martes, 31 de agosto de 2010

Roly y el Piqui, el compromiso (por Sonia Figueras)

Por Sonia Figueras

Se levanta muy temprano, al alba. Hoy tiene un compromiso ineludible. Con el Piqui. Se lo prometió y las promesas se cumplen, como dice la abuela. La abuela sabe lo que dice.
- Hoy vamos a la cancha, nene. ¡Yo te llevo a la cancha!
No tenía las entradas para el clásico que le encargara y pagara a Alberto. Hacía días que Alberto no aparecía y cuando aparece le dice que ya se las trae, que se las olvidó. Pero no vuelve y él decide ir igual. Ya voy a entrar. Así de fácil, dice.
Roly termina su baño diario, se refriega con el jabón blanco que su abuela guarda para él, que le deja la cabeza lustrosa y le aplasta sus rulos caracoleados.
Le había pedido permiso a Don Roque, “el tano” como lo llaman en el barrio, el patrón del almacén donde hace los mandados. Se lo dio, aunque es tano y no es de Boca. En el almacén hay caras en las paredes, debajo del vidrio de la fiambrera que se cae de vieja, bailotean fotos con camisetas blancas y la banda roja cruzada, también banderines que van de un extremo a otro del negocio
Roly traga la escenografía día tras día, pero la paga es buena para él, que ayuda a “su ma”, como llama a esa abuela re piola, buena como el pan que amasa y además, el Roly se considera un rival fanático pero tranquilo.
Llegan desde el fondo de Morón hasta Parque Lezama, así le explican en el tren que los trae y el chico le pregunta primero a un hombre y luego a una mujer cómo llegar a la Bombonera.
-. No sé ¡Dos chicos con aspecto de “cabecitas”, dice la mujer y tienen plata para comprarse camisetas de futbol. ¡Habráse visto! Ellos no escuchan “las alabanzas”, ya están andando.
Empieza por pensar en la plaza que se le hace inmensa y la forma de salir. Al levantar la mirada, allí, al frente, bien de frente, como en un sueño, algo lejos, una visión, allí está.
- Mirá Piqui, mirála bien. ¡Mirá qué grande!
- ¿Ya viniste vos?
- No, es la primera vez que la veo así, de cerca. ¿Ves los colores alrededor? Como diría la abuela ¡es fascinante! ¡No hay nada igual!
- No, no veo los colores.
A Roly la Bombonera le fulgura como el lucero de la noche y es de día. La ve envuelta como con un arco iris, el que aparece después que llueve.
Llegan a la calle ¡Aris .tó... bu.. lo del Va lle! lee el grande.
Se acerca la hora. Hacen la cola. Los pies murmuran en el suelo, se acomodan unos tras otros pidiendo espacio. Pasa el tiempo. La hora corre. La cabecita azul y amarilla del Piqui se pierde entre rodillas que empujan hacia delante y atrás.
Llegan a la puerta.
El hombre de la puerta con mirada sin mirar les pide las entradas. A Roly se le caen los ojos de la cara, sus manos están vacías como su boca.
- No tengo, dice.
- Bueno pibes, hagan aire, contesta el hombre apuntando al de atrás.
Ellos hacen aire.
El murmullo crece, ensordece. Cabizbajas, agotadas las cabezas de otear arriba, a los costados, atrás, salen de la hilera desprolija de hormigas pedigüeñas ¡pero que tienen entradas y ellos no! y se sientan en el suelo, por ahí.
- Hice lo que pude Piqui. No llorés, yo creí que podíamos El Piqui no llora, lagrimea en silencio, está acostumbrado a llorar callado.
- Vení, vamos a ver otra vez.
La gorra calada hasta las orejas al chiquito no le permite enterarse dónde está parado y se sobresalta cuando una mano se apoya en su hombro. Da un respingo de gato como los que hace cuando los chicos le tiran piedras.
- ¿No pueden entrar, pibes? la que habla es la voz de la mano.
Roly siente los rulos apretados en la cabeza, el corazón que se le estruja, le golpea el pecho. Se asusta. No llora. Hace años que dejó de llorar gracias a la abuela.
- No, no tengo entradas. Las pagué y no me las dieron. Le quería contar al de la puerta. ¡Yo le prometí a mi hermano! Las palabras salen de su boca como el cúmulo de un volcán, sin miedo.
Los 16 de Roly, los 7 del Piqui y su gorra y las camisetas de la gloriosa le pegan fuerte al hombre de la voz en la mano.
- Vengan los dos, pegados a mí.
¡Otra vez en la puerta! Las tres cabezas en declive, de mayor a menor, la blanca, la de rulos y la azul y amarilla, están en hilera.
- Rodríguez, dejá pasar a estos pibes, son mis sobrinos. Rodríguez, genuflexo, asiente.
Arriba de todo, donde se juntan el cielo, el aire y los gritos, mientras Roly se para a cada cabezazo de Palermo, unos ojos enormes, debajo de la gorra azul y oro no se pueden cerrar por el asombro ni por la fascinación.

martes, 24 de agosto de 2010

Las sirenas del Doque (por Marcelo Rubio)

Por Marcelo Rubio

Los centrodelanteros a veces suelen ser una suerte de navegantes solitarios, capaces de pasar todo el partido aislados de los suyos, condenados a un exilio interminable, dispuestos a soportar las inclemencias de los defensores adversarios. Es tanta la indiferencia de los compañeros en acercarle una jugada, que los números nueve suelen creer que han sido olvidados por aquellos que antes de salir a la cancha le golpeaban las espaldas y lo alentaban. Sin embargo ninguna soledad era tan peligrosa para los delanteros de punta, como la que sufrían aquellos que jugaban de visitante en cancha del Dock Sud. Al decir de algunos famosos nueve, como Raguzza Ruccietti, de Defensores Unidos, o Vicente “Vasco” Sbaterra, delantero de Comunicaciones, “cuándo uno jugaba en cancha del Doque de algún lugar oculto venía un cantar arrullador, eran féminas a las que no se podía oponer ninguna resistencia”:
Esas mujeres, de dulce voz, tenían la misión de encantar a los delanteros adversarios, para hacerlo sucumbir a sus encantos y llevarlos a la Isla Maciel, y, so pretexto de disfrutar de los placeres mundanos de esas tierras, alejarlos del campo de juego. Algunos goleadores, advertidos de este encantamiento, decidían atarse a los postes del arco y resistir la tentación. Otros equipos optaban por jugar sin delanteros, pero una u otra situación no los favorecía.
“Las Sirenas del Doque”, tal como se comenzó a llamar a esas voces, capturaron infinidad de delanteros solitarios. Tito Ferraroti, goleador de Villa Dálmine, fue víctima del cantar de aquellas mujeres. Pasó más de una semana en aquella Isla; cuando retornó al club, dijo que había logrado escapar por el descuido de una de las sirenas. Ferraroti volvió demacrado, ojeroso y una semana después debió ser internado, víctima de furiosas ladillas que amenazaban su integridad.

Cuando un equipo iba de visita al Dock Sud, las esposas de los delanteros pasaban días tejiendo y destejiendo mortajas para sus hábiles esposos, caídos en desgracia por el cantar de “las Sirenas del Doque”. Durante años la hinchada local no miraba el partido, sino que trataba de ver a algunas de esas sirenas, dispuestos a cualquier cosa por estar con una de esas damas capaces de arruinar a la escuadra visitante.
Pero el mito de “las Sirenas del Doque” se derrumbó cuando Gilberto Jesús Carroza, delantero del Dock Sud, transferido a Estudiantil Porteño, denunció que aquellas voces no eran de Sirenas, sino de vulgares prostitutas en busca de algún cliente. Miserable actitud la de Carrozas que dejó al desnudo las escapadas “non santas” de otro jugadores.
“Las Sirenas del Doque” ya no cantan, ahora van a la cancha, dan la cara, se cuelgan de alambrado, escupen e insultan al rival. Sigue habiendo números nueve solitarios, pero ya no se atan a los postes. Eso sí, por la Isla Maciel, siempre aparece algún delantero.


Marcelo Rubio es amante del fútbol y los libros. Nació en Buenos Aires en 1966. Ha publicado "Fùtbol apócrifo" en forma independiente en el año 2000.
Para dejar cualquier comentario, su mail es marfunebrero@yahoo.com.ar.

martes, 17 de agosto de 2010

El fútbol (por Roberto Jorge Santoro)

Por Roberto Jorge Santoro


Bailarín
con un pie mareador
silbador
quien lo ve
toca de a poco
en caricia
le pone al cuerpo ballet
levanta el balón
lo empuja
lo resbala
lo mima con una gana
lo enrolla con otro pie
le da una vuelta
en el aire
de taco
que ni se ve
la vuelve
le cae al pecho
que para
cae
resbala
su pierna
de forma rara
la hace morir en el pie
que la pisa
si dormida por el suelo
la toca
y levanta vuelo
la pelota y el ballet
que en avance
con un pique
le dice que se le achique
la guarda
que en el zapato
del otro que ni la ven
se da vuelta
y no la tiene
está saltando
en el aire
le dice con la cabeza
que va el otro
que la deja
que la espera en otro pie.

martes, 10 de agosto de 2010

El gol (por Eduardo Galeano)

Por Eduardo Galeano


El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna. Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para
hacerlos.
El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco.
El gol, aunque sea un golecito, resulta siempre gooooooooooooooooooooooool en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire.


Este cuento fue extraído del libro "El fútbol a sol y sombra"

martes, 3 de agosto de 2010

Pase en profundidad (por Daniel Frini)

Por Daniel Frini

Mirá, me acuerdo como si fuera ayer. El Defe venía bien ese año. Estábamos para pelear el campeonato. Era, ya te digo… el año once, ¡no!, el doce del imperio de Tiberio César. El procurador de Judea era Poncio Pilato y Herodes era tetrarca de Galilea.
Lindo torneo, el de ese año.
Te puedo, aún hoy, decir de memoria la formación del Defe: con el uno Tomás Dídimo; en la línea de cuatro: Andrés Barioná, Mateo, Santiago el Menor y Simón de Caná; en el mediocampo, los hermanos Santiago y Juan Zebedeo y Bartolomé; y adelante Judas Tadeo, el flaco Jesús y Judas Iscariote. En el banco, estaba Felipe de Betsaida; y el DT era Simón “el Piedra” Barioná ¡Mirá los nombres que te digo!
Aquella tarde no me la olvido más. En ese entonces, la Copa de Judea se disputaba por zonas, y clasificaba a ocho equipos para la segunda ronda. Era un partido por cuartos. El Defe nunca había llegado tan lejos. Si había empate, alargue y penales. Nos tocó jugar contra los filisteos, que también estaban bastante afilados. Todos sospechamos que la mano venía pesada, cuando vimos quién nos tocó como referí: el Colegio de Árbitros del Sanedrín había designado a Caifás, que desde siempre nos tuvo entre ojos.
Nosotros éramos locales, pero como no teníamos cancha propia, el partido se jugó en el campito que está detrás del huerto de Getsemaní; y estaba claro que para los dos era como una final: Defensores de Galilea versus el Olímpico de Filistea.
El partido se jugó el primer día de la semana, después del sabbath; y lo empezamos, más o menos, a la hora nona.
El Piedra había propuesto un esquema bastante defensivo, con línea de cuatro, hasta ver cómo se plantaban los otros, que se nos vinieron encima de entrada. Fue un partido duro, trabado. Me acuerdo que ellos lo tenían a Ilubidi, que jugaba de siete y a un nueve de área, gigante, que se llamaba Goliat, que cabeceaba bárbaro; pero que Mateo, el zaguero derecho nuestro, dominó bastante bien todo el partido, sin mezquinarle pierna. El flaco Jesús le decía a cada rato «Pará un poco, che, que lo vas a lastimar», pero si no hacía así, el grandote se le iba siempre. Una sola vez lo perdió, y fue para que ellos abrieran el marcador.
Decí que nosotros lo teníamos al Flaco. ¡Qué jugador, mamita! Era un diez clásico, un volante ofensivo de aquellos, pero que bien podía jugar de enganche; e, inclusive, bajaba seguido a dar una mano, como un cinco, de tapón ¿viste? Un capo. Te ponía la pelota en el lugar y a la altura que vos le pidieras ¿A la entrada del área chica, en el otro palo del arquero y en el pecho? Ahí te dejaba el balón, aunque él estuviese en el lateral cambiado y al medio de la cancha. Le pegaba bien con las dos, y no era para nada comilón. Hacía muy buena yunta con Judas Iscariote, que era chiquito y rápido, y jugaba de insider.
Además —y esto hay que destacarlo― era un señor con mayúsculas. Nunca un pie de más, nunca un insulto. Él fue el que hizo anular el gol que le marcó a los moabitas ¿te acordás?, porque vio que el rengo Bartolomé estaba adelantado. Un caballero. Respetuoso del juego y de los rivales. Y mirá que le pegaban ¿eh?; pero él nunca, siquiera, un gruñido, nunca teatro, nunca quedarse tirado. En toda su vida le mostraron una sola amarilla, y fue por sacarse la camiseta para festejar un gol. Un abanderado del juego limpio.
Y aunque en ese partido le dieron para que tenga y guarde, se las ingenió para dibujar jugadas por todos lados. A Judas le debe haber puesto no menos de cinco pelotas de gol, claritas, claritas; de esas que solo tenés que empujar. Yo creo que ahí empecé a sospechar. Porque vos podés perder una, dos pelotas; pero ¡cinco! Le pifiaba, le pegaba a la tierra. Un tipo que era capaz de gambetear a diez y al arquero o hacer una emboquillad desde la media luna, no podía hacer esas cosas. Creo que varios olfateamos algo raro. A mí no me lo saca nadie de la cabeza.
Menos mal que a quince del final lo bajaron al Flaco en la entrada del área. Tiro libre y Simón de Caná que le pegó como nunca en su vida, ni antes, ni después. Uno a uno y al alargue, que fue durísimo, pero sin goles.
En los penales, el arquero nuestro, Judas Tadeo, estuvo enorme y tapó el primero y el tercero, pero el portero de ellos detuvo el segundo y el cuarto. El ocho de los filisteos, Abimelec, pateó el último de la serie de cinco y convirtió. Estaban arriba los otros por tres a dos. Le quedó la pelota a Judas Iscariote. Si lo hacía, forzaba a continuar los tiros; si no, perdíamos. Y ese fue el colmo: pateó una pelota mansita, a las manos del arquero. Nadie lo podía creer. ¡El muy turro regaló el partido! Hay quien dijo que le pagaron con unas cuantas monedas de plata. La cosa fue que el Defe nunca más volvió a llegar tan lejos
El campeonato lo ganaron los romanos, en una final contra los saduceos. Ni siquiera el Flaco pudo aspirar al el premio fair-play. Ese año se lo dieron a un tal Barrabás, que jugaba para los zelotes.