Se levanta muy temprano, al alba. Hoy tiene un compromiso ineludible. Con el Piqui. Se lo prometió y las promesas se cumplen, como dice la abuela. La abuela sabe lo que dice.
- Hoy vamos a la cancha, nene. ¡Yo te llevo a la cancha!
No tenía las entradas para el clásico que le encargara y pagara a Alberto. Hacía días que Alberto no aparecía y cuando aparece le dice que ya se las trae, que se las olvidó. Pero no vuelve y él decide ir igual. Ya voy a entrar. Así de fácil, dice.
Roly termina su baño diario, se refriega con el jabón blanco que su abuela guarda para él, que le deja la cabeza lustrosa y le aplasta sus rulos caracoleados.
Le había pedido permiso a Don Roque, “el tano” como lo llaman en el barrio, el patrón del almacén donde hace los mandados. Se lo dio, aunque es tano y no es de Boca. En el almacén hay caras en las paredes, debajo del vidrio de la fiambrera que se cae de vieja, bailotean fotos con camisetas blancas y la banda roja cruzada, también banderines que van de un extremo a otro del negocio
Roly traga la escenografía día tras día, pero la paga es buena para él, que ayuda a “su ma”, como llama a esa abuela re piola, buena como el pan que amasa y además, el Roly se considera un rival fanático pero tranquilo.
Llegan desde el fondo de Morón hasta Parque Lezama, así le explican en el tren que los trae y el chico le pregunta primero a un hombre y luego a una mujer cómo llegar a la Bombonera.
-. No sé ¡Dos chicos con aspecto de “cabecitas”, dice la mujer y tienen plata para comprarse camisetas de futbol. ¡Habráse visto! Ellos no escuchan “las alabanzas”, ya están andando.
Empieza por pensar en la plaza que se le hace inmensa y la forma de salir. Al levantar la mirada, allí, al frente, bien de frente, como en un sueño, algo lejos, una visión, allí está.
- Mirá Piqui, mirála bien. ¡Mirá qué grande!
- ¿Ya viniste vos?
- No, es la primera vez que la veo así, de cerca. ¿Ves los colores alrededor? Como diría la abuela ¡es fascinante! ¡No hay nada igual!
- No, no veo los colores.
A Roly la Bombonera le fulgura como el lucero de la noche y es de día. La ve envuelta como con un arco iris, el que aparece después que llueve.
Llegan a la calle ¡Aris .tó... bu.. lo del Va lle! lee el grande.
Se acerca la hora. Hacen la cola. Los pies murmuran en el suelo, se acomodan unos tras otros pidiendo espacio. Pasa el tiempo. La hora corre. La cabecita azul y amarilla del Piqui se pierde entre rodillas que empujan hacia delante y atrás.
Llegan a la puerta.
El hombre de la puerta con mirada sin mirar les pide las entradas. A Roly se le caen los ojos de la cara, sus manos están vacías como su boca.
- No tengo, dice.
- Bueno pibes, hagan aire, contesta el hombre apuntando al de atrás.
Ellos hacen aire.
El murmullo crece, ensordece. Cabizbajas, agotadas las cabezas de otear arriba, a los costados, atrás, salen de la hilera desprolija de hormigas pedigüeñas ¡pero que tienen entradas y ellos no! y se sientan en el suelo, por ahí.
- Hice lo que pude Piqui. No llorés, yo creí que podíamos El Piqui no llora, lagrimea en silencio, está acostumbrado a llorar callado.
- Vení, vamos a ver otra vez.
La gorra calada hasta las orejas al chiquito no le permite enterarse dónde está parado y se sobresalta cuando una mano se apoya en su hombro. Da un respingo de gato como los que hace cuando los chicos le tiran piedras.
- ¿No pueden entrar, pibes? la que habla es la voz de la mano.
Roly siente los rulos apretados en la cabeza, el corazón que se le estruja, le golpea el pecho. Se asusta. No llora. Hace años que dejó de llorar gracias a la abuela.
- No, no tengo entradas. Las pagué y no me las dieron. Le quería contar al de la puerta. ¡Yo le prometí a mi hermano! Las palabras salen de su boca como el cúmulo de un volcán, sin miedo.
Los 16 de Roly, los 7 del Piqui y su gorra y las camisetas de la gloriosa le pegan fuerte al hombre de la voz en la mano.
- Vengan los dos, pegados a mí.
¡Otra vez en la puerta! Las tres cabezas en declive, de mayor a menor, la blanca, la de rulos y la azul y amarilla, están en hilera.
- Rodríguez, dejá pasar a estos pibes, son mis sobrinos. Rodríguez, genuflexo, asiente.
Arriba de todo, donde se juntan el cielo, el aire y los gritos, mientras Roly se para a cada cabezazo de Palermo, unos ojos enormes, debajo de la gorra azul y oro no se pueden cerrar por el asombro ni por la fascinación.
- Hoy vamos a la cancha, nene. ¡Yo te llevo a la cancha!
No tenía las entradas para el clásico que le encargara y pagara a Alberto. Hacía días que Alberto no aparecía y cuando aparece le dice que ya se las trae, que se las olvidó. Pero no vuelve y él decide ir igual. Ya voy a entrar. Así de fácil, dice.
Roly termina su baño diario, se refriega con el jabón blanco que su abuela guarda para él, que le deja la cabeza lustrosa y le aplasta sus rulos caracoleados.
Le había pedido permiso a Don Roque, “el tano” como lo llaman en el barrio, el patrón del almacén donde hace los mandados. Se lo dio, aunque es tano y no es de Boca. En el almacén hay caras en las paredes, debajo del vidrio de la fiambrera que se cae de vieja, bailotean fotos con camisetas blancas y la banda roja cruzada, también banderines que van de un extremo a otro del negocio
Roly traga la escenografía día tras día, pero la paga es buena para él, que ayuda a “su ma”, como llama a esa abuela re piola, buena como el pan que amasa y además, el Roly se considera un rival fanático pero tranquilo.
Llegan desde el fondo de Morón hasta Parque Lezama, así le explican en el tren que los trae y el chico le pregunta primero a un hombre y luego a una mujer cómo llegar a la Bombonera.
-. No sé ¡Dos chicos con aspecto de “cabecitas”, dice la mujer y tienen plata para comprarse camisetas de futbol. ¡Habráse visto! Ellos no escuchan “las alabanzas”, ya están andando.
Empieza por pensar en la plaza que se le hace inmensa y la forma de salir. Al levantar la mirada, allí, al frente, bien de frente, como en un sueño, algo lejos, una visión, allí está.
- Mirá Piqui, mirála bien. ¡Mirá qué grande!
- ¿Ya viniste vos?
- No, es la primera vez que la veo así, de cerca. ¿Ves los colores alrededor? Como diría la abuela ¡es fascinante! ¡No hay nada igual!
- No, no veo los colores.
A Roly la Bombonera le fulgura como el lucero de la noche y es de día. La ve envuelta como con un arco iris, el que aparece después que llueve.
Llegan a la calle ¡Aris .tó... bu.. lo del Va lle! lee el grande.
Se acerca la hora. Hacen la cola. Los pies murmuran en el suelo, se acomodan unos tras otros pidiendo espacio. Pasa el tiempo. La hora corre. La cabecita azul y amarilla del Piqui se pierde entre rodillas que empujan hacia delante y atrás.
Llegan a la puerta.
El hombre de la puerta con mirada sin mirar les pide las entradas. A Roly se le caen los ojos de la cara, sus manos están vacías como su boca.
- No tengo, dice.
- Bueno pibes, hagan aire, contesta el hombre apuntando al de atrás.
Ellos hacen aire.
El murmullo crece, ensordece. Cabizbajas, agotadas las cabezas de otear arriba, a los costados, atrás, salen de la hilera desprolija de hormigas pedigüeñas ¡pero que tienen entradas y ellos no! y se sientan en el suelo, por ahí.
- Hice lo que pude Piqui. No llorés, yo creí que podíamos El Piqui no llora, lagrimea en silencio, está acostumbrado a llorar callado.
- Vení, vamos a ver otra vez.
La gorra calada hasta las orejas al chiquito no le permite enterarse dónde está parado y se sobresalta cuando una mano se apoya en su hombro. Da un respingo de gato como los que hace cuando los chicos le tiran piedras.
- ¿No pueden entrar, pibes? la que habla es la voz de la mano.
Roly siente los rulos apretados en la cabeza, el corazón que se le estruja, le golpea el pecho. Se asusta. No llora. Hace años que dejó de llorar gracias a la abuela.
- No, no tengo entradas. Las pagué y no me las dieron. Le quería contar al de la puerta. ¡Yo le prometí a mi hermano! Las palabras salen de su boca como el cúmulo de un volcán, sin miedo.
Los 16 de Roly, los 7 del Piqui y su gorra y las camisetas de la gloriosa le pegan fuerte al hombre de la voz en la mano.
- Vengan los dos, pegados a mí.
¡Otra vez en la puerta! Las tres cabezas en declive, de mayor a menor, la blanca, la de rulos y la azul y amarilla, están en hilera.
- Rodríguez, dejá pasar a estos pibes, son mis sobrinos. Rodríguez, genuflexo, asiente.
Arriba de todo, donde se juntan el cielo, el aire y los gritos, mientras Roly se para a cada cabezazo de Palermo, unos ojos enormes, debajo de la gorra azul y oro no se pueden cerrar por el asombro ni por la fascinación.