Por Daniel Frini
Mirá, me acuerdo como si fuera ayer. El Defe venía bien ese año. Estábamos para pelear el campeonato. Era, ya te digo… el año once, ¡no!, el doce del imperio de Tiberio César. El procurador de Judea era Poncio Pilato y Herodes era tetrarca de Galilea.
Lindo torneo, el de ese año.
Te puedo, aún hoy, decir de memoria la formación del Defe: con el uno Tomás Dídimo; en la línea de cuatro: Andrés Barioná, Mateo, Santiago el Menor y Simón de Caná; en el mediocampo, los hermanos Santiago y Juan Zebedeo y Bartolomé; y adelante Judas Tadeo, el flaco Jesús y Judas Iscariote. En el banco, estaba Felipe de Betsaida; y el DT era Simón “el Piedra” Barioná ¡Mirá los nombres que te digo!
Aquella tarde no me la olvido más. En ese entonces, la Copa de Judea se disputaba por zonas, y clasificaba a ocho equipos para la segunda ronda. Era un partido por cuartos. El Defe nunca había llegado tan lejos. Si había empate, alargue y penales. Nos tocó jugar contra los filisteos, que también estaban bastante afilados. Todos sospechamos que la mano venía pesada, cuando vimos quién nos tocó como referí: el Colegio de Árbitros del Sanedrín había designado a Caifás, que desde siempre nos tuvo entre ojos.
Nosotros éramos locales, pero como no teníamos cancha propia, el partido se jugó en el campito que está detrás del huerto de Getsemaní; y estaba claro que para los dos era como una final: Defensores de Galilea versus el Olímpico de Filistea.
El partido se jugó el primer día de la semana, después del sabbath; y lo empezamos, más o menos, a la hora nona.
El Piedra había propuesto un esquema bastante defensivo, con línea de cuatro, hasta ver cómo se plantaban los otros, que se nos vinieron encima de entrada. Fue un partido duro, trabado. Me acuerdo que ellos lo tenían a Ilubidi, que jugaba de siete y a un nueve de área, gigante, que se llamaba Goliat, que cabeceaba bárbaro; pero que Mateo, el zaguero derecho nuestro, dominó bastante bien todo el partido, sin mezquinarle pierna. El flaco Jesús le decía a cada rato «Pará un poco, che, que lo vas a lastimar», pero si no hacía así, el grandote se le iba siempre. Una sola vez lo perdió, y fue para que ellos abrieran el marcador.
Decí que nosotros lo teníamos al Flaco. ¡Qué jugador, mamita! Era un diez clásico, un volante ofensivo de aquellos, pero que bien podía jugar de enganche; e, inclusive, bajaba seguido a dar una mano, como un cinco, de tapón ¿viste? Un capo. Te ponía la pelota en el lugar y a la altura que vos le pidieras ¿A la entrada del área chica, en el otro palo del arquero y en el pecho? Ahí te dejaba el balón, aunque él estuviese en el lateral cambiado y al medio de la cancha. Le pegaba bien con las dos, y no era para nada comilón. Hacía muy buena yunta con Judas Iscariote, que era chiquito y rápido, y jugaba de insider.
Además —y esto hay que destacarlo― era un señor con mayúsculas. Nunca un pie de más, nunca un insulto. Él fue el que hizo anular el gol que le marcó a los moabitas ¿te acordás?, porque vio que el rengo Bartolomé estaba adelantado. Un caballero. Respetuoso del juego y de los rivales. Y mirá que le pegaban ¿eh?; pero él nunca, siquiera, un gruñido, nunca teatro, nunca quedarse tirado. En toda su vida le mostraron una sola amarilla, y fue por sacarse la camiseta para festejar un gol. Un abanderado del juego limpio.
Y aunque en ese partido le dieron para que tenga y guarde, se las ingenió para dibujar jugadas por todos lados. A Judas le debe haber puesto no menos de cinco pelotas de gol, claritas, claritas; de esas que solo tenés que empujar. Yo creo que ahí empecé a sospechar. Porque vos podés perder una, dos pelotas; pero ¡cinco! Le pifiaba, le pegaba a la tierra. Un tipo que era capaz de gambetear a diez y al arquero o hacer una emboquillad desde la media luna, no podía hacer esas cosas. Creo que varios olfateamos algo raro. A mí no me lo saca nadie de la cabeza.
Menos mal que a quince del final lo bajaron al Flaco en la entrada del área. Tiro libre y Simón de Caná que le pegó como nunca en su vida, ni antes, ni después. Uno a uno y al alargue, que fue durísimo, pero sin goles.
En los penales, el arquero nuestro, Judas Tadeo, estuvo enorme y tapó el primero y el tercero, pero el portero de ellos detuvo el segundo y el cuarto. El ocho de los filisteos, Abimelec, pateó el último de la serie de cinco y convirtió. Estaban arriba los otros por tres a dos. Le quedó la pelota a Judas Iscariote. Si lo hacía, forzaba a continuar los tiros; si no, perdíamos. Y ese fue el colmo: pateó una pelota mansita, a las manos del arquero. Nadie lo podía creer. ¡El muy turro regaló el partido! Hay quien dijo que le pagaron con unas cuantas monedas de plata. La cosa fue que el Defe nunca más volvió a llegar tan lejos
El campeonato lo ganaron los romanos, en una final contra los saduceos. Ni siquiera el Flaco pudo aspirar al el premio fair-play. Ese año se lo dieron a un tal Barrabás, que jugaba para los zelotes.
3 comentarios:
DANIEL, no sólo hay que tener conocimiento de futbol, que no quiere decir que se juegue o se hable de él. Pero este cuento, tan perfectito, tan redondo, con "conocimiento" y además la singularidad de tiempo y espacio donde lo colocaste, me gustó mucho. No soy crítica. Pero cuando un cuento o relato me llegan, tengo que decirlo.
¡Hermoso! Gracias.
Sonia, con una abrazo
¡Gracias por tus conceptos, Sonia!
Excelente la aplicación del anacronismo, Daniel. El texto destila conocimientos de historia antigua y también de fútbol. Algo así como ser un experto en sociología y también en la fabricación de dulce de leche premium, ¿eh?
Un abrazo,
Nolberto
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