jueves, 15 de mayo de 2008

El penal más largo en el mundo

Por Osvaldo Soriano

El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar
perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un
estadio vacío.Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de
borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía
un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los
domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las
bardas y el polen de las chacras.

Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando
yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz,
el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo.

El blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato
participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo
del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer
lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en
el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a
Escudo Chileno, otro club de miseria.

A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían
ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce
pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.

Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo
Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles,
quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de
Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba
todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los
nuestros.

Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos
como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban
como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje
negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los
labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de
mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros,
que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban
si eran tan malos.

Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban
apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les
aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra
húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda
Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella
guardaban en la heladera.
Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les
recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los
comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el
cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera
de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a
Atlético San Martín por 2 a1.

En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y
al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo
Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que
la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1
a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron
a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.

El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba
repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que
Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era
fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles.
Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por
asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran
quietos.

El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las
rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el
empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y
todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se
tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y
malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y
Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal
porque no había infracción.

Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el
puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se
pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y
alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un
defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el
penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha
blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó
siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el
Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se
hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a
Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el
partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado
de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del
pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.
Continuará...


Osvaldo Soriano (1943/1997), escritor y periodista argentino, nació en Mar del Plata el 6 de enero de 1943. Durante la niñez varió permanentemente de residencia siguiendo el destino familiar. El desarraigo lo marcó.
Ganó sus primeros pesos jugando al fútbol y nunca terminó el ciclo secundario. Muy joven escribió sus primeros cuentos. Luego ejercería el periodismo en El Eco de Tandil, Primera Plana, Panorama, La Opinión y El Cronista.
Publicó su primera novela, titulada "Triste, solitario y final", en 1973. Ya en el exilio europeo a causa de la dictadura militar, publicó No habrá más penas ni olvido (1978) y Cuarteles de invierno (1980).
De vuelta al país continuó su actividad literaria, al mismo tiempo que su profesión de periodista. En 1987 fundó el diario Página/12, para el cual escribió contratapas hasta 1997.
Su último libro fue La hora sin sombra (1995). Varias de sus novelas han sido llevadas al cine y su obra se tradujo en más de veinte países.
Aunque él desestimara sus propios logros, ha vendido más de un millón de ejemplares y ha sido reconocido internacionalmente por su producción literaria. Premios que obtuvo: Raymond Chandler Award (1994) que antes había ganado Graham Greene. La revista "Análisis" de Santiago de Chile, le otorgó el premio Carrasco Tapia. En Argentina lo distinguieron las fundaciones Konex y Quinquela Martín.
Murió el 29 de enero de 1997 en Buenos Aires.

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