Por Ricardo Rowies
Se puede decir que desde que aprendimos a caminar, con Luisito, jugábamos en su casa o en la mía. Después en la vereda, con los otros pibes del barrio. A él y a mí nos gustaba el fútbol, si fuese por nosotros, no dejaríamos de patear la pelota en todo el día, era una locura que teníamos. A veces aceptábamos otro juego, pero un rato nomás.
En mi casa eran todos hinchas de boca, y tanto hicieron para que yo también fuera, que al final le tomé bronca. En cambio Luisito aceptó enseguida y se hizo hincha de Racing como su papá. Como el barrio tiraba mucho y veíamos como la hinchada se juntaba en la esquina, preparaba las banderas, los papelitos, cantaban, nos conmovía, por eso me hice de Banfield y él no lo decía pero también tenía su corazoncito en el taladro.
Íbamos a la escuela de mañana, al salir, corríamos desesperados para llegar a casa, comer algo y a la calle, a patear con la de goma. Era una pelota chica, comparada con la número cinco, de color ladrillo con rayas blancas, “picaba” mucho, pero era ideal para el tamaño de nuestros pies, la podíamos pisar y hacer jueguitos, aunque si uno pateaba muy fuerte se pinchaba de nada contra cualquier punta. Igual teníamos una pelota hecha con medias viejas, la que poniendo una adentro de otra se hacía un bollo y la última se cosía para que no se abriera. Pero no era lo mismo, la de goma rebotaba y podíamos hacer “pared” contra el cordón de la vereda, además se podía jugar al “cabeza cabeza vale dos”. Era otra cosa.
A los siete años, nunca supimos bien cómo ni de qué, Luisito se enfermó y perdió la vista por completo. Estuvo varios meses sin venir a la escuela ni a mi casa y el día de cumpleaños, le llevé un regalito a su casa, pero la mamá no me dejó entrar a verlo, me dio las gracias y me dijo que pronto iba a estar bien.
Al principio no lo dejaban salir, y el único que podía visitarlo era yo, la madre no permitía que otro chico entrara. Era difícil para mí, porque no sabía a que jugar. Cuando jugábamos a los dados, el los tiraba y yo le decía que había sacado, hasta que me dijo que no hacía falta que le dijera, el los tocaba y sabía, eso sobre todo cuando perdía, porque tenía miedo de que yo le hiciera trampa. También jugamos a las piedritas, aunque era muy aburrido. Lo que más nos gustaba era que yo lea algún cuento porque imaginábamos situaciones a partir de lo que les ocurría a los personajes, pero también nos cansamos.
Una tarde, Luisito estaba impaciente, ansioso, y ni bien entré a su casa me invitó al fondo, lo seguí porque iba como una flecha y allí en el jardín me dice, “jugamos a la pelota” y sacó de adentro de una maceta una de cuero número cinco.
El fondo de la casa era un jardín con el piso de tierra y pasto raleado, de un lado la pared medianera estaba sin revoque, y del otro había una enredadera que la tapaba. Tendría un poco más de ocho metros de ancho, que era el total del terreno y unos cinco metros hasta el patio.
Contra la pared de ladrillo puso macetas a dos metros una de la otra y me dijo “este es mi arco, vos me pateas penales”
Al principio me dio como vergüenza, puse la pelota y le pateaba a las manos, el atajaba la pelota y la tiraba con el pié. Después de un rato de estar jugando y ver su tremendo entusiasmo, cambiamos la forma de jugar. Luisito desafiándome dice, “sabés que yo te veo, vos movete que te la paso”, y efectivamente cuando me corría el pateaba para mi lado.
¿Como hacés? -
Te escucho y se adonde estás, igual con la pelota. Mi papá me dijo que va a traer una para ciegos, pero no hace falta esta la escucho rebien. -
Luisito empezó a venir a la escuela otra vez y por pedido de la mamá nos sentamos juntos, en esos bancos de madera para dos. En los recreos siempre jugábamos a la pelota con bollos de papel, aunque las maestras en general molestaban porque no querían que corramos, así que lo hacíamos caminando rápido, pero Luisito, esta vez, al sonar la campana, sacó de su bolso una pelota de trapo, hecha con medias como hacíamos en el barrio, pero esta tenía adentro un sonajero. Salimos corriendo del aula y armamos dos equipos, él era nuestro arquero y yo, para estar cerca, el defensor.
Cada vez atajaba mejor, y cuando jugábamos en su casa me costaba hacerle un gol. Su entusiasmo fue creciendo y llegó un día en el que se atrevió a invitarme a jugar a la calle.
Nadie quería tener de arquero un ciego, así que fue difícil conseguir compañeros que quieran jugar con nosotros, pero al final, se decidió con la pisada.
Luisito al arco, el negro y yo en defensa, el tano y el gallego al medio y Alfredito delantero.
“Gana queda, y el campeonato de la calle estaba armado. El gol vale pasando el medio y no vale arquero volante”.
La calle que hacía las veces de cancha, era de asfalto, estaba construida con cuadrados grandes de cemento y selladas con juntas de brea, de modo que dos cuadrados hacían el ancho de la calle, de cordón a cordón y esa era el área, tres cuadrados eran el medio y luego el otro área. En cada extremo se colocaban dos piedras a una distancia de dos metros una de la otra que hacían de arco, igual al que tenía Luisito en su casa.
Algunas cosas habíamos hablado antes de jugar, por ejemplo yo le iba a gritar derecha o izquierda para que sepa a dónde iba a patear el contrario, pero en el juego todo lo pensado fue en vano, porque la rapidez no me permitía avisar a tiempo, además eran más las veces que él adivinaba
adónde iba la pelota.
Recuerdo ese primer partido, porque fue un desafío y marcó el principio de lo que después fueron cargadas y dejaron, más de una vez, en claro que son más los prejuicios que las verdaderas dificultades que tienen los que sufren alguna disminución física.
Una vez elegidos los equipos, los contrarios se reían y nos cargaban, y aunque no se atrevían a hacerlo hablando, para que el ciego no escuche, con gestos y sorna empezamos a jugar.
El primer gol lo hicimos nosotros, y el reproche de sus compañeros al arquero, fue en broma, “sos ciego che”
Los que quedaron afuera, se reían tanto, que colaboraron a enrarecer el clima.
El partido se empezó a calentar porque nosotros íbamos ganando tres a cero con el ciego que se había atajado algunas pelotas y las consiguientes cargadas, a quienes le patearon, “sos horrible el ciego te la atajó, jajajaj” y cada vez que Luisito atrapaba la pelota era una mar de cargadas y risas, que empezaron a no gustar.
Uno de los pibes, Claudio, de bronca le pegó de “puntín” a la pelota, la que dio en plena cara del ciego, que no llegó a poner las manos. Quedé asustado mirándolo, después de unos segundos, gritó, “¡sacó el arqueroooo!”
El partido lo terminamos ganado, gracias a los mismos nervios que tenían los contrarios de no poder hacerle un gol al ciego, como el partido era a seis, cuando Alfredito hizo el sexto, Luisito saltó de la alegría, estaba que no entraba adentro de él mismo, y contaba a cada rato como había sido cada pelota que había atajado, ni que hablar que lo contó en su casa, en el colegio, y en todas partes en que pudo.
Los partidos los ganamos y perdimos de igual manera, y nadie se fijaba en el arquero, era uno más.
Ese año repetimos los dos, y aunque parezca raro, lejos de estar tristes, pensábamos en la suerte de poder seguir juntos, aunque tuvimos que soportar el mote de burros en todo el barrio.
Luisito desarrolló varias cualidades, las que considero que son comunes a todos los ciegos. Éstas son el oído y el sentido de tiempo y espacio, mucho mejor que los demás. También la atención, es decir el nivel de concentración que tenía para escuchar cuando otro le hablaba o le leía, a tal punto que si la maestra daba una explicación era capaz de repetirla exactamente con las mismas palabras, lo que hacía que casi no tuviese que estudiar y yo que pudiera pavear tranquilo en clase.
También desarrolló otras cualidades, una viveza y una picardía de la que pocos eran capaces, y del que fui víctima y beneficiario según el caso, pero hicieron que nos divirtieramos muchísimo.
Así fuimos creciendo, como hermanos, terminamos la primaria y fuimos a la secundaria del estado, en donde no querían tomarlo porque hay escuelas para ciegos, pero al final con la incansable gestión de su mamá, pudo hacerla a mi lado.
El rector del colegio era un militar retirado, que por un accidente automovilístico, no podía casi caminar y lo hacía a duras penas apoyándose en un bastón. Estaba entonces conversando con varios alumnos en el pasillo que da a las aulas y para ello se apoyó en la pared dejando a un costado el bastón, el ciego se acercó, me preguntó sobre la posición y se arrimó como interesándose por la conversación, luego esperó el momento oportuno y dejando su bastón blanco, se fue caminando con el otro, de modo que cuando el rector quiso retomar su marcha se encontró que no podía, gritando por el ciego para que le devuelva el bastón. Nos reímos muchísimo.
También me preguntaba cual chica era linda, o cual tenía grandes pechos, pera luego tocarla haciendo que adivinaba su nombre.
Una vez subimos al colectivo, un tipo se levantó para darle el asiento, el se arrimó y en voz baja le dijo: “siéntese, soy ciego, no paralítico” y se fue para el fondo.
Le encantaba llamar la atención y cuando podía hacía buenos líos, sobre todo si sacábamos rédito del mismo.
Recuerdo, ya más grandes, cuando una vez fuimos a comer a un restaurante muy lujoso en el centro y éste tenía doble puerta de vidrio, al avisarle me dijo que saliera y lo dejara entrar solo, que cuando sienta escándalo aparezca. Antes de entrar se puso unos lentes negros que estaban rotos, abrió la primera puerta y cuando llegó a la segunda, hizo como que se la llevaba por delante, para que el ruido fuese peor le pegó una buena patada, y se agarraba la cabeza, mientras insultaba a todos. Los mozos trataban de atenderlo, entré y el dueño o el jefe me indicó que lo habían llevado al baño. Al salir Luis amenazaba al tipo diciéndole que iba a denunciar al lugar por discriminación, ya que no contaba con un aviso para ciegos de la doble puerta. Además le reclamaba el pago de un par de anteojos. El resultado fue que comimos lo que quisimos y gratis, con los mejores postres. Cuando nos fuimos el tipo nos pidió perdón.
Como hincha de Banfield, me gustaba ir los Domingos a la cancha y vivir toda la previa con la hinchada, preparar las banderas, los papeles, los bombos, e ir con toda la alegría de ver al equipo.
Cuando volvía, Luisito que lo escuchaba por la radio, aunque era hincha de Racing, tenía como otro amor en Banfield, me comentaba con alegría o tristeza el resultado.
Una tarde de Domingo, me dice, “voy a la cancha con vos”, lo que no me pareció raro, ya que siempre andábamos por todos lados. A los muchachos de la hinchada les resultó gracioso verlo aparecer, pero como era conocido en el barrio, hubo las bromas de siempre, y después de los preparativos salimos para el Florencio Sola.
Resultó muy gracioso ver como se fue transformando, primero empezó a cantar tímidamente, caminando a mi lado y con su bastón blanco para no tropezar con otro. Al rato, ya cantaba a los gritos, para después guardar el bastón en el bolsillo y gritar saltando y moviendo los brazos como si fuese una comparsa de carnaval. Antes de entrar le pidió a uno de los pibes que le preste el gorro del taladro y me pidió que lo llevase cerca de un arco, ahí en un costado, sacó su radio a pilas y se acomodó contra el alambrado.
Estaba eufórico, cantaba con la hinchada, gritaba los uuuuh, e insultaba al árbitro cuando cobraba en contra. A los treinta y tres minutos del segundo tiempo un zapatazo del Gatito Leeb y
Gooooooooool, Goooooooool, Gooooooool carajo, Goool .-
¡Viste que golazo! -
¡Como no lo voy a ver, te crees que soy ciego!
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