Por Nolberto Malacalza
Puedo hablar acerca de Nacho con más propiedad que sobre cualquiera de los otros nietos. Son varios, pero este ejemplar se lleva las palmas. Lo conozco desde antes de que se le cayera el cordón umbilical, y no termino de conocerlo.
Lo vimos por primera vez en la clínica, horas después del nacimiento. Era una laucha, pero ya tenía carita de comprador. Ahora está alto, aunque sigue flaco. Tanto, que los amigos —y hasta los hermanos— le dicen Cuis. A mí no me gusta que lo llamen de ese modo.
Desde el jardín maternal venía metiéndose a las maestras en el bolsillo. No por atento ni por pícaro, sino por sus ojos grandes y su porte de laucha. Despertaba deseos de mimarlo, de contenerlo. Y es sabido que los chicos son complacientes cuando las cosas vienen a favor.
El baterista
Antes de que Nacho cumpliera tres años, el otro abuelo le compró una batería. El chico no era más alto que seis o siete ladrillos apilados, pero le daba tanto al juguete que mucho no le duró. Lo aplaudíamos hasta el delirio, le hacíamos humo con brasas y pasto verde y el tipo aporreaba, agradecía, volaba en su nube de gloria. Ya pintaba como gran fabulador.
El supergol
—El arquero me la alcanzó cortita. Avancé dos o tres pasos, le di con todas mis fuerzas y la clavé en un ángulo. Bah —aclaró, displicente—, no le di con todas mis fuerzas.
Disimulé la risa. De dónde, con ocho años y esas piernitas de alambre. Sin embargo acepté la versión remando para el mismo lado que él. Pensé que si más adelante le tomaba el gusto a las letras, como me pasó a mí, en la familia tendríamos un buen referente de la literatura fantástica.
Lo llevé a la práctica siguiente con la solapada intención de contárselo al profesor y reírnos un poco. El gol lo había hecho, pero desde unos siete metros. Viendo lo corta que era la cancha, no resultaba tan exagerado el relato de Nacho. Además, la había metido al milímetro. El entrenador me dijo que tampoco él terminaba de conocerlo, que de vez en cuando sacaba genialidades de la galera pero que era mucho más frecuente que se pusiera a papar moscas y no agarrase una. Lo hacía jugar diez o quince minutos porque en algún momento, en algún partido, se le podía encender la lamparita. Después de ese período tenía que sacarlo porque no se aguantaba el físico de los defensores rivales. A juzgar por el modo en que me lo contaba, pensé que con este muchacho se estaba repitiendo la historia de las maestras del jardín maternal. Sin embargo él era un técnico inteligente y por algo lo pondría.
El baterista II
Una vez, al volver de la escuela, se encontró con la batería grande. El papá y los amigos ensayaban aquí al lado, en su casa. El instrumento era gordo y complicado, había que dejarlo en un lugar porque resultaba incómodo trasladarlo. A Nacho lo subían al taburete de baterista, le daban los palos y después el lío era bajarlo a la hora de comer. Me causaba gracia verlo apoyar los pies en los travesaños del asiento y estirarse para darle al plato grande. Decía que cuando llegara a los pedales de abajo iba a tocar en la tele y en la cancha de River. Porque él se hizo de River. Y no fue por mí.
El papá
Nacho estaba por cumplir nueve años cuando su papá se convirtió en una voz en el teléfono y en alguna camiseta del Inter que le traía desde Porto Alegre. También fue su interlocutor más importante, el que prestaba mayor atención al relato de sus hazañas. Pero tres o cuatro días de visita pasan rápido. Unos sellados con gaseosa en la peatonal, en compañía de los hermanos y algún primo, y otra vez el viaje al aeropuerto. Un montón de besos, chau pa, volvé pronto, y la manito le quedaba en el aire. Todos fuimos aprendiendo a no sufrir.
El plan
A él le gustaba lucir la de Argentina, la del diez en la espalda. La usaba a cualquier hora y en cualquier sitio, porque llegaría el momento de jugar en la selección y había que estar preparado. Eso es tener ideales, le dije. El sábado por la tarde fuimos a comprar la pelota casi toda blanca que tanto le gustaba. Al día siguiente me dijo que le había escrito el nombre del club de sus amores con un fibrón rojo, en letra grandota. Eso no me gustó nada pero la pelota era suya, qué podía decirle. Lo disuadí de su intención de mostrármela, y rato después me di cuenta de que había sido un poco duro con él. Pensé en dar marcha atrás, pero no lo hice. Entre hombres las cosas deben ser así.
Hacía jueguito todo el tiempo. Sabía que necesitaba algo impactante para que lo llamasen desde arriba, pero ese tipo de magia no era novedad: ya la había hecho Dieguito en la cancha de Argentinos. Nacho tenía otro plan. Había dicho que en algún momento la sacaría de un zurdazo por la ventana del dormitorio y la metería en el palomar de enfrente, justo por el agujero de entrada y salida de las mensajeras. La noticia se desparramaría por toda la ciudad, y entonces repetiría la prueba ante las cámaras de televisión y una multitud de curiosos. Con la evidencia recorriendo el país, el DT de la selección lo llamaría con urgencia.
—Buena idea —le dije.
La prueba
Cerca de las nueve, después de que él se fuera a la escuela, tocó timbre el colombófilo de enfrente. Venía con una número cinco casi toda blanca, con inscripciones en rojo. Pensó que era de Nacho, porque yo le había contado sobre su capricho de arruinarla con el nombre de una divisa que no era la mía. El proyectil había matado a una de sus mejores palomas, las otras estaban estresadas, el palomar era un infierno.
—No imagino con qué pudieron impulsarla hasta la altura de la terraza —dijo— ni cómo hicieron para meterla por allí. Me parece, don Ángel, que alguien le sacó la pelota a Nacho para ensayar algún aparato nuevo.
—¿Aparato nuevo? ¿Qué querés decir?
—Una catapulta. O algo parecido. Los grandotes se gastan los dedos con esos jueguitos de guerra y después se largan a inventar cosas raras. ¿Eh, don Ángel?
No se notaba el menor gesto de reproche en ese hombre, ya que no le entraba en la cabeza que el bombazo hubiese sido obra de Nacho.
—Con esas piernas flacas —dijo—, sería como pegarle con la servilleta.
Yo tomé la pelota y me puse a girarla en las manos, haciéndome el distraído mientras contaba hasta diez. Luego lo miré fijo y le dije:
—Te voy a pagar la paloma muerta, no importa cuánto valga. Y va a ser conveniente que esta tarde, como a las cinco, encierres a las otras en una jaula. Andá sabiendo que, después de la merienda, Nacho la va a meter otra vez. No, no, qué catapulta ni ocho cuartos. La va a meter de un zurdazo. En tus narices. ¿Está claro?
4 comentarios:
Muy bueno el cuento Norberto, simplemente,bueno, atrapa hasta el final y realza la figura de un abuelo que babea por su nie y no en vano.
Además, las palomas son plaga.
Lindo para leer.
muy lindo para leerlo y sin necesidad de poner palabrotas para lograr un lenguaje de uso común. Hermoso el final del abuelo orgulloso con su nieto. Te felicito
Nolberto:
muy buen cuento
me gusta mucho la estructura que le diste.
Sos un gran narrador.
Apreciado Nolberto:
Me agradó leer tu cuento, un buen texto, bien narrado.
Gracias por compartirlo.
Un saludito cordial
Analía
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