jueves, 31 de julio de 2008

Me van a tener que disculpar (Segunda parte)



Por Eduardo Sacheri

Primera parte

Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me comporto como lo hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances, esas barbaridades injustas que el tiempo nos hace. En cada ocasión en la cual mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva para los hechos esenciales me remonto a ese día, al día inolvidable en que me vi obligado a sellar este pacto que, hasta hoy, he mantenido en secreto. Un pacto que puede conducirme (lo sé), a que alguien me acuse de patriotero. Y aunque yo sea de aquellos a quienes desagrada la mezcla de la nación con el deporte, en este caso acepto todos los riesgos y las potenciales sanciones.
Digamos que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al lugar cristalino del cual no debió moverse, porque era el exacto sitio en que merecía detenerse para siempre, por lo menos para el fútbol, para él y para mí. Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar momentos como ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era. Porque no puede. Porque todo ha cambiado demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos ha entrado algo de lo cual nunca vamos a lograr desprendernos.
Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la tarde arranca, en apariencia, como tantas otras. Una pelota y veintidós tipos. Y otros millones de tipos comiéndose los codos delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta. Pero ojo, que esa tarde es distinta. No es un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y mucha frustración acumuladas en todos esos tipos que miran la tele. Son emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En un sitio mucho más terrible, mucho más hostil, mucho más irrevocable. Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos pocos, porque estamos solos, porque somos pobres. Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que quedarnos mirándonos las caras, diciéndonos en silencio «te das cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a nosotros».
Así que están ahí los tipos. Los once nuestros y los once de ellos. Es fútbol, pero es mucho más que fútbol. Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te apacigüe la rabia. Por eso no es sólo fútbol.
Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, va este tipo y se cuelga para siempre del cielo de los nuestros. Porque se planta enfrente de los contrarios y los humilla. Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y aunque sea les devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más enorme y ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus calles, en sus pubs, queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de que el tipo salga corriendo mirando de reojito al árbitro que se compra el paquete y marca el medio.
Hasta ahí, eso solo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le robaste algo al que te afanó primero. Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeás porque sabés que esto, igual, le duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga bueno, es suficiente, me doy por hecho, hay más. Porque el tipo además de piola es un artista. Es mucho más que los otros.
Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la bandera. La lleva en una mano, aunque nadie la vea. Empieza a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por uno, moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten la música, pero sí sienten un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche. Y el tipo sigue adelante.
Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca. Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan en la mano. Para que se queden con la boca abierta y la expresión de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que alguno lo va a parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar al área con la bola mansita a su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le amague al arquero y lo sortee por afuera, de que algo va a pasar para poner en orden la historia y que las cosas sean como Dios y la reina mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la vida, donde los que llevan las de ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se miran entre ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla. Pero no hay caso, porque ni siquiera cuando el tipo les regala una fracción de segundo más, cuando el tipo aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera entonces van a evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando la tele sin querer creer lo que saben que es verdad para siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo va a abrazarse con todos y a levantar los ojos al cielo. Y no sé si él lo sabe, pero hace tan bien en mirar al cielo.
Porque el afano estaba bien, pero era poco. Porque el afano de ellos era demasiado grande. Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol volviese a verse una vez y otra vez y para siempre, en cada rincón del mundo. Ellos volviendo a verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas. Ellos pasmados, ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y eterna e inolvidable.
Así que señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la que se supone debo juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque ya que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por acumular un montón de presentes vulgares encima de ese presente perfecto, al menos yo debo tener la honestidad de recordarlo para toda la vida. Yo conservo el deber de la memoria.


FIN

martes, 29 de julio de 2008

Me van a tener que disculpar

Por Eduardo Sacheri

Segunda parte

Para Diego

Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a determinadas estipulaciones convenidas por todos. Seamos más explícitos. Si uno quiere ser un tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus semejantes, con la misma e idéntica vara. No puede hacer excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia crítica, su criterio legítimo.
Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos por el sólo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el altar de una imparcialidad impoluta. Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse demasiado del camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen irremediablemente la lógica.
Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas. Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente, mucho más profana. Les voy adelantendo que el tipo es un deportista. Imagínense, señores. Llevo escritas doscientas sesenta y tres palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones, y todo por un simple caballero que se gana la vida pateando una pelota. Ustedes podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable. Tal vez tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas disculpándome.
No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo cambiar mi actitud. Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres humanos. Y ojo que no sólo no es un pobre muchacho saturado de virtudes. Tiene muchos defectos. Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más. Para el caso es lo mismo. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene ante él, y lo dispensa.
No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más profundo, si me permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito. Yo lo disculpo porque siento que le debo algo. Le debo algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar moneda que he encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito de evitar siempre cualquier eventual reproche.
Él no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como anónima es la deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que le debo, e ignora los ingentes esfuerzos que yo hago una vez y otra por pagarle.
Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se me presenta a menudo. Es que hablar de él, entre argentinos, es casi uno de nuestros deportes nacionales. Para enzalzarlo hasta la estratósfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos, los argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí es cuando yo trato de ponerme serio y distante, pero no lo logro. El tamaño de mi deuda se me impone. Y cuando me invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el ágora del café a la tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus perpetuos halagadores. Nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros. Además, con el tiempo he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores al de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo. Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto.
Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno de los muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa, que cruza el aire llevando específicamente mi nombre, tomo aire, hago como que pienso, y digo alguna sandez al estilo de «y, no sé, habría que pensarlo»; o tal vez arriesgo un «vaya uno a saber, son tantas cosas para tener en cuenta». Es que tengo demasiado pudor como para explayarme del modo en que aquí lo hago. Y soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis argumentos y mis justificaciones.
Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las infinitas traiciones tan propias de nosotros los mortales.


Continuará...

domingo, 6 de julio de 2008

Pasión de multitudes



Por Silvina Jegier

Homenaje al “lugar común”

Fue en una de esas tardes plomizas que noviembre regala como prólogo de lo que vendrá.
Recuerdo que durante la semana el sol pegó más y más sobre el asfalto, los empedrados, las veredas, los techos y el termómetro amenazó con explotar. El ánimo de los ciudadanos se emparejaba con el clima aplanador, los cuerpos pegajosos, apiñados en las colas y en todas partes como vacas rumbo al matadero exudaban más y más humedad; algo insoportable, creamé, y en todos lados no existían más que dos temas de conversación: el calor imposible, producto seguro del fatal agujero en la capa de ozono que lograría derretirnos y el choque por el campeonato de ese deporte capaz de enajenar a millones de argentinos.
Usted sabe que no le miento cuando digo que de eso se habló en el pueblo, en los diarios y revistas, en la tele, en la calle, los bares las oficinas y escuelas, los bancos y las plazas y en los bancos de las plazas. Ese encuentro definiría la alegría, la gloria y la victoria para una mitad y la burla y la derrota para la otra.
De eso se continuaría hablando también después. Por eso, lo que para algunos sería como tocar el cielo con las manos, para los otros sería descender al séptimo infierno. Al menos hasta el próximo encuentro, o torneo de verano, o campeonato de apertura o clausura o picado o lo que fuera.
Yo no podía más. Iba a ser protagonista. Sería parte de los once bravos de unos de los bandos que esa tarde se batirían a duelo.
Estábamos bien preparados, trabajando a conciencia, con la mente puesta sólo en el objetivo final. La recompensa bien valía el sacrificio.
Dos días antes el técnico nos convocó a la concentración. Fuimos a un hotel del centro. Las horas se estiraban como chicle, largas y pegajosas. Allí transcurrieron las charlas técnicas, vimos videos de partidos pasados del equipo contrario, escuchamos algo de música. Tele no porque todo lo que aparecía en la pantalla tenía que ver con nosotros y según los dirigentes y el cuerpo técnico sólo serviría para desconcentrarnos. La prensa amarilla ya hablaba de premios, posibles sobornos de la hinchada contraria y del apriete de la propia. No entendían que ahí también jugábamos por nuestro honor.
El “Día D” fue una tarde tranquila, llena de esa calma que precede a las tormentas. El sol era tan fuerte que derretía todo lo que quedaba a su paso..
Desde las ventanillas del micro que nos llevó a la cancha veíamos llegar hordas de hinchas anhelantes que caminaban codo a codo mostrando los colores que teñían su corazón. Coreaban cánticos, se saludaban, enarbolaban orgullosos sus banderas. Desde los cuatro puntos cardinales se veía llegar a la masa humana, se oían las canciones que como himnos brotaban de sus gargantas.
Ya en el vestuario nos cambiamos siguiendo las cábalas de costumbre. Caminamos confiados hacia el túnel. Al final la claridad y el bramido de las fieras, los periodistas, las cámaras y los otros once con sus casacas brillantes y el pecho erguido y sus ansias de alzar la copa después de arrasar con nosotros.
Mi corazón estaba a punto de estallar. Sabía, sentía que los laureles sólo podían ser nuestros. Nos palmeábamos las espaldas y sonreíamos confiados de lo que seríamos capaces de obtener. Afuera se oyó un grito ensordecedor que bajó de la cima de las tribunas hasta nuestros pies arrasando con todo aquello que se interpusiese en su camino. Los otros ya estaban afuera.
Faltábamos nosotros. Éramos los locales, los preferidos de la prensa, los mejores.
Yo iba al frente, con la cinta de capitán. Respiré hondo, saqué pecho y sintiéndome invencible me encomendé a mi dios, entorné los ojos cegado por el despiadado destello de los flashes y con paso firme, de soldado, caminé hacia el centro, a la mitad del campo, a enfrentar mi destino. El resto del equipo me siguió como un solo cuerpo con una única alma y fuimos tapados por toneladas de papelitos que volaban hacia nosotros tapizando el césped que pisábamos. Posamos para la inmortalidad, para el póster de la próxima revista, para todos los diarios que le pondrían el título “CAMPEÓN DEL AÑO”.
Intercambiamos con el otro capitán cortesías, banderines y un apretón de manos.
El árbitro, inmutable en su rol de impartir la ley por partes iguales preguntó “cara o ceca”, se definieron los arcos y por fin sonó, claro y potente, el silbato.
La batalla había comenzado. Corríamos de un lado a otro con hambre de triunfo, desbocados, chorreando sudor y amor propio.
Los otros hicieron lo suyo con hidalguía, con coraje y sin respeto por nosotros, los supuestos favoritos. Pegaron como locos, no perdonaron a nadie, ojo, nosotros un poco también dimos, pero nada que ver con ellos.
La situación se encontraba pareja. Ninguno retrocedía, tampoco avanzaba. Un partido trabado y sin lujos, nadie quería correr el riesgo del gol en el propio arco ¿me entiende? Estábamos empantanados en una lucha sin cuartel.
Era imposible, tal como estaban planteados los acontecimientos, predecir qué podría suceder.
En el entretiempo el técnico nos dio agua y dijo que era el momento de poner huevos, de dejarse de joder, carajo, que para algo nos habíamos roto el culo todo el año, que nadie daba dos mangos por nosotros, que fuimos la resaca de la tabla por años y que ésta era nuestra hora, la hora de la verdad y que, además, si perdíamos, si quedábamos afuera, mejor que nos cuidáramos porque los muchachos se iban a poner un cacho nerviosos. Todo eso nos dijo de un tirón y se fue a sentar al fondo del vestuario, yo vi que le estaba rezando a la virgen de no sé qué coso y me quedé mirándolo. Antes de pisar nuevamente el pasto me tocó el hombre y me susurró en una súplica usté haga lo que sabe, salga, agarre la redonda y corra, y sino espere cerca del arco para vacunar apenas llegue alguno de sus compañeros, pero por favor, vacune.
Habían pasado ya más de ochenta y cinco minutos y todo seguía como al principio. Nosotros tuvimos un par de oportunidades, los otros pegaron una en el travesaño, nuestro arquero mandó dos o tres al corner, diga que estaba inspirado. A mí no me llegaba una limpia, subí y bajé como loco intentando hacer el sueño de mi técnico, mío y detona la hinchada realidad.
De pronto el dos tira una larga de esas imposibles. Con la frente alta corrí como un loco, la paré justo antes de que salga fuera de la línea y encaré al arco contrario. La ansiada meta estaba allí, esperándome. Ese era mi momento, no podía dejarlo pasar.
Pensé en mi viejo y en cómo se pondría si pudiese verme; de reojo podía ver los colores de mi hinchada, mis oídos escuchaban el clamor de millones de voces coreando mi nombre y otras tantas recordando a mi santa madre.
El ansiado fin estaba allí. Éramos veintidós almas y ninguna estaba dispuesta a ceder un palmo del terreno ganado. La pelota me siguió mansita, parecía cosida a mis pies. Sin titubear pensé que a lo mejor ese día estaba predestinado a emularlo a EL, al más grande, al diez.
Pasé a uno, a otro y a otro más. La cancha se iba achicando y cuando estuve ahí me di cuenta del silencio sepulcral, expectante silencio para unos, horroroso silencio para los otros. Solamente tenía que pasar al arquero y empujar la redonda debajo de los tres palos.
Ese fue mi segundo fatal, el del silencio de la muerte que viene a buscarte cuando menos la esperás. Salió uno, de los otros, claro está, de la nada y me arrebató de las manos la gloria.
Pateó lejos jugando al contragolpe, sólo quedaba un minuto, la última jugada que agarró a mi equipo mal parado.
Estallaron las tribunas, todos gritaron, todos rogaron.
Yo quedé impotente mirando al horizonte, quieto como una estatua de sal. Vi la línea final de mi terreno y a todos mis compañeros tratando de evitar la catástrofe. Ciego, con el alma hecha pedazos y los pies de plomo no pude impedir escuchar el grito de GOL, terrible grito que sacudió los cimientos de todo el estadio y de todo el planeta derramando la alegría de la parcialidad que usaba una camiseta distinta a la mía.