martes, 27 de enero de 2009

El día en que el Vasco lloró



Por Gustavo Araujo



Todos los habitantes del barrio del Bajo del autódromo conocen el historial del Vasco Albibeascoechea, o Bizcocho, como le ha quedado más por una necesidad obvia de articulación idiomática que por alguna similitud física con el mentado sobrenombre. El Vasco Albibeascoechea es un personaje querido por los amigos, noble, leal, fiel perseguidor del mango y también de las canillas de los atacantes contrarios en los partidos de la liga local, tarea que desempeña con una precisión y ahínco propios del mejor cirujano. A pesar de su escasa preparación para tal cometido, flota en el ambiente futbolero la idea de que el Vasco nació para aniquilar delanteros. A nadie, nadie, nunca jamás se le ocurriría esperar del querido Bizcocho algo tan lejano a sus sueños como una gambeta. Tampoco nadie esperaría que tirara un caño, un taco, una rabona, gestos técnicos impensables para la rudeza hipertrófica de los pies del Vasco, más parecidos a una plataforma que al elemento esencial para el manejo hábil de la pelota: los pies. Algún iluminado contó una vez en una noche de copas y... más copas, que en un partido por la liga chacarera había visto a alguien igual, pero muy igual al temido Bizcocho, ejecutar un sombrero por sobre el centrodelantero rival, quien yacía desangrándose luego de un cruce con el defensor de marras, y que el Vasco en un acto de coordinación inimaginable, había evitado que la bola tocase el piso o el tórax del nueve, el que sin ninguna intención pisaba con su botín izquierdo, y con el derecho había acariciado el balón en un pase certero para su compañero. Pero a pesar de las similitudes y el empeño del relator, nadie, pero nadie en el Bajo podía seguro de que ese portento del fútbol hubiera sido el Vasco.
El Vasco es el líder de su equipo, la voz de mando desde el fondo, el que otea el horizonte entre el bosque de piernas y camisetas sudorosas y decide el comienzo de la jugada ¿la reviento o se la paso al nabo del Juan? Hombre de ideas simples, nunca se condiciona con más de dos opciones. Esto o aquello. Negro o blanco para todo y para todos. Como la vez aquella en que se enteró de que Cuchara salía los sábados hasta la madrugada y en algunas ocasiones iba a jugar sin dormir. Algunos compañeros advirtieron azorados el gesto de estupor, de sorpresa y porque no, de desagrado, que pasó por la recia cara del gran capitán al saber la causa de las bajas actuaciones del creativo del equipo. También le vieron morderse el feo labio inferior, el que tiene surcado por una profunda cicatriz, fruto de un navajazo callejero, y no decir ni una palabra, ni una. Lo vieron tomar su bolsito azul con dos tiras blancas, guardar sus enormes botines números cuarenta y siete y medio llenos de barro junto con la boina y los puchos, y en ojotas, salir del entrenamiento en silencio, con el ceño unido por una arruga horrible y profunda. Nadie, pero nadie lo vio reunirse con el Cuchara, nadie supo si le dijo algo, nadie, pero todos vieron al otro día el cuarenta y siete barra cuarenta y ocho que está impreso en la suela de la hojota del Vasco, desparramado por todo el cuerpo del Cuchara, como marcado a fuego, indeleble que le dicen. Y desde ese día el querido Cuchara fue el mejor ladero del Bizcocho. Negro o blanco, amigo o enemigo, tal la filosofía simple pero profunda del conocido Vasco Albibeascoechea.
Difícil es saber sobre la vida del Bizcocho. Peón del campo de los Arrechea. Dicen que de vacas sabe un montón, que conoce cada uno de los animales solo por ruido que hacen al masticar, dicen que les ha puesto apodos, pero nadie los conoce, nadie. Hermético como pocos, solo charla con el hijo del patrón y vaya a saber uno si de algo más que de vacas. Usa alpargatas azules, que don Juan, el almacenero, le trae por pedido al igual que las bombachas y la boina. Vive solo en una casita con techo de chapas, una habitación baño y cocina. No se le conoce mujer, por lo menos desde que vive en el Bajo. Solo las vacas y el fútbol ocupan su tiempo. Duro y seco, el hombre se ha ganado el respeto y el temor quienes lo tratan. Fiel cumplidor de su palabra, no pide ni da tregua cuando la mano viene fea. Los campeonatos del Bajo son famosos por combates épicos que han tenido varias víctimas, pero allí, el Bizcocho es respetado como el que más.
La mitología futbolera del Bajo cuenta que la fama de rompe huesos del tan estimado Vasco Albibeascoechea comenzó a forjarse en un partido por el campeonato del noventa y tres, organizado por la delegación municipal de Batán en conmemoración de los diez años del regreso a la democracia. La idea había surgido como puntada inicial para acercar a la gente del pueblo con la de los suburbios del sur de la ciudad de Mar del Plata y la de la zona rural. Y qué mejor que el fútbol para unir a la gente y de paso hacerse propaganda política. Todo había comenzado bien, con los cruces lógicos del deporte, pero encaminados por la complicidad de la pelota. Era un torneo de un solo día, partidos de veinte y veinte en dos zonas de cuatro equipos y los ganadores de cada una a la final. El equipo del Vasco había arrasado con los rivales, y también, es menester decirlo, con varias damajuanas de tinto que don Juan, el patrocinante del equipo, había acercado en su Rastrojero con caja de madera. De las diez iniciales, antes de la final solo quedaban tres llenas, prolijamente acomodadas al borde del banco de suplentes. Cuando se inició el partido, los contrarios, el equipo del Delegado con varios empleados municipales en sus filas, lucía mucho mejor que el del Bizcocho Albibeascoechea; camisetas nuevas, botines limpios, pantaloncitos con la propaganda de Batán sobre el trasero. Frente a semejante organización, el equipo del Vasco era una banda de ranqueles con los caballos cansados a la espera de la orden de pasar a degüello a los protegidos del Delegado. Previo al comienzo se cruzaron algunas burlas y amenazas, todo de lo más normal en este deporte tan querido. Cuando sonó el silbato del gordo Julián, árbitro y ordenanza de la escuela primaria de la zona, los del Vasco pasaban vergüenza. Araban el pasto en cada cruce, pero la pelota era siempre de los contrarios. Por supuesto que cada equipo tenía su barra que gritaba y cantaba. La de Batán un coro de ángeles, la del Vasco, Deep Purple mixturado con Horacio Guaraní. A los quince minutos perdían por dos a cero, y lo más interesante es que no tenían la menor idea del resultado. El Bocha Garnaza, centrodelantero de Batán, se hacía un festín con el Vasco, que lo miraba callado, como centrando la mira del fusil. En el minuto treinta y dos el Bocha lo encaró y lo dejó jugando a la mancha, se paró y lo miró con una sonrisa socarrona y ahí cometió el error de su vida: abrió la boca y le gritó al Bizcocho: ¡andá a jugar con las vacas, burro! Nada del otro mundo en un partido de fútbol, pero al Vasco que no le toquen las vacas, pueden mentarle la mina, los pies, la boina, pero las vacas nunca. El Bizcocho corrió, como renacido, y como embebido de yogurt y no de tinto, se le paró de costado, el Bocha le amagó por izquierda y lo encaró por la derecha y cuando iba pasando el Vasco le apuntó con el fusil cuarenta y siete y medio de la diestra y lo calzó justo donde el cuádriceps se inserta en la rodilla. El botín embarrado se amalgamó con la piel, los vellos y la capa más profunda de la dermis y transformó el músculo en otra cosa, una masa informe, semidensa, diferente. Le hizo cirugía estética, le convirtió el muslo en silicona para relleno. El Bocha, sorprendido en pleno vuelo y con un grito ahogado e ininteligible, aterrizó a siete metros y medio, batiendo la marca zonal de salto en largo. El silencio invadió el campo, a esta altura casi un camposanto, luego todo se descontroló. Volaron sillas, damajuanas vacías, bancos, hasta que llegó la policía y pudo separar de entre el barro y la sangre al Vasco y a cuatro que lo tenían en el piso, donde el líder del Bajo seguía defendiéndose con fiereza. El partido no continuó y los de Batán fueron declarados ganadores por descalificación del oponente, pero eso fue lo de menos. Allí el Vasco, el Bizcocho Albibeascoechea se transformó para siempre en fiero líder del equipo del Bajo del autódromo, respetado y temido por pares y rivales en partes iguales.
El conocido guía del equipo del Bajo concurre al bar del club todos los domingos por la noche, luego de que su ritual futbolero culmina, bien bañado, afeitado y vestido con sus pilchas domingueras. Allí se acomoda en el mismo lugar de la barra, su lugar, y Humberto le sirve siempre su botella de tinto de la casa, que se toma tranquilo entre charla y charla con cuanto parroquiano se acerque, generalmente sobre fútbol y...vacas. Por eso le extrañó tanto al Manitas, el arquero del equipo, encontrarlo el domingo en que se jugó la final del Mundial de Alemania, pensativo, sin su tinto y sentado solo, no en la barra sino en una mesita del fondo, una hora después del final del partido. El Manitas lo miró dos, tres veces. Lo respeta mucho, más desde que el Vasco lo ayudó en un lío que tuvo con la cana. Le hizo la pata cuando lo buscaban por un robo en una quinta cerca de la cárcel, esa misma de la salió en libertad condicional hace no mucho. Por supuesto que a cambio el Manitas se comprometió a usar las ídem solo para atajar, bajo amenaza de tener que atarse los cordones con los dientes, que deberían ser postizos porque el Vasco se los haría tragar en seco. El Manitas se sienta despacio, pidiendo permiso.
––¿Cómo está don Vasco? Le dice y no recibe respuesta. Una lágrima, grande, oscura de años guardada está en el borde del bigote hirsuto del tan querido Vasco. Quiere caer, pero se ha detenido ahí, a la vista de todos, desafiante y tímida a la vez. El Vasco, el Bizcocho, lo mira y sonríe. Sonríe el Vasco, mirá vos, se dice el Manitas, no lo sabía.
––No me diga que llorando porque ganaron los tanos, o porque perdieron los baguettes. A mí, la verdad me da igual, ¿qué le pasa don Vasco? cuente, cuente, que para eso están los amigos. El Vasco Albibeascoechea lo opera con la mirada. Otra lágrima está por salir, enredada en una arruga del párpado derecho, en la piel áspera, rugosa, virgen de llantos desde que la partera le palmeó los cachetes. El Vasco, fiel exponente de la más rancia escuela de valientes infantes de la defensa argentina, del mariscal Perfumo, del káiser Pasarella, del patón Bauza, del cabezón Trotta y porqué no del flaco Schiavi, de aquellos que podrían dejar pasar un balón pero nunca un delantero, el Bizcocho Albibeascoechea llorando callado y sonriente en el bar del club. El Manitas no lo puede creer, se le cae un ídolo, se le desploma la estatua.
––¿Sabe qué pasa, Manitas? Estoy emocionado, se me sale el corazón.
––¿Está en tratos con alguna pollera don Vasco?
––No, Manitas, no, es que usted no lo sabe, nadie lo sabe, pero yo leo. Leo el diario todos los lunes, El Gráfico y también alguna novela, de aventuras ¿vio?
––No me joda don Vasco, mire que yo todavía no me tomé ni un vaso de agua.
––Si Manitas, leo mucho. También junto todas las notas y las fotos de mi ídolo. Lo sigo desde siempre, nunca se lo conté a nadie, ni a la almohada. Me pasé todo el mundial siguiéndolo, mirando los partidos aquí, en el boliche, calladito, porque todos decían que era un muerto. Hoy jugó la final, ¿se imagina Manitas? Era un muerto y jugó la final. Yo aquí mudo, mirando sin decir una palabra. Metió un gol y yo en silencio ––¿Será Materazzi? piensa Manitas, El Vasco sigue–– Fueron al alargue, usted seguro que lo vio Manitas. Yo estaba con los ojos fijos en el televisor, las manos transpiradas, las alpargatas mojadas, los lienzos por ahí. El pelado la peleó con los italianos, duro, firme, como hacen los hombres. Ya llegaban al final del partido y en eso Elizondo lo echa. Si ni lo vio ¿cómo lo va a echar? ––¿Zidane el ídolo del Vasco?, no me lo creo. Se muerde el Manitas para no reírse–– Lo echó por una nadería, una cosa de nada...
––¿Y usted don Vasco me llora porque perdieron los baguettes? Hombre grande ya para esos menesteres ¿no le parece?
––No, pendejo, ¿quién se cree que soy? El Bizcocho lo taladra con la mirada. Los ojos torvos y bien erguido.
––No se me chive don Vasco, le pregunto no más.
––¿Cómo no me voy a enojar?, nene. Usted me está tomando el pelo.
––Nooo, para nada don Vasco. Cuente, cuente no más.
––A ver si me entiende. Zinedine Zidane, el Pelado, el Monje, el Viejo que ya estaba muerto, el monstruo más grande, el creador de todo, en su hora triunfal, en su momento más glorioso, en la jugada previa al retiro como un grande, hizo la mía, nene. ¡Hizo la mía!
––¿Cómo la suya don Vasco? le pregunta el Manita desconcertado. Y allí, el gran Vasco, el Bizcocho Albibeascoechea se yergue sobre sus piernas de roble, torneadas de miles de batallas y mirando desafiante al Manitas le dice:
––¿De quién se cree que Zidane se copió el cabezazo directo al pecho? ¡De Papá, nene! ¡De Papá!

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