Por Nolberto Malacalza
Le dimos toda la tarde a la de cuero. Le
había tirado un caño más a un lungo que no me podía parar, me dio por festejarlo y entonces el pibe me
empezó a cepillar mal y a decirme: “Ya te voy a agarrar afuera”. Mi hermano
miró el reloj y amagó con irse del baldío. La pelota era de él, se la había
regalado Evita, pero no la levantó. “Sigan otro rato —dijo—. Después me la alcanzan”.
Me agarró del hombro y nos fuimos juntos. El otro se quedó piola, sabía que con
el Zanja no se jode.
Llegamos a casa y mi hermano se cambió
las zapatillas, justo cuando la vieja empezaba el mate. Tomó dos o tres, dijo
“gracias” y ahí nomás amagó con irse.
—Ya te estás rajando de nuevo —le dijo mi mamá—. Acordate de mis
consejos, o vas a terminar mal. No me hagás poner loca, hijo.
El Zanja no volvió. Mi colchoneta no va
más, por eso aproveché y me pasé a su cama. Salía como un tufo raro de la
almohada y no me importaba, total iba a
dormir en lo blandito. Qué paliza le di al colchón. A las cinco pasa el rápido
y mete un bochinche bárbaro, la casilla tiembla y parece que se viene en banda,
pero anoche ni me di cuenta. Le pegué al ojo, de una, como hasta las ocho y media.
Va a haber bronca cuando vuelva mi
hermano. La vieja se va chivar y le va
a machacar la cabeza con lo de las malas juntas y las loquitas chorras del
fondo. “Decime de dónde sacaste esas zapatillas nuevas”, le va a
preguntar. Y él le va a contestar:
“Tranquila, vieja, todo bien”, o cualquier otro bolazo. Y es seguro que, en voz
baja, ella lo va a apurar por cosas que
no tengo que escuchar, cosas de grandes.
La verdad, no lo entiendo mucho al
Zanja. Tiene quince, me defiende de los pesados de la villa pero no quiere
saber nada con mis amigos de la escuela, los que viven en la loma. “Todos los
de allá son cajetillas y cagones —dice—. No tienen huevos para pasarle finito a
la locomotora, como nosotros”. Y me parece que no le gusta que yo vaya a la
escuela. Ayer comenté que los problemas de la seño son refáciles y él, delante
de la vieja, ni mu. Después, en un aparte,
me dijo: “Si no te enseñan a manejarlos para hacer guita, los números
son pura bosta”. Eso tampoco lo entendí.
Cuando viene el Torpe, conversan y fuman
al lado de la vía. En la casilla no, mi mamá no lo puede ni ver. Una vez
alcancé a escuchar una conversación de
fierros y calibres, y también de la yuta. Parece que el grandote estuvo
preso varias veces. Mi hermano, no sé. La vieja no dijo nada cuando el Zanja
faltó como tres días.
Y es porfiado, no quiere entender que esos chicos son buenos. Le repito lo de
la onda y que en los recreos armamos
picados, nos pasamos la pelota y no interesa dónde vive cada cual ni cuánta
plata tiene. Sabe que en clase me siento con un chico de buena familia, y a él
no le gusta: Franquito es rubio. Y qué, si es un compañero de fierro, por eso
le alcanzo algunos resultados de cuentas por abajo de la tapa del banco. El papá
es veterinario y rico, y algunos ladean la jeta por eso. A mí no me
molesta, si él también es bueno. Lo he
visto muy poco pero es rebueno: lo dice Franco. Y la mamá es de diez. Si vamos
a su casa después de algún partido en la canchita del cura, ella nos recibe a
los dos con un beso y nos revisa la cabeza. Mientras Franco se baña para ir a
particular, ella me pide por favor que le haga algún mandado. Quién te va a
pedir algo por favor en la villa. “Y no te olvides de las facturas para la
leche”, me recuerda. Siempre me agradece por los mandados y porque lo ayudo a
Franquito con las cuentas. Si es fin de semana, me tira algún vuelto. Buena
plata, eso no falla. Y es una fiesta la leche en lo de Franco. Además de
facturas hay tostadas, manteca y dulce. A veces, hasta torta tienen. El atracón
me dura hasta el otro día y el Zanja está emperrado en que todo eso no vale
nada. “Se hacen los buenos porque tienen de sobra” —rezonga—. Ya te van a
mostrar la hilacha…”
Hoy me levanté contento. Había dormido
rebien y Franquito me había invitado a su cumple. “Van a venir todos los chicos
de cuarto y algunos más —me había
dicho—. Habrá para armar dos equipos. Aunque sobren, vos no me tenés que
fallar”. Por eso, después del mate cocido, le ayudé a mi mamá con la limpieza
de la casilla y en seguida puse agua tibia en el fuentón, me bañé y me vestí
con ropa limpia. También me calcé los botines que me había dado Franco, total
hoy le regalaban un par nuevo, de marca. La vieja miró si venía el tren, me dio
un beso y me dijo: “Cruzá rápido”.
Conversé con dos primos de
Franquito, de la Capital. Ya tienen
doce y entrenan en el predio de los
Rojos. Hablaban de jugadores famosos,
de los de antes. Todos esos capos les enseñaban el oficio y los pibes agarraban
viaje, eso se notó cuando empezamos a pelotear. El que jugaba de cuatro ensayó varios tiros libres a la posición del otro, que era nueve y la
embocaba como quería. Después arrancamos con un partidito y los pusimos uno
para cada lado, si no era robo. Cuando acordamos, se había hecho la hora de comer.
Eso era cosa de locos. La mesa, tapada
por un montón de platos llenos de comida, ni se veía. Pusieron unas masitas
saladas, de colores, cada una dentro de un papelito. No entendí lo del
papelito, si lo tiraban. También papas fritas, manises, palitos y gaseosas a
rolete. Yo había picado algo, y paré. No me quise atorar, tenían más cosas. El
papá de Franquito se arrimó y me preguntó si
quería ayudarlo con los choripanes. “Sí —le dije—, me gustaría”. Llevé fuentes a la otra mesa, abajo de esos árboles grandes de la quinta.
Venían choripanes, chorizos solos, tajadas de asado y panes abiertos. De vez en
cuando yo agarraba las botellas vacías, se las llevaba al papá de Franco hasta
el alero del chalet y él me las cambiaba por llenas. Me comí dos choripanes, no
dejé ni las migas, pero no daba más. Los chicos empezaban uno, se ponían a
charlar con los porteños —que de fútbol sabían un montón— y al rato agarraban
otro, o en un pan metían asado y chimichurri, le daban un par de mordidas y lo
dejaban, total sobraba de todo.
Hicimos la digestión y después armamos
el partido en serio. Uno de los que elegía era Franquito. Llamó primero al
nueve de Buenos Aires, y el segundo fui yo. Cuando completamos once contra once,
empezamos a jugar. El primer gol lo hizo el nueve, de cabeza. Al rato le tiré
un centro a Franquito y la metió allá abajo, en la ratonera. Después
de aquel pase al milímetro, el cuatro del Rojo me fichó y me empezó a
tirar el cuerpo encima, pero en seguida le agarré la vuelta. Me di maña para
esquivarlo, lo dejé pagando dos o tres veces y me pareció que la cosa no le
había gustado nada.
Ya estábamos cansados y ni ahí de
acordarnos de cuántos goles habíamos metido para cada lado. En eso llegó el papá
de Franco, tocó pito y cantó empate. “Formo parte de la comisión de un club
nuevo —dijo— y queremos empezar con
fútbol. Ustedes tienen la edad justa para iniciar un buen grupo de inferiores,
con vistas al futuro”. Le gustó cómo
nos habíamos movido, y a los dos chicos de la Capital les pareció lo mismo.
También comentó que llevaría los nombres a la reunión de comisión del martes y
que todos habíamos jugado muy bien. Se fue para adentro, volvió con una caja
grande y empezó a sacar camisetas rojas y pantalones cortos de tela negra, tan
negra como nunca había visto. Empezamos a gritar de contentos. Él se puso a
anotar cosas en una planilla y a repartir equipos con ayuda de la señora. Yo me
quedé un poco atrás, no
podía creer que tanta suerte me tocara a mí también. Llegó el momento en
que no había más chicos sin recibir ropa y entonces ella levantó la vista, me
miró como extrañada y me dijo: “¡Dale, arrimate!, ¿qué hacés ahí?”. Pero al
meter la mano en la caja se puso seria, como si adentro no quedara nada. El
papá de Franquito no me daba bola, se iba con la planilla y ella se avivó al
toque. Lo llamó y le tiró una mirada terrible, de pregunta, y él se hizo el
sota. Fueron para adentro y se escuchó
que discutían. Ella volvió y me dijo: “Bueno, quedate tranquilo, ya llegarán
más equipos”, y me acariciaba el pelo. Cuando apareció el papá de Franquito,
ella lo siguió mirando feo, como si se hubiera armado una podrida bien gorda.
Cuando ya nos íbamos, él me dijo: “Esperá dos minutos”. Se fue para
adentro y volvió con una bolsa plástica llena de comida. A ningún otro chico le
habían dado nada, y eso me puso tan contento como si me hubieran entregado el
equipo.
Llegué a la casilla y le di la bolsa a mi mamá. A ella le
pareció genial y la abrió en seguida. Salía un olorcito… Como ya estaba muy
oscuro y la comida venía un poco revuelta,
prendió la lámpara a querosén y vació la bolsa sobre la mesa. Había pedazos
de chorizo y de pan, restos de asado y tapitas de gaseosa. También servilletas
de papel arrugadas y algunas hojas que habían caído de los árboles. Yo ya
estaba separando el chorizo, el pan y la carne, cuando mi vieja hizo algo que
no entendí. Metió todo en la bolsa, la
enroscó en la mano y desde la puerta la
revoleó a la vía. Después agarró el baldecito, cargó agua en la pava y
puso unos papeles en el fondo del brasero. Cuando se dio vuelta para meter las
manos en la bolsa de marlos, me pareció
que lloraba.
Este excelente texto de Nolberto, fue galardonado con el 4to. premio en los Juegos Buenos Aires la Provincia 2012.
Marchen nuestras felicitaciones desde acá, y le agradecemos que nos haya permitido publicarlo en "Gambeteando..."
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