Primera parte
Segunda parte
Fue casi simultáneo entrar en la sala 2 e individualizar al pequeño que había solicitado el obsequio. Tendría doce, trece años y, cubierto por un camisón blanco de tela basta, se hallaba de pie sobre su cama, expectante, mirando hacia la puerta como si nos hubiese adivinado. Tal vez el revuelo de enfermeras y doctores lo alertó, quizás la intuición infantil, o tal vez el hecho de que nosotros nos acercábamos cruzando los largos y umbrosos pasillos cantando la Marcha del Deporte. Pareció no dar crédito a lo que veían sus ojos, las pupilas se le empañaron y comenzó a temblar como atacado por la fiebre. Impresionado, Cardaña se acercó a él y le entregó la pelota firmada por todos. El pibe la miró, nos miró a nosotros, volvió a mirar la pelota, nos volvió a mirar a nosotros y finalmente gritó:
-¡Hijos de puta! ¿Como pueden perder con eso chotos de Nacional?
Confieso que nos quedamos estupefactos, helados por lo sorpresivo de la agresión.
-¿Como carajo puede ser que esos putos nos hagan cuatro goles?- siguió gritando el imberbe, ya absolutamente desaforado, roja la cara, las venas del cuello tensas, como a punto de estallar-. ¡Hijos de mil putas! ¡Troncos de mierda! ¡Métanse la pelota en el culo!
Y, acto seguido, arrojó el balón al rostro de Cardaña, estrellándolo contra su nariz. Ví palidecer al capitán y temí lo peor.
-¡Vendidos!- seguía, para colmo, el botija-¡Se vendieron como unos miserables! ¿Cuanta guita les pusieron para ir para atrás, guachos de mierda?
Ví a Cardaña dar un paso hacia el muchacho y supe que no podría contenerlo.
-¡Cagones!- vociferó el chico, empinándose hasta caer, casi, de la cama-. ¡Maricones! ¡Vayan a trabajar, ladrones!
Advertí, en el último instante, el brillo asesino de tigre en los ojos de Cardaña, el mismo que había apreciado tantas veces en las inmediaciones del área, y supe que atacaba. Se lanzo con los dos pies hacia adelante en la temida "patada voladora" y alcanzó al muchacho en pleno tórax, de la misma forma que puso fin a la carrera de Alberto Ignacio Murinigo, el prometedor numero nueve del River Plate. Cayeron los dos del otro lado de la cama y, sobre ellos, se abalanzo una docena de enfermeros que se habían acercado atraídos por los gritos del botija.
Salimos destrozados del Muñoz. Los muchachos de Peñarol, heridos hasta lo más recóndito por la injusticia de los agravios recibidos. Yo, por lo estremecedor de la escena presenciada.
Al día siguiente, un médico de guardia me informó que el chico tenía cuatro costillas fisuradas, lo que obligaría a prolongar su internación seis meses más. También me dijo que el botija padecía de una calvicie irreversible, y que había solicitado permanecer internado a los efectos de no concurrir a una escuela técnica que detestaba. Que era un buen chico, en verdad muy hincha de Peñarol y que, meses atrás, se había hecho regalar un planeador firmado por un diestro del volovelismo que había batido un record sudamericano.
Muy pocos conocen esta anécdota, ya que una conjura de silencio se cernió en torno a ella. Yo me abrigué en el secreto profesional para no revelarla. El plantel de Peñarol calló el suceso por un natural prurito del deportista derrotado y en cuanto al agresivo muchacho, tengo información de que aun sigue en el mismo hospital, aunque ahora con el cargo de "jefe de enfermeras". Wilmar Everton Cardaña siguió jugando, desparramando coraje y sangre charrúa en cuanto campo de juego le tocó en suerte asolar. Siguió acrecentando su fama de guapeza y virilidad sin límites. Siguió mostrando, en suma, una sola de sus dos caras o facetas: la del enérgico, pétreo y filoso centrehalf de los de aquellos tiempos.
Apenas un puñado de sus más íntimos guarda, como un tesoro, el secreto de aquellas lágrimas que supo derramar ante el conmovedor y sencillo pedido de un niño.
(dedicada al compañero Álvaro Tuzman, hincha de Peñarol)
FIN
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