Por Sonia Figueras
El agua mojaba el césped de tal forma que terminó en un lodazal.
Todos los dìas a la hora del entrenamiento Santiago miraba el charco sin límites en que se convertìa la cancha y hacía lo posible por no resbalar, no caer. Le iba en ello la vida. Con un poco de suerte serìa el próximo candidato del técnico para hacer su entradita en primera.
Rogaba que parara el agua o que no lo convocara ese día.
Santiago, San chiquito, como lo llamaba el abuelo desde siempre, desde que a los dos años le puso la camiseta de Boca, desde que lo llevaba al campito a patear...Entrà...asì, asì, meté la pelota. El abuelo Pepe, en los huecos de su vida se ocupaba y soñaba con ese chico.
Como casi todos los pibes a los cinco, a la pregunta ¿ què vas a hacer cuando seas grande?, doctor, decìa y rápido, en un soplo agregaba o jugador de primera como el Diego.
Y seguìa yendo al campito con el abuelo hasta que recaló de la mano...del abuelo en el club del barrio, semillero de estrellas.
Ascendìa de categorìa con la mirada del abu en la nuca, tal la mirada de exigencia como el oyente del gallinero del Colón, en velada de ópera, allì donde se marcan con rigor maestro, fielmente las notas y los silencios..
Ahora era octubre, como casi todos los malditos octubres, maldecìa, llovía, bajo la mirada compasiva de la abuela Delia que ojeaba desde el cuadro de la pared del comedor. La abu no estaba pero él sentía en su oreja el aliento tibio de ella que le susurraba... dale Santi chiquito, yo sé que vas a jugar en primera. Pero la abuela Delia estaba muerta. Él confiaba que desde algún agujerito entre las nubes, ¿ no era que los que se mueren iban al cielo?, le daba un empujoncito.
Cuando el técnico armó el equipo para la siguiente fecha, siempre con lluvia, lo llamó aparte. - Santiago, ésta es la tuya, el domingo te pongo un rato, entrás los últimos 10. Ya sabés pibe que esta camiseta no se la pone cualquiera.
Al muchacho le recorrió por el cuerpo un tumulto loco...el abuelo Pepe con sus ojos de abisinio no lo perdería de vista, el calor de la abu con su dale San chiquito, su viejo con aparente indiferencia aunque rebullera por dentro y seguro que la vieja no soltaría la medallita de la cadena que llevaba al cuello, todos estarían con él.
Llegó el domingo. Con cuidado, se puso la camiseta como si fuera de tul o gasa, el pantaloncito le acarició los muslos de piedra, las medias cantaron una canción de cuna al deslizarse por sus caños como en el palo enjabonado, los botines lustrosos al charol. Se paró como cuando en 7º le dieron la medalla al mejor compañero, escolta de bandera, con el corazón al galope peleando con el rubor y las lágrimas. En la foto estaba. Serio, tacurú en el camino.
Desde el banco siguió el partido. Cinco tiros de esquina a favor, dos tiros libres que se perdieron por ahí y dos atajadas del arquero que resultaba imbatible. Ni un gol. Por la derecha no podìan entrar, mucha marca, por la izquierda llegaban y nada.
Faltaban 10 minutos. El técnico lo palmeó. – Entrá Santiago, armá a la izquierda.
Dos flexiones, besó el pasto y entró a correr. Se desmarcaba, avanzaba locomotora controlada, se metió por la izquierda, metió el centro, se la volvió el turco, la paró con el pecho, levantó la vista y en un giro espacial con todo el efecto del mundo, pateó y la clavó en el ángulo del segundo palo.
La tribuna vibró.
Santiago no supo cómo un sablazo de fuego le dio en la rodilla. Cayó como en oración.
Santi chiquito no pudo jugar más al futbol.
3 comentarios:
hermoso relato Sonia, lo digo desde el corazón, siendo yo tan futbolero, de estar siempre metido en el ambiente de los clubes y sus jugadores, un abrazo, José
Bellísimo. Pero qué tristeza... Pude verlo, al Santi chiquito. Incluso, lo vi caer.
Uy Sonia, me tuviste en vilo hasta el final. Cuanta emoción, cuanta tristeza. Esuve ahí dentro de la cancha, jugando con el Santi.
Muy bello y una alegría volver a leerte.
Te mando un beso
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