martes, 25 de enero de 2011

De las cosas del destino (por Elizabeth Carpi)

Por Elizabeth Carpi

Cuando Martín nació, las tres Parcas se conmovieron. Era tan perfecto. Cloto le dio el mejor hilo para bordar su destino. Láquesis tejió momentos maravillosos. Átropos afirmó que es hilo tendría fin cuando cumpliera una centuria.

Martín creció con el horóscopo a favor. Nada le era imposible. Si había viento norte, él caminaba hacia el sur y viceversa. Sus tres madrinas protegían sus deseos y ambiciones.

Hasta que un día, Láquesis, se cansó de sostener la madeja de hilo rojo para el amor y la arrojó al suelo. Ese día el joven supo de confusiones y golpes y torceduras y de vientos en contra. Si él amaba, ella no le correspondía y viceversa. Nada fue igual. Conoció el llanto, el sufrimiento y el dolor de panza. Pidió a los dioses que lo ayudaran. Cantó loas a todos los héroes.

Por fin, Átropos, convenció a Láquesis y ella ordenó el hilo rojo y tejió el hilo azul. Entonces los astros fueron propicios. Se preparó para entrar a Boca Juniors. Y el mundo de Martín se hizo cancha.


Elizabeth Carpi es docente- Directora de una Escuela de nivel Primario y profesora de práctica de la Enseñanza de nivel Inicial y Primario, y de Metodología de la Investigación Educativa , coordina Talleres literarios, Dicta charlas y cursos para niños, adolescentes , docentes. Ha participado con disertaciones en congresos en el país y en el exterior. Pertenece al grupo de pintores de Corral de Bustos. Expone obras en la región y en el país. Entre sus libros se encuentran: Poesías para mi niño, El mundo de la abuela, Asombros, Mundo de asombros, Tengo una idea, TodaVía, Desde las palabras, Historia de la Escuela R.E. de San Martín ( I y II), Juan Cuento, Con ton y con son, Paraarrimarte.

martes, 11 de enero de 2011

Gallardo Pérez, referí (por Osvaldo Soriano)

Por Osvaldo Soriano

Cuando yo jugaba al fútbol, hace más de veinte años, en la Patagonia, el referí era el verdadero protagonista del partido. Si el equipo local ganaba, le regalaban una damajuana de vino de Río Negro; si perdía, lo metían preso. Claro que lo más frecuente era lo de la damajuana, porque ni el referí, ni los jugadores visitantes tenían vocación de suicidas.

Había, en aquel tiempo, un club invencible en su cancha: Barda del Medio. El pueblo no tenía más de trescientos o cuatrocientos habitantes. Estaba enclavado en las dunas, con una calle central de cien metros y, más allá, los ranchos de adobe, como en el far-west. A orillas del río Limay estaba la cancha, rodeada por un alambre tejido y una tribuna de madera para cincuenta personas. Eran las "preferenciales", las de los comerciantes, los funcionarios y los curas. Los otros veían el partido subidos a los techos de los Ford A o a las cajas de los camiones de la empresa que estaba construyendo la represa.

Todos nosotros estábamos bajo el influjo del maravilloso estilo del Brasil campeón del mundo, pero nadie lo había visto jugar nunca: la televisión todavía no había llegado a esas provincias y todo lo conocíamos por la radio, por esas voces lejanas y vibrantes que narraban los partidos. Y también por los diarios, que llegaban con cuatro días de atraso, pero traían la foto de Pelé, el dibujo de cómo se hacía un cuatro-dos-cuatro y la noticia de la catástrofe argentina en Suecia.

Yo jugaba en Confluencia, un club de Cipolletti, pueblo fundado a principios de siglo por un ingeniero italiano que tenía un monumento en la avenida principal. Todavía las calles no habían sido pavimentadas y para ir al fútbol los domingos de lluvia había que conseguir camiones con ruedas pantaneras. Confluencia nunca había llegado más arriba del sexto puesto, pero a veces le ganábamos al campeón. Muy de vez en cuando, pero le dábamos un susto.

Ese día teníamos que jugar en la cancha de Barda del Medio y nunca nadie había ganado allí. Los equipos "grandes" descontaban de sus expectativas los dos puntos del partido que les tocaba jugar en ese lugar infernal. Los muchachos de Barda del Medio, parientes de indios y chilenos clandestinos, eran tan malos como nosotros suponíamos que eran los holandeses o los suecos. Eso sí, pegaban como si estuvieran en la guerra. Para ellos, que perdían siempre por goleada como visitantes, era impensable perder en su propia casa.

El año anterior les habíamos ganado en nuestra cancha cuatro a cero y perdimos en la de ellos por dos a cero con un penal y piadoso gol en contra de Gómez nuestro marcador lateral derecho. Es que nadie se animaba a jugarles de igual a igual porque circulaban leyendas terribles sobre la suerte de los pocos que se habían animado a hacerles un gol en su reducto.

Entonces, todos los equipos que iban a jugar a Barda del Medio aprovechaban para dar licencias a sus mejores jugadores y probar a algún pibe que apuntaba bien en las divisiones inferiores. Total, el partido estaba perdido de antemano. El referí llegaba temprano, almorzaba gratis y luego expulsaba al mejor de los visitantes y cobraba un penal antes de que pasara la primera hora y la tribuna empezara a ponerse nerviosa. Después iba a buscar la damajuana de vino y en una de ésas, si la cosa había terminado en goleada, se quedaba para el baile.

Ese día inolvidable, nosotros salimos temprano y llevamos un equipo que nos había costado mucho armar porque nadie quería ir a arriesgar las piernas por nada. Yo era muy joven y recién debutaba en primera y quería ganarme el puesto de centro delantero con olfato para el gol. Los otros eran muchachos resignados que iban para quedarse en el baile y buscar una aventura con las pibas de las chacras.

Después del masaje con aceite verde, cuando ya estábamos vestidos con las desteñidas camisetas celestes, el referí Gallardo Pérez, hombre severo y de pésima vista, vino al vestuario a confirmar que todo estuviera en orden y a decirnos que no intentáramos hacernos los vivos con el equipo local. Le faltaban dos dientes y hablaba a tropezones, confundiendo lo que decía con lo quería decir.

Le dijimos -y éramos sinceros- que todo estaba bien y que tratara, a cambio, de que no nos arruinaran las piernas. Gallardo Pérez prometió que se lo diría al capitán de ellos, Sergio Giovanelli, un veterano zaguero central que tenía mal carácter y pateaba como un burro.

Ni bien saludamos al público que nos abucheaba, el defensa Giovanelli se me acercó y me dijo: "Guarda, pibe, no te hagas el piola porque te cuelgo de un árbol". Miré detrás de los arcos y allí estaban, pelados por el viento, los siniestros sauces donde alguna vez habían dejado colgado a algún referí idealista. Le dije que no se preocupara y lo traté de "señor". Giovanelli, que tenía un párpado caído surcado por una cicatriz, hizo un gesto de aprobación y fue a hacerles la misma advertencia a los otros delanteros.

La primera media hora de juego fue más o menos tranquila. Empezaron a dominarnos pero tiraban desde lejos y nuestro arquero, el Cacho Osorio, no podía dejarla pasar porque habría sido demasiado escandaloso y nos habrían linchado igual, pero por cobardes. Después dieron un tiro en un poste y el Flaco Ramallo sacó varias pelotas al córner para que ellos vinieran a hacer su gol de cabeza.

Pero ese día, por desgracia, estaban sin puntería y sin suerte. Todos hicimos lo posible para meter la pelota en nuestro arco, pero no había caso. Si el Cacho Osorio la dejaba picando en el área, ellos la tiraban afuera. Si nuestros defensores se caían, ellos la tiraban a las nubes o a las manos del arquero.

Al fin, harto de esperar y cada vez más nervioso, Gallardo Pérez expulsó a dos de los nuestros y les dio dos penales. El primero salió por encima del travesaño. El segundo dio en un poste. Ese día, como dijo en voz alta el propio referí, no le hacían un gol ni al arco iris. El problema parecía insoluble y la tribuna estaba caldeada. Nos insultaban y hasta decían que jugábamos sucio. Al promediar el segundo tiempo empezaron a tirar cascotes.

El escándalo se precipitó a cinco o seis minutos del final. El Flaco Ramallo, cansado de que lo trataran de maricón, rechazó una pelota muy alta y yo piqué detrás de Giovanelli, que retrocedía arrastrando los talones. Saltamos juntos y en el afán de darme un codazo pifió la pelota y se cayó. La tribuna se quedó en silencio, un vació que me calaba los huesos mientras me llevaba la pelota para el arco de ellos, solo como un fraile español.

El arquerito de Barda del Medio no entendía nada. No sólo no podían hacer un gol sino que, además, se le venía encima un tipo que se perfilaba para la izquierda, como abriendo un ángulo de tiro. Entonces salió a taparme a la desesperada, consciente de que si no me paraba no habría noche de baile para él y tal vez hasta tendría que hacerme compañía en el árbol de fama siniestra. Él hizo lo que pudo y yo lo que no debía. Era alto, narigón, de pelo duro, y tenía una camiseta amarilla que la madre le había lavado la noche anterior. Me amagó con la cintura, abrió los brazos y se infló como un erizo para taparme mejor el arco. Entonces vi, con la insensatez de la adolescencia, que tenía las piernas arqueadas como bananas y me olvidé de Giovanelli y de Gallardo Pérez y vislumbré la gloria.

Le amagué una gambeta y toqué la pelota de zurda, cortita y suave, con el empeine del botín, como para que pasara por ese paréntesis que se le abría abajo de las rodillas. El narigón se ilusionó con el driblin y se tiró de cabeza, aparatoso, seguro de haber salvado el honor y el baile de Barda del Medio. Pero la pelota le pasó entre los tobillos como una gota de agua que se escurre entre los dedos.

Antes de ir a recibirla a su espalda le vi la cara de espanto, sentí lo que debe ser el silencio helado de los patíbulos. Después, como quien desafía al mundo, le pegué fuerte, de punta, y fui a festejar. Corrí más de cincuenta metros con los brazos en alto y ninguno de mis compañeros vino a felicitarme. Nadie se me acercó mientras me dejaba caer de rodillas, mirando al cielo, como hacía Pelé en las fotos de El Gráfico.

No sé si el referí Gallardo Pérez alcanzó a convalidar el gol porque era tanta la gente que invadía la cancha y empezaba a pegarnos, que todo se volvió de pronto muy confuso. A mí me dieron en la cabeza con la valija del masajista, que era de madera, y cuando se abrió todos los frascos se desparramaron por el suelo y la gente los levantaba para machucarnos la cabeza.

Los cinco o seis policías del destacamento de Barda del Medio llegaron como a la media hora, cuando ya teníamos los huesos molidos y Gallardo Pérez estaba en calzoncillos envuelto en la red que habían arrancado de uno de los arcos.

Nos llevaron a la comisaría. A nosotros y al referí Gallardo Pérez. El comisario, un morocho aindiado, de pelo engominado y cara colorada, nos hizo un discurso sobre el orden público y el espíritu deportivo. Nos trató de boludos irresponsables y ordenó que nos llevaran a cortar los yuyos del campo vecino.

Mientras anochecía tuvimos que arrancar el pasto con las manos, casi desnudos, mientras los indignados vecinos de Barda del Medio nos espiaban por encima de la cerca y nos tiraban más piedras y hasta alguna botella vacía.

No recuerdo si nos dieron algo de comer, pero nos metieron a todos amontonados en dos calabozos y al referí Gallardo Pérez, que parecía un pollo deshuesado, hubo que atenderlo por hematomas, calambres y un ataque de asma. Deliraba y en su delirio insensato confundía esa cancha con otra, ese partido con otro, ese gol con el que le había costado los dos dientes de arriba.

Al amanecer, cuando nos deportaron en un ómnibus destartalado y sin vidrios, bajo la lluvia de cascotes, nuestro arquero, el Cacho Osorio, se acercó a decirme que a él nunca le habrían hecho un gol así. "Se comió el amague, el pelotudo", me dijo y se quedó un rato agachado, moviendo los brazos, mostrándome cómo se hacía para evitar ese gol.

Cuando se despertó, a mitad de camino, Gallardo Pérez me reconoció y me preguntó cómo me llamaba. Seguía en calzoncillos pero tenía el silbato colgando del cuello como una medalla.

-No se cruce más en mi vida -me dijo, y la saliva le asomaba entre las comisuras de los labios-. Si lo vuelvo a encontrar en una cancha lo voy a arruinar, se lo aseguro.

-¿Cobró el gol? -le pregunté. -¡Claro que lo cobré! -dijo, indignado, y parecía que iba a ahogarse- ¿Por quién me toma? Usted es un pendejo fanfarrón, pero eso fue un golazo y yo soy un tipo derecho.

-Gracias -le dije y le tendí la mano. No me hizo caso y se señaló los dientes que le faltaban.

-¿Ve? -me dijo-. Esto fue un gol de Sívori de orsai. Ahora fíjese dónde está él y dónde estoy yo. A Dios no le gusta el fútbol, pibe. Por eso este país anda así, como la mierda.

Este texto fue extraído de la muy buena página web Cuentos y más http://www.cuentosymas.com.ar/

martes, 4 de enero de 2011

Desde creer saber y no saber nada (por Sonia Figueras)

Por Sonia Figueras

A GAMBETEANDO PALABRAS
Una página donde escriben los que saben, los mejores.

Hasta hoy no pude sustraerme a la locura que me acometió en este Mundial Sudáfrica 2010.
Junto a mi papá aprendí a ver futbol, primero con la radio pegada a la oreja allá por la época de la saeta, de la máquina de la banda roja, ese club en que estaba federada en voley o en atletismo con marcas que nada tienen que ver con las de hoy, en tiempos en que asimilé-una pelota adelantada, afuera, penal o no, full o no, mano…hasta que me hice bostera desde el fondo de mi alma.
Ya desde el primer encuentro con Nigeria, la noche anterior, las sábanas, mortajas heladas no cumplían su papel de mortajas.
La entrada habitual, las camisetas, el himno que invariablemente me estruja el pecho, los brazos abrazados y la cara del niño hombre genio que logró que los 11 chicos de la cancha y los 11 del banco, con su magia, lo entonaran con el corazón como el mío, para buscar la gloria. Porque ellos iban por la gloria, por la camiseta.
Había que ver las presencias sobre el verde pasto,
Susto ante las cualidades de esos negros maravillosos, esa ligereza africana.
Y esa noche consumí los restos de tranquilidad que suelo concebir para percibir las jugadas peligrosas..
Con Grecia asomó el aliento y la esperanza. Con México, con sufrimiento me agrandé con el 3 a 1, aunque con reservas. Soporté en la cama, boca abajo, con los ojos tapados con un pañuelo, sin los lentes, total, yo podía escuchar al relator y ver con mis ojos sin mirar, dónde, en qué lugar estaba cada jugador. Mucho, ¿no?
Ahora, a las 00:00 horas del 2 de julio, espero el encuentro con Alemania y tengo miedo. No se si soportaré la rutina del comienzo y menos el partido.
Dejo la lapicera y el papel “blanco como un papel” e intentaré dormir. No sé si quiero que el día de mañana sea mañana o en un año, cien o mil. Mañana será el principio del fin y la hermosa pesadilla del interrogante. ¿Aguantaré la carita del mago, sea cual fuere el resultado?
¡Vamos, Diego querido, vamos chicos. Vamos Argentina!


3 de julio. ¿Qué hora era?
Y fue una horrible pesadilla con hombres que lucharon hasta el fin. Con un Diego que emergido del fondo de los fondos, pudo con su mística, abrazar, besar a sus chicos como ningún técnico. No hubo, no hay, no habrá otro que ante la salida de un cuarto de una final mundial, respete a sus jugadores, los premie con su afecto y los incite al nuevo intento con o sin él.
¿No es verdad que digo que Diego tiene magia en los pies y mística en el alma?
Y me quedo con algo que escuché y jamás se me había ocurrido, “el futbol es un deporte en que con los mismos miembros con los que se movilizan los jugadores, tienen que hacer la jugada”. En eso, el Diego, el mago, el místico, es un experto.
Gracias Diego, gracias muchachos, ya dejé de llorar.

Le agradecemos a Sonia por la dedicatoria, tal vez demasiado para nosotros.
¡Como nos hubiera gustado a los Gambeteadores que Diego siguiera al frente de la Selección! por lo menos a mí me suena muy insulsa la Argentida del "Checho" Batista...