Por Claudio S.
Primera parte
El partido comenzó en forma ríspida, como era de esperar. Los equipos no se daban tregua y el desafío se desarrollaba bajo la atenta mirada de los pocos espectadores que se habían dado cita en la intersección de la avenida Luís María Campos y Maure. Era una tarde de verano muy calurosa, y la polvareda que se levantaba comenzaba a ser un escollo más a vencer. Antes de darle un buen tratamiento a la pelota, había que lograr visualizarla a través de la espesa nube de polvillo.
El primer tiempo había concluido con el marcador en blanco. El segundo, se desarrollaba sin poder quebrar el cero. No había mucha certeza, de cuanto faltaba para concluir el encuentro, ya que por aquel tiempo los partidos se estipulaban a una cierta cantidad de goles, pero los empates cero a cero era un tema en el que no había consenso total. La fatiga iba haciendo mella en ambas formaciones, pero a base de empeño y tesón, la fase final del partido se disputaba con febril energía. La muchachada del Inter, se acercaba un poco más a nuestro arco, pero la valla se mantenía invicta a costa de un gran sacrificio de nuestros jugadores. Ya se habían instalado atrás de nuestro arco, algunos muchachos que esperaban la finalización del match para entrar a la cancha y comenzar un nuevo partido. Esta situación creaba un poco de presión para finalizar prontamente con nuestro desafío.
De pronto, un centro rasante del Inter pasó vivoreando entre las piernas del sanjuanino Alain, desconcertando a nuestro arquero, que nada pudo hacer. En un gran esfuerzo, llegué a la pelota más o menos en la zona de la inexistente línea de gol, despejando con violencia. Los del Inter gritaron el gol y se abrazaron festejando la conquista. Yo, haciéndome cargo de la situación, los enfrenté preguntándoles "gol de donde". Ya se estaba por generar una de esas trifulcas típicas de los encuentros de este tipo, cuando desde atrás del arco, los muchachos que estaban esperando cancha dijeron "dejensé de joder, che, que tiren un penal y se acaba el partido de una vez". La alternativa no tuvo adeptos en principio. Ellos querían convalidar su gol, y nosotros exigíamos que el juego se reinicie con un saque lateral. Y no era para menos, el honor del barrio era lo que estaba en juego aquella tarde.
Como la intransigencia no generaba ninguna solución, finalmente se convino la ejecución de un tiro desde los doce pasos. Allí se generó otro problema, quien iba a contar los doce pasos, cuyas longitudes podían diferir enormemente, ya sean contados por uno u otro equipo. Se acordó que uno de los muchacho de atrás del arco indicara la ubicación del punto penal. Nosotros intentamos hacer un cambio de arquero, tratando de ubicar bajo los palos a algún otro muchacho de mayor contextura física. El rival se negó firme y determinadamente a aceptar esta posibilidad: "al arco va el arquero que estaba atajando" sentenciaron de una forma más que inapelable.
Y allí estaban, bajo el rayo de sol impiadoso. Por un lado el morrudito aquel, número nueve, con su camiseta rayada azul y negra. Su cara de pocos amigos, no inspiraba la menor compasión ni piedad. Del otro lado, mi hermano Daniel, en una soledad casi angustiosa, parado bajo los tres inmensos palos que daban espalda a la calle Maure. El morrudito se perfiló para tomar carrera y ya todos comenzamos a imaginarnos lo peor: el querido Báez Argentino, nuevamente volvería a caer derrotado. El patadón fue demoledor, el sonido seco y cortante que se estampó a media altura, dejó en el aire la impresión de un festejo anticipado. Mi hermano Daniel se quedó parado sobre la línea imaginaria del arco, pero inclinó ligeramente su cuerpo hacia la izquierda, con sus brazos extendidos. Aún no sabemos, donde le pegó la pelota, pero el penal más famoso de nuestras vidas fue atajado esa tarde de verano en la canchita de San Benito, salvando el honor de los muchachos de la calle Báez.
En el balcón, iluminado de a ratos por los últimos fuegos artificiales del nuevo año, aquel penal se patea y se ataja por generaciones. Pero lo más importante, es que sólo le pedimos a Daniel, que la parte en la que nos confiesa que no sabe donde le pegó la pelota, debido a que la tarde aquella cerró los ojos, la calle para siempre.
FIN
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