miércoles, 28 de abril de 2010

El sueño de Nicoletti (segunda parte)

Por Eduardo Sacheri

Primera parte


Nicoletti empieza a agitarse. ¿Son los nervios de no entender nada o el esfuerzo de correr con ese grandote encima? Es angustia. La angustia de no saber qué está haciendo en semejante sitio. Porque Nicoletti sabe que él nunca va a jugar en Primera. Y que el último partido con Gomita lo van a jugar en el Arroyo, la víspera de que él se vaya a Ensenada para siempre. Por eso la desesperación. Porque todo el mundo espera que él llegue al fondo y tire el centro para la palomita de su amigo, como toda la vida. Y por eso Gomita levanta ya el brazo desde el área: para que él lo vea en el tumulto de camisetas blancas y se la ponga en la sien derecha, como es costumbre. ¿Pero cómo? ¿Cómo él, Nicoletti, que nunca va a ser nadie, se la va a tirar a Gomita? Porque a esta altura Gomita ya no es Gomita. Es Roberto «Gomita» Meneguzzi, centroforward inolvidable del fútbol argentino y europeo, tricampeón en nuestro suelo y quíntuple monarca del scoring italiano, como dirán desde entonces los locutores de Sucesos Argentinos en la matinée de los cines. Por eso las camisetas y el estadio. Por eso los carteles de Bols y el energúmeno ese que lo agarra una vez y otra aun que él porfíe en seguir quién sabe para qué o para dónde.
Nicoletti llega al fondo, por fin, de esa cancha interminable. En medio de su desasosiego, conserva algo de su intuición futbolera. En lugar de frenar y recibir la embestida del zaguero, toca suave, muy suave, con el empeine del zapato derecho hacia adentro. El tipo viene tan embalado que se come el caño y se pasa de largo. En otro momento Nicoletti hubiese festejado semejante lujo: pero no puede porque tiene que buscar a Gomita. Ahí está, en un pantano de camisetas blancas, levantando el brazo y gritándole como un enajenado. Pero Nicoletti tiene miedo de no llegar con el pelotazo. Le falta un mundo para el borde del área, y otro desde allí hasta el punto del penal donde está parado Gomita, que no es Gomita, sino Roberto «Gomita» Meneguzzi, el inolvidable artillero. Y a semejante gloria no puede tirársele un pelotazo impresentable. Porque tiene que ser gol. ¿Para qué está esa gente en la tribuna? ¿Para qué se han juntado como cinco fotógrafos detrás del arco? ¿Para qué van a salir los diarios mañana, sino para relatar la gloria del ídolo; y para que miles y miles de porteños admiren esa foto de Roberto Meneguzzi suspendido aún en el aire, mientras el epígrafe relata «la manera en que el infalible scorer argentino agrega otro cintillo a su casaca victoriosa, al conectar de palomita un centro disparado desde el lado izquierdo»?
Nicoletti suda. Las piernas le pesan como plomos. Como en esas pesadillas en las que hay que pegarle a alguien y uno no puede levantar los brazos. Pero todo es real. Porque los chasquidos de las cámaras y los rugidos de la tribuna y los gritos de Gomita se escuchan perfectamente. Y por eso Nicoletti no puede quedarse ahí, porque uno de los centrales se le viene al humo. Por un instante piensa en hacer la personal, la heroica: tirar otro caño con el pie derecho y seguir avanzando por la línea de fondo. El back central le deja cierto ángulo porque espera que tire el centro, y no que intente por afuera. Pero no, imposible, ¿cómo hacer semejante imbecilidad teniéndolo a Roberto Meneguzzi, ídolo perpetuo también de la península itálica, a los gritos en el área pidiendo la bola para definir el asunto? Por eso Nicoletti encara hacia adentro y esconde el balón para que el central no pueda arrebatárselo. Ha dudado demasiado, no puede lanzar ahora: el cuerpo del zaguero está encima. Nicoletti sufre. Intuye, antes de verlo, que el marcador que lo ha seguido por la raya viene a apurarlo por detrás. Son demasiado grandes, demasiado duros, demasiado rápidos. Engancha de nuevo hacia el lateral para esquivarlo. Pero ahora tiene a dos marcadores que lo separan de su cometido. Si tirar el centro antes era arriesgado, intentarlo ahora es inútil. Nicoletti la mueve en el lugar, esperando que alguno de los dos se coma el amague y le deje un intersticio. Pero es inútil. Estos tipos saben pararse. No se tumban al primer quiebre. Uno no se los saca de encima amasándola bajo la suela. Y encima los gritos de la gente. ¿Cómo no van a estar impacientes? ¿Cómo no van a estar apurándolo? Si en el área aguarda uno de los cinco más grandes artilleros del fútbol argentino de todos los tiempos. Pero Nicoletti sufre sobre todo por Gomita. ¿Cómo le va a faltar así el respeto? En Gorriti vaya y pase. ¿Pero acá? Imposible. No, siendo una celebridad. No, con toda esa gente lista para ovacionarlo.
Nicoletti tiembla. Porque cada vez se enreda más con el balón. Segundo a segundo, esos dos mastodontes lo llevan más hacia la raya. No hay modo. No hay manera de darse vuelta. Y Nicoletti se arrepiente de no haber tirado de entrada. Así, sin mirar, pero sin perder tiempo. Porque a esa altura Nicoletti sabe que ese centro no lo va a tirar nunca. Por eso Nicoletti sufre y se desespera. Porque tiene tiempo de pensar, mientras aguanta las patadas que los otros dos le propinan en los tobillos para que largue de una vez la pelota, que al final él es un enano, que no se merece estar ahí, que no tiene derecho a tirar una pared con Roberto «Gomita» Meneguzzi. Nicoletti se siente un ingrato, porque el ilustre centrodelantero, teniendo un montón de compañeros alrededor, decidió obsequiarle a él el privilegio de armar la jugada juntos, y él es incapaz de devolverle un centro más o menos como la gente.
Cuando la angustia empieza a transformársele en llanto, Nicoletti acaba por despertarse. Está sentado en la cama empapada de sudor; jadeante en la oscura sobriedad de su cuarto de soltero eterno. Se incorporará, encenderá la luz para ahuyentar a sus fantasmas y tomará unos mates. Para el caso da igual. Al día siguiente, o al otro, la próxima semana a más tardar, soñará lo mismo.
Creo haber dicho más arriba que no interrumpí a Nicoletti con pregunta alguna. Lo dejé decir, a sabiendas de que no esperaba reacciones de mi parte. Tomamos el café, hicimos silencio, y al fin nos despedimos. El hombre tardó una década en volver sobre el asunto. Lo hizo sin preámbulos. No se detuvo a refrescarme la memoria. Supongo que en el bar estamos acostumbrados a evitarnos urbanidades superfluas. Esa es una de las ventajas de nuestras vidas vacías. Me dijo que la noche anterior le había ocurrido algo con el sueño. En realidad creo que dijo «su» sueño: como si ese sueño recurrente fuera su única y terrible pertenencia o su tesoro más encomiable, o ambas cosas a un tiempo. Sería vano negar mi curiosidad. Sus ojos y su voz despedían una luz que yo jamás antes había advertido. Estaba extático, distinto, inmensamente asombrado. Me repitió el relato desde el principio. Pero cuando llegó a la parte del banderín del córner se detuvo.
De nuevo está inmóvil con la pelota en los pies. De nuevo las piernas le pesan como plomos. De nuevo el marcador central sale a atorarlo a la carrera. Y de nuevo levanta los ojos hacia Gomita, que naufraga, brazos en alto, en medio de aquel mar de camisetas blancas. Pero esta vez, esta única vez, esta primera vez en cincuenta y cinco años, el sueño es más claro, es muchísimo más preciso. Cuando Nicoletti levanta la mirada enfoca directamente a la cara de Roberto «Gomita» Meneguzzi, el mejor centroforward de la Liga italiana en la década del 40, y ve con claridad sus ojos y sus labios. Lo escucha (porque todos los demás sonidos se acallan súbitamente) cuando le dice: «Para vos, Nicola, jugála para vos». Nicoletti duda. Es como si en el propio sueño estuviese ya acostumbrado a la rutina del sueño. Por eso vuelve a demorarse y a mirarlo fijo. Pero es cierto: Roberto «Gomita» Meneguzzi le insiste que sí, que dale, Nicola, por lo que más quieras, jugatelá, hermanito, jugatelá. Y por eso Nicoletti, cuando en el sueño le toca cubrir el balón y ponerse de espaldas al arco para protegerlo, cambia el libreto para siempre y encara. Por única vez en cincuenta y cinco años, desde que lo soñó por primera vez en su piecita de Ensenada, Nicoletti toca con otra caricia del pie derecho e inclina el cuerpo hacia la izquierda para que el back no se lo lleve puesto. Segundo caño. Tal vez ese ruido que se escucha es la gente en la tribuna, que aprecia ese doble túnel memorable. Pero no tiene tiempo de detenerse a pensarlo.
Nicoletti va lanzado hacia la valla. Apenas tiene ángulo. Con la zurda la aleja de la raya porque desde ahí el arco no existe, es apenas una línea vertical, un caño blanco con una red colgada al costado. Piensa qué bueno esto de jugar en una cancha con las líneas pintadas. Porque en Gorriti hay que adivinar cuando uno ya está cerca de la nieta. Acá no. Acaba de cruzar la línea del área grande y un poco más allá está la del área chica. Parece mentira lo fácil. Porque ahora el toque de zurda lo deja a metro y medio de la línea de fondo, y el arquero lo enfrenta medio encorvado y tapando casi todo pero no todo; y si la tira de chanfle al segundo palo seguro que se la saca, pero como eso es lo que el tipo está esperando a lo mejor, quién sabe, si le pega de puntín con la derecha capaz que la pelota sale como una flecha y se clava a media altura entre el arquero y el palo.
Nicoletti tiene miedo. Pero ya no teme fracasar ante el destino, sólo teme despertarse. Salirse de su sueño antes de poder ponerle fin después de cinco décadas de impotencia. Igual no se apura. Sólo cuando está seguro sacude un derechazo temible con la punta de su dedo gordo y ve la pelota que sale como si le hubiesen trazado la trayectoria con regla, y la ve finalmente colándose por el agujero quirúrgico que queda entre el palo y el muslo del arquero.
Nicoletti siente la tentación de tirarse al piso a disfrutar de cara al cielo ese momento sublime. Pero el sueño puede terminar en cualquier momento y debe apresurarse. Necesita buscarlo a Gomita. No sabe para qué, pero en el sueño sabe que eso es lo que necesita. No tiene que buscar demasiado. Gomita corre hacia él y le pega un abrazo como nunca. Nicoletti se afloja y llora, y escucha en el oído las palabras de su amigo: «Por fin, Nicola. Por fin. Hace años que espero que mi sueño termine con este golazo, y hoy por fin me hiciste caso». En su sueño, Nicoletti da un respingo: «Pero... ¿cómo?, ¿vos también?...», alcanza a preguntar. Pero apenas Gomita amaga con mover afirmativamente la cabeza, su imagen se desintegra y el sueño se extingue abruptamente. Nicoletti se incorpora en la cama. No está sudada. No toma mate ni enciende la radio. Decide salir a la calle para calmar su asombro y su maravilla. Deambula por ahí toda la mañana y termina recalando en el café. Me cuenta que está contento, se corrige y me dice que está feliz. Yo, turbado, guardo silencio. El agrega que tiene la esperanza de que, en el futuro, este sueño nuevo reemplace al anterior.
Luego, callados, bebimos el café. Yo no sabía qué decir y él no parecía necesitar mis palabras. Salió del bar temprano. Me explicó que quería caminar otro rato antes de acostarse. Sentí la frenada y un tremendo ruido a fierros rotos. Venía de la esquina de Corrientes. «El 67», me dije. Salí con los otros. Nos movía menos el interés que la inercia. Cuando vi que era Nicoletti me entristecí de veras. Supongo que a algunos de los otros les pasó lo mismo.
En los días siguientes dediqué largos ratos a pensar en los sueños de Nicoletti. Las escuetas obsesiones de ese pobre hombre me ofrecían la extraña alternativa de escapar por un rato de las mías. Volvía, de hecho, sobre ese cambio postrero, ese desenlace repentinamente distinto. ¿Por qué en ese momento? –me preguntaba–. ¿Por qué después de cinco décadas de suplicio, Nicoletti encuentra puertas nuevas en su laberinto viejo? La respuesta me llovió por casualidad, supongo. Una semana después del accidente se publicó la noticia en Buenos Aires. Yo la leí en la sexta; no era el título principal, pero le habían dedicado un buen espacio. En una clínica de la ciudad de Turín, a los setenta y dos años de edad, acababa de morir quien fuera «una de las máximas glorias futbolísticas a ambos lados del Atlántico: Roberto Meneguzzi, uno de los más grandes delanteros de las décadas del 40 y el 50, tricampeón en Argentina y quíntuple goleador del campeonato italiano».
Y ahí sumé dos más dos y me dio cuatro y estuve a punto de maravillarme. Pero después me di cuenta de que ya no me da el cuero para semejante despliegue de emociones.

FIN

martes, 27 de abril de 2010

El sueño de Nicoletti (por Eduardo Sacheri)

Por Eduardo Sacheri

Dedicado a Alejandro Apo
(Gracias por el pase)

A Nicoletti lo conocí en el café, como a tantos otros miembros de esa tribu de solitarios de la cual yo mismo formaba parte. No constituíamos una «barra del café». Nada de eso. Teníamos demasiados fracasos sobre nuestras espaldas como para solazarnos en tertulias festivas, íbamos cayendo al atardecer, y nos guarecíamos en las mesas oscuras de los rincones. En general nos sentábamos solos, luego de saludar con unas cuantas inclinaciones de cabeza a los otros fantasmas. Apenas de vez en cuando, y por motivos tan oscuros como nosotros mismos, alguno se atrevía a incorporarse y acercarse a otra mesa. En esos casos manteníamos conversaciones salpicadas de silencios. Eran charlas triviales. A ninguno de nosotros se le hubiese cruzado por la cabeza incurrir en confesiones sentimentales o narraciones desgarradoras. Éramos demasiado prudentes y circunspectos.
De algunos de los miembros de la tribu nunca supe siquiera los apellidos. En el caso de Nicoletti me enteré en una de esas conversaciones anodinas que se dan al pasar. Si lo retuve luego fue, seguramente, porque con él mantuve una conversación, una sola, que escapó a la regla general de furtiva vaguedad que manteníamos en ese sitio. En realidad fueron dos conversaciones. O tal vez una sola interrumpida por un largo intervalo de nueve o diez años.
En la primera ocasión Nicoletti me contó un sueño. No era para él un sueño cualquiera. Se notaba en su relato. No tenía esa cosa disparatada, anárquica, calidoscópica que tienen los sueños cuando uno los sueña, y que a la mañana se disuelven en la lógica del café con leche. Para nada. El sueño de Nicoletti era redondito, o casi. O todo lo redondito que se le puede pedir a un sueño que sea. Primero sospeché que sonaba ordenado porque seguramente se trataba de un relato manido una vez y otra de tanto contarlo. Pero luego resultó que no. Nada de eso. Me confesó que era el primer tipo al que se lo contaba. Lo relataba redondito porque lo soñaba redondito. Y lo soñaba redondito porque lo soñaba siempre. No le pregunté cada cuánto lo soñaba. En realidad no le pregunté nada. Lo dejé contar y terminar y callarse cuando quiso. Ya bastante con salirnos así de nuestro libreto de todos los días.
El sueño empieza con Nicoletti a los siete, a los ocho años a lo sumo. Lo sabe porque arranca siempre con la misma imagen: los zapatos abotinados con la lengüeta rota y el agujero en la puntera. Los que la vieja le ha dejado para jugar en el potrero de la calle Gorriti. No le van chicos porque el cuero ha cedido y la horma se ha deformado. Y él tiene la precaución de no mojarlos. Los cuida como a su vida. Y sabe que tiene ocho años porque a los nueve al padre le saldrá un trabajo en Ensenada, y para allá se irán todos, y no volverá a jugar en el campito de Gorriti. Y aunque esté soñando, ésos son datos evidentes. Los chicos están todos. En el sueño escucha las voces de Chiche y de González y de Palito, que gritan como descosidos pidiendo el pase. Nicoletti la tiene en los pies, y el sueño sigue cuando levanta la mirada. Está de pie en el mediocampo, o más bien en esa franja de tierra dura, pelada, sin asomo de pasto que en Gorriti es el mediocampo. A tres metros lo tiene a Gomita y se la toca al pie. ¿A quién otro? Si se entienden bárbaro. Si juegan juntos desde los cinco. Si se conocen las mañas como si fueran siameses. Si Gomita, que le lleva como tres años, lo ha invitado para los desafíos a la canchita del Arroyo, donde juegan todos tipos de doce para arriba. Y todo porque le dice: «Vos me entendés, Nicola, vos me entendés. Yo con los demás no sé, pero con vos te la tiro sin mirarte y sé que estás». Y Nicoletti va y juntos hacen estragos. Porque los otros tienen que mirar para jugar y ellos no. Por eso los pibes grandes del Arroyo no dicen nada de que él vaya a jugar ahí aunque sea flaquito y tenga solamente ocho.
Pero en el sueño están en Gorriti, porque detrás de Gomita, Nicoletti ve perfectamente la pared del corralón, y el alambrado roto, y eso está en Gorriti y en ningún otro lado. Y apenas se la toca a Gomita, Nicoletti sale corriendo por el lateral izquierdo porque sabe que Gomita se la va a poner ahí. Y al instante allí nomás va la pelota. Y ahí es cuando gritan los otros, pero Nicoletti no les lleva el apunte. ¿Cómo se la va a tirar a Chiche, o a Palito, o a González, si son una jauría de perros? No, hay que esperar a que Gomita se le acerque y tocársela al piso y cortita. Ahí está, eso. Pero justo entonces es cuando el sueño se empieza a poner raro, o mejor dicho cuando empiezan a pasar las cosas propias de los sueños. Porque en la canchita de Gorriti, apenas hecha la pared con Gomita, Nicoletti tiene que correr cinco metros y está dentro del área. Pero en el sueño no. Nicoletti corre como win izquierdo, pero la cancha se agranda hacia adelante y alcanza una dimensión interminable. Y la línea del costado no es un simple invento: existe y está pintada rectamente de cal, no como en Gorriti que se termina más o menos a ojo contra los yuyos altos. Y en medio de su extrañeza Nicoletti levanta los ojos y como siempre Gomita se la tira bien abierta, pero Gomita está raro, parece más grande. Y Nicoletti piensa que por qué, si tiene que tener once como hace diez segundos cuando armaron la pared en el mediocampo. Debe ser la camiseta. Un momento: ¿qué camiseta? Si Gomita juega con una camisa a cuadros naranjas y rojos si es verano, y con una polera negra si es invierno. Pero es así nomás: Gomita tiene puesta una camiseta de esas que usan los profesionales y que en las láminas aparecen pintadas a color.
Nicoletti no entiende, y no entender lo pone nervioso. Mecánicamente recibe la bola y se distrae porque el marcador que sale a atorarlo también está vestido «en serio». Igual devuelve la pared de memoria. Pero es una memoria rara, porque para tirarla a la medialuna del área (que también está pintada) tiene que mandar un pelotazo de veinte metros que le baja en el pie a Gomita, pero que es la mejor prueba de que la canchita de Gorriti no puede ser nunca, porque ahí semejante zapatazo termina sí o sí en las cañas que crecen del lado del corralón. Nicoletti sigue la rutina: encara por el lateral hacia el fondo, porque si Gomita tiene tapado el tiro al arco, se la volverá a tirar a él casi en la línea de meta. Pero el asombro lo puede: del otro lado de la línea del costado hay gente. Sí, gente mirando. Y no los pibes grandes que piensan adueñarse de la canchita apenas junten los dos o tres que les faltan para armar los equipos. A Nicoletti le cuesta calcularlos porque están de pie, encimados, pegados al alambrado porque también hay alambrado. Están en una tribuna. Nicoletti escucha sus gritos y vuelve a ponerse en movimiento. Ya casi ni se asombra de que en el córner haya un banderín: a esa altura del sueño, Nicoletti ya ha asumido que está en una cancha de veras. Es por eso que el tipo que ahora corre a la par de él es tan alto como su hermano Carlos, el mayor, y la forma en que lo codea y lo pechea no tiene nada que ver con la que usan los pibes en Gorriti, ni siquiera los más duros. Inseguro, Nicoletti levanta los ojos y lo ve a Gomita, que lo sigue con la vista como si nada. Pero no puede ser, porque Gomita ya tiene cara de tipo grande, de tener como veinte, como treinta años, y por eso entra al área como lo que es, o como lo que va a terminar siendo (Nicoletti ya no sabe juzgar hacia dónde se ha disparado el tiempo): un jugadorazo de Primera División, por eso la cancha, por eso las tribunas, por eso los carteles de Ginebra Bols atrás de la línea de fondo.

Continuará...
***

martes, 20 de abril de 2010

La pira (por Henry Tiburzio)

Por Hernán Henry Tiburzio

La pira la armábamos con Mariano en el parque hasta que llegó el oficial. Debimos habernos imaginado que cuando nos viera juntando ramas secas y acomodándolas en el centro del círculo dibujado con kerosén, se nos iba a venir al humo. Ni hablar de la vaca que teníamos atada al paragolpe del Citröen. Nos costó algo más que unos pesos convencerlo, pero anduvimos bien. En ese momento estábamos preparando la promesa que le habíamos hecho al Panza. Mariano comenzó por explicarle toda la historia desde el principio:

-Mire cabo…
-Agente – le dijo el uniformado,

sí, sí, agente, discúlpeme, prosiguió Mariano,

-Le cuento: era el partido que teníamos que ganar de la manera que fuera. Esa tarde Roque estuvo en el fondo sacando todo lo que llegaba, Manuel estaba como un pulpo en el medio, mientras que el Rengo la pisaba tirando caños en la delantera,

y me señalaba,

-ese día jugamos a camiseta celeste con vivos amarillos en las mangas, era toda la imagen de un equipo preparado pero con un look de mierda: los pantalones eran blancos y llegaban casi hasta la rodilla, teníamos los nombres estampados en la espalda y el número en rojo justo debajo de la publicidad de la carnicería de Rubén; yo tenía la diez - dijo Mariano sonriéndole al covani. -El Panza se había lesionado en la semifinal y ahora nos dirigía desde el banco, medio colgado por el dolor todavía, pero no podía faltar. Con los pibes le acomodamos la silla justo detrás del puesto de gaseosas y sufría desde ahí como si estuviera constipado. La cara era pura mueca. La última noche de entrenamiento en su casa nos contó que había jurado hacer una hecatombe y quemar un toro en el parque si ganábamos el partido. ¡Un toro quería quemar ese hijo de puta!, por supuesto nos hizo prometer a todos que lo íbamos a acompañar.

-Imagínese usted Comandante si le vamos a decir que no al Panza, que es un pedazo de pan qué ni se imagina, si hasta entrenábamos jugando a la play en su casa durante la semana, así que poco más que nos tenía agarrados de las pelotas. El entrenamiento era así: cada uno elegía su equipo y planteaba una estrategia, al final del torneo, el que ganaba era el que ordenaba al equipo para el fin de semana. Al principio yo jugaba con el Estudiantes de Pavone y Caldera agente, y no sabe lo que eran esos dos en la delantera, después por un tiempo jugué con Paraguay, que es otro equipo aguerrido hasta en la consola esa y después, por derecho, no vaya a creer, llegué a dirigir al Barcelona. Pero para qué le voy a contar si seguro usted también se la pasa con los pibes dale-quete-dale en la taquería…

Yo lo miraba a Mariano descolocado, pero le seguía la corriente para que el gorra ese no se ortive. Sabía que tenía parla, y eso era lo único que podía evitar que termináramos todos en cana. Por otro lado, caía en la cuenta de que si llegábamos a transar con éste, se iba a traer a media comisaría a morfar con nosotros, porque a la vaca entre hecatombe y hecatombe le entrábamos seguro.

-
-Esa tarde me senté nervioso. Ya antes de empezar el partido no estaba seguro de cómo encarar el esquema ofensivo. Mire que cuando se dirige un equipo como el Barça no se puede pensar en otra cosa que en ganar. Lo puse a Eto´o bien de punta, le marqué exactamente dónde quería que esté parado. Después lo agarré a Messi y lo puse en diagonal a la izquierda, el pendejo ese es muy bueno. Con el negro no tuve problemas, estaba suelto, entre el mediocampo y la medialuna, para que invente. Tres en el fondo y cuatro en el medio, bien a mano del ataque. Comenzó a rodar la pelota y ya de movida los sacudí con un pelotazo en el travesaño. Fue un enganche que tiré, después apreté el triángulo y con el camerunés sacudí-de-rosca que si la meto me voy a la mierda. Hubiera sido un lindo arranque. Me tocaba jugar contra el Inter que lo tenía Manuel. Cuatro pepas se comió esa noche y bien calladito se tuvo que hacer cargo de la comida.

El cana empezó a modular y pensé que se nos iba todo al carajo.

-Decile al superior que se venga hasta el parque y que le avise al siete,

reportó; era obvio que estaba hablando en-código-cana. En ese momento cayó Rúben a los gritos, con la cuchilla colgando y dos cajones de cerveza, uno en cada brazo, el baúl del Citröen estaba a pleno de rolitos, a Rubén le tocaba degollarla.

-Cabo, discúlpeme,

lo increpó Mariano, -agente le dije,

-eso, eso, agente: no habrá alguna manera de poder ponernos de acuerdo en relación a este temita del que estamos hablando..?

El silencio se hizo entre nosotros. Estábamos jugados y si el vigilante éste no agarraba se pudría todo. Para cuando lo trajeron al panza ya habían llegado el jefe del botón y el siete. Era un chabón que cayó de civil pero con un bigote que lo vendía hasta en Recoleta, tenía puesta una remera a rayas azules cruzadas y pantalones pinzados. Tenía toda la pinta de ser el capo.

-¿Le hablé de la tribuna?,

arremetió Mariano para volver a ganarse al cana,

-estaba Marta, la mujer del Rúben, que no sabe cómo los chuszeaba a los de Ortúzar…

El cana lo calló con una seña y se reunió con los otros dos botones en un triángulo. Yo mientras tanto le explicaba a Manuel y al resto cómo venía la mano.

-Te lo jugamos a cinco goles,

le tiró el cana a Mariano,

-¿Qué cosa querés jugar a cinco goles?
-El Citröen y la vaca: si ustedes ganan, hacen la hecatombe esa, la cumbia y lo que se les cante, nosotros conseguimos el permiso; ahora, si ganamos nosotros, nos llevamos la vaca y el auto. ¿Ustedes cuántos son?

Mariano se quedó pálido.

El siete cornudo me pegó una patada después del cuarto gol que todavía me duele, pero te juro que prefería seis meses de yeso antes que entregarle las llaves del auto a esos hijos de puta.

martes, 13 de abril de 2010

El jugador (por Eduardo Galeano)

Por Eduardo Galeano

Corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina. El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por él y los niños quieren imitarlo. Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar.
Los empresarios lo compran, lo venden, lo prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y más dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada día el castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de analgésicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos importantes, lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo.
En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de fútbol puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan temprano:
-Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada.
-¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero.
O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la mala suerte le revienta un músculo, o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama, señora fugaz, no le
ha dejado ni una cartita de consuelo.

Este excelente texto ha sido extraído del libro "El fútbol a sol y sombra"

martes, 6 de abril de 2010

Pelusa (por Cristina Occhipinti)

Por Cristina Occhipinti


Los gritos de la tribuna le arañaron la cara. Instintivamente se tiró hacia atrás. Giró la cabeza y buscó a algún compañero. Lo encontró en un guiño cómplice, entonces respiró profundamente y siguió caminando. Los gritos se convirtieron en susurros.
Tenía el pelo trenzado, pero igual sacudió la cabeza para acomodarlo. Pelusa se supo diferente.
Pensó que el clima estaba raro, sintió calor en las sienes y frío en las manos. Le subían y bajaban burbujas, desde la garganta hasta la boca del estomago.
Miró la inmensidad de la cancha, y se perdió en los recuerdos. La voz de su padre le recorrió el cuerpo y se le metió por los ojos. Lo vio enseñándole a jugar, mientras le leía la lección del colegio. Su padre peronista, convertido al socialismo, le repetía: alpargatas sí, libros también; fútbol sí, libros también.
Recordó que en esa época empezó a leer a Soriano. No habrá más penas con el fútbol, ni olvido con los libros.
Muchos años después, comprendió que lo amaba por compartir el equipo de sus desvelos. Qué ironía, dos ateos eligiendo un cuadro santo.
El sonido del silbato, le devolvió el presente.
Levantó los ojos y miró con regocijo, los trapos que cobijaban a la hinchada. Esos colores compañeros, que bailaban pegados a los cuerpos. Esos que iban a todas partes y nunca se quejaban.
Otra vez debía dar examen.
Otra vez, los insultos prejuzgaron.
Otra vez el capitán sonrió.
Otra vez todos los hombres dudaron.
Pelusa se mostró de nuevo. Se ajustó los cordones de los botines.
Se levantó las medias con descuido y se acomodó el pantalón con cuidado.
Pelusa, la única mina que jugó en un equipo de fútbol masculino, se supo realmente diferente.
Pelusa, que había empezado a jugar a los diez años, con los chicos del barrio.
Pelusa, que había empezado a jugar de número nueve, porque le gustaba el morocho de rasgos aindiados que jugaba de diez.
Pelusa, clavó los tapones en el césped, se plantó delante del compañero y con un grito le ordenó: "¡pasámela!".