio de cada lado más corto, un arco de siete metros de ancho por dos de alto, hecho con dos cañas clavadas al piso y una transversal unida en los extremos superiores. pusieron un bicho de cuero esférico y le daban de puntapiés para un lado y para el otro.
Al querandí le causó mucha gracia ver como esos hombres corrían atrás del bicho y mucho más gracioso le pareció como se daban de patadas y caían rodando.
Susto se pegó cuando el esférico paso por abajo de uno de los arcos y los quince tipos con chomba gritaron a la vez ¡Goal! , eso sí que no se lo esperaba.
Luego de acomodar al bicho en el medio del rectángulo imaginario, empezaron de nuevo a darle, pero esta vez fue diferente. Un descamisado, arrancó por la derecha con el bicho a sus pies, en un amague, dejó en el camino a tres con chomba, siguió, y le pegó para adelante. Con un pique veloz, lo alcanzó. Le salió un contrario con la intención de robárselo, pero éste frenó de golpe, como si hubiese chocado contra el mismo aire, y girando el cuerpo, se lo llevó directamente para el arco. Fue ahí cuando apareció otro con chomba y le metió una murra que se escuchó hasta donde estaba el indiecito. Fue como si hubieran chocado dos palos y lo escuchó con viento en contra, lo que le debe doler, pensó el autóctono.
Pero eso no quedó así, cuando pudo levantarse el descamisado, rengo y todo lo fue a buscar al agresor y se dieron piñas, se metieron otros y más trompadas, era todo un espectáculo. El indiecito decidió acercarse un poco más para no perderse detalle.
Después de la escaramuza, los agresores se dieron la mano y prosiguió el juego.
El querandí fue entendiendo, y acostado entre los yuyos, miraba sin perderse detalle, mientras que un descamisado pateaba hacia el rectángulo, voló el bicho perdiéndose por la calle Gallo. El resultado de la contienda seguía uno a cero a favor de los vestidos.
De golpe un despeje hizo que el bicho fuera directamente y a gran velocidad sobre la humanidad del indiecito.
¡Amalaya disgraciao! con gran reacción y sin dudarlo el indio voló y describiendo una tijera en aire con sus piernas le pegó con exactitud nunca vista por estos gringos, devolviéndolo por el aire, y luego de describir una parábola, bajó directamente sobre el arco destruyendo las cañas.
Los gringos, estupefactos, miraban al indio en pelotas y con unas bolas colgadas de la cintura, que con cara de salir corriendo, quedó quieto observando el movimiento de los tipos.
Algunos, gritaron gol, pero la mayoría quedó anonadado mirando a ese habilidoso del balón pié.
El viejo que dirigía a los descamisados, como tenían uno menos, ni lerdo ni perezoso, gritó, ¡juega para nosotros! y comenzó a avanzar en dirección del indio para invitarlo, pero a mitad de camino, el nativo, con desconfianza empezó a retroceder.
Con toda la intención de mostrar amistad, el viejo primero sacó un pañuelo blanco y lo agitó en el aire. Siguió caminando. El indio sacó de su cintura tres bolitas atadas con tiento de cuero crudo y con un movimiento parecido, las agitó por el aire en forma circular sobre su cabeza. El gringo seguía acercándose con el bicho abajo del brazo izquierdo y el pañuelo blanco agitándolo en la otra mano.
El indio siguió con las boleadoras, cambiando la posición, en un circulo ligeramente oblicuo hacia un costado de su cuerpo.
El viejo con una sonrisa en su boca, signo de simpatía y buena voluntad.
El indio con cara de terror, y ojo de águila que calcula el golpe a su presa.
Atrás todos miraban la escena.
Con paso firme hacia adelante, soltó al cuero y con una patadita se lo lanzó al indio, éste en respuesta inmediata, lanzó las tres bolitas sobre la cabeza del inglés. La primera, lo paralizó, la segunda, inmediatamente le hizo girar la pierna que había adelantado hacia atrás, quedando con las piernas abiertas y los brazos como para abrazar a su mejor amigo, y la tercera, lo hizo caer hacia atrás, qué digo caer, desplomarse como una bolsa de papas.
El indio tomó al bicho arrojándosele encima, como hacía Roma en sus mejores tiempos, y apretándolo entre sus brazos, quiso asfixiarlo, y se entreveró en una lucha dando saltos y pegándole piñas, pero el pobre ni se inmutó. Tan entretenido estaba en domesticarlo, que no se dio cuenta que el gringo estaba parado a su lado, hasta que vio un par de botas, y levantando la vista, estaba el tipo ahí, che. Manos en la cintura, rostro colorado como si hubiese tomado dos jarras de chicha, y tres bultos bien diferenciados en la cabeza, señal de que su bicho, de tres bolitas pequeñas era más agresivo que el otro de una bola grande.
Luego del susto y desconfianza que daba tener al viejo al lado, y viendo que este le entregaba sus boleadoras, entendió que debía canjearlo y así recuperarlas.
Extendiendo su mano, con las piernas apuntando para otro lado, listo para rajar, entregó al bicho raro, sin ojos, ni boca.
Inmediatamente luego de recibirlo el inglés pronunció sus primeras palabras ¡caman! acompañado con el gesto inconfundible de su brazo derecho, invitando a que lo siga.
Increíble, pero éste fue el primer episodio de violencia con el público en una cancha de fútbol que se haya registrado en estas tierras.
El indio, aceptó de buena gana participar del juego, el inglés le explicó algunas tácticas: los de blanco, atacan para la calle Palacios, nosotros para Gallo, gana el que mete más veces la pelota adentro del arco contrario. ¿Okey? ¿Okey?
El indio que no entendió nada de lo que le dijo, había visto lo suficiente como para jugar, claro que a veces las interpretaciones son de acuerdo a la cultura y los medios que se posee en el momento. Así fue que en una jugada que un blanco se escapaba solo para el gol, el indio sacó las boleadoras y con un tiro certero le enredó las patas. Cayó de cabeza y la pelota mansa al arquero.
Mientras el indio pedía al bicho para iniciar un contraataque, unos trataban de reanimar al gringo del porrazo, y el viejo trataba de explicarle que tenía que valerse únicamente de su cuerpo, que no valía tirarle objetos al contrario.
El indio que seguía sin entender nada de lo que le decían, cuando le devolvieron las boleadoras con gestos muy elocuentes, comprendió que no debía volverlas a usar.
El partido prosiguió sin expulsados ni amonestados, bajo la comprensión de todos, de que el indio no conocía las reglas.
En una embestida de los descamisados, le cae el bicho al indio, quien con un soberbio derechazo, lo metió en el ángulo superior izquierdo del arco.
¡Goal! gritaron todos asustando al indio otra vez, que casi salió corriendo.
Ya terminaba el partido, cuando el cronómetro marcaba cuarenta y cuatro minutos del segundo tiempo, el querandí emprendió un carrera infernal contra el arco y ante la salida del arquero, se la picó por arriba metiéndola otra vez en el arco. Dos a uno.
¡Goooooooooooooallllll!
Saltó del susto que se pegó. No se acostumbraba al grito de gol, corrió desesperado, y luego de un silbido agudo y cortito, pasó el caballo como una ráfaga, subió y colgado del mismo, con una mano, tomó el bicho despareciendo entre la pampa.
Un enviado de Buenos Aires que llegó tarde al partido, con el objeto de espiar a los enemigos, vio semejante cosa e informó:
“Los invasores están luchando contra los Querandíes, en la cancha de Banfield, así que tenemos tiempo para organizar la defensa de la ciudad”.
Los ingleses, en tanto, hicieron un informe que fue redactado por los perdedores, y decía:
“Los descamisados hicieron trampa, ya que empezaron jugando con uno menos y luego trajeron a un jugador local profesional, quién dio vuelta el partido. Lamentablemente solo podemos enviar el tesoro que capturamos en Luján porque el tipo se avivó de que lo queríamos enviar a Inglaterra y se escapó a caballo.”
El indiecito al llegar a su choza, se encontró que había un gran alboroto, eran los de su tribu, que habían visto como él peleaba contra muchos blancos, y se estaban organizando para atacar. Al verlo sano y salvo, le preguntaron, como había hecho, a lo que contestó:
“Eran malos, les dí un baile bárbaro y corrí con este bicho, que debe valer mucho porque todos se peleaban por él.”
Los Querandíes fueron perseguidos y exterminados, y justo ciento setenta y dos años después, entre persecuciones y exterminios, un veinticinco de Junio, Argentina salía campeón del mundo.
Escribo cuentos, novelas y ensayos, algunos fueron publicados en los suplementos dominicales de varios diarios del interior del país, también en el semanario 7/7 de Montevideo, Uruguay.
Obtuve una mención en el concurso de reflexiones en Madrid, España otorgada por la editorial Orola.
Actualmente participo escribiendo y formando parte del grupo editor de "El Libertario" que es una publicación de orientación anarquista.
La inclinación hacia los cuentos sobre fútbol viene de que, además de practicarlo desde que recuerdo, también concurro asiduamente a la cancha a ver a Banfield.
No hay comentarios:
Publicar un comentario