Primera parte
Me baje en la estación, crucé la avenida y el mundo dejó de ser común. En la parada del ochenta, una fila serpenteante y colorida me estaba esperando. Mis pares, los tipos como yo, saludaban con alegría a cada nuevo integrante de la hilera apenas lo identificaba. Una empatía eventual que nacía al simple contacto. Ya nada era igual, un montón de esperantes inmersos en un sub mundo común, solidarios con nuestros temores, ilusionados.
El colectivo adquirió el colorido típico de esos que van a la cancha y las no menos habituales caras de temor de los ajenos.
En cada parada se iba llenando de camisetas verdinegras, de gorros e incluso de banderas; de más saludos e innumerables arengas. A la altura de Emilio Castro una nueva andanada de pasajeros deseosos de llegar a La Meca, desató el carnaval. La banderas se asomaron por las ventanillas, las manos golpeaban las chapas del colectivo acompañando los gritos a viva voz;
y Matade roMatade…
Los gritos aumentaron cuando pasamos Juan B Alberdi, el apuro del chofer también. La cancha estaba cerca, nos esperaba para hacer la fiesta, para teñir la tarde con nuestros trapos. A la altura de Directorio esa oda incontenible encontró eco en los autos y en el agitar de brazos de aquellos que iban caminando en busca del destino común
Había que empezar a prepararse con tiempo para bajar dada la falta de espacio, la incomodidad y el movimiento del colectivo.
Permiso permiso, graacias
Los que iban más cerca de la puerta delantera serían los primeros, como en las escrituras. El ritual proseguiría por Francisco Bilbao que en la cuadra del estadio ahora se llama Justo Suárez. Yo esperaba mi momento para descender tan lentamente como usted podrá imaginarse.
Fue entonces cuando los vi, eran dos pibes de no más de veinte años, sin nada que los identifique ni siquiera como futboleros. Hasta podría suponerse que vivían en el barrio, iban a visitar a una tía o algo parecido. Miraban preocupados el mundo exterior, incómodos y con una inocultable cara de visitantes; sufriendo por viajar en el arca equivocada. Bajaron con nosotros en medio del griterío.
Todos teníamos en claro que derecho por Bilbao, el barrio los Perales y las boleterías saldrían a nuestro encuentro; ellos no. Se hacían los distraídos, dejaban pasar a los demás, miraban al vació. El bullicio se alejaba arrastrando su esperanza por las veredas.
Por un momento me los imagine arreados a tientas en esa corredera, empapados en el sudor de sus peores miedos, Asomando la cabeza en las esquinas para ver si por esa se escapaban, pero justo por allí venía más gente y entonces… seguir para adelante con disimulo y por ningún motivo preguntar. Yo mirándolos a la distancia y sugiriendo a la multitud
“Vamos che cantemos todos, todos eh”
Los muchachos comenzando el griterío, alguien que se da cuenta y pregunta:
¿Y esos dos porque no cantan?
Hubiese sido divertido, todavía me sonrío cuando lo pienso. Pero me quedé tras ellos como aquel que adivinó el truco y espera que se lo reconozcan.
Ustedes entran por el otro lado, vayan por esa calle, les dije señalando la paralela, justo cuando se disponían a peregrinar.
Gracias, me respondieron al unísono con indisimulable alivio y se fueron presurosos a buscar su lugar entre los ruidos de su propia comparsa. Ellos también deben haber tenido una semana inquieta y hasta hayan pospuesto sus preocupaciones para después del partido.
Yo seguí por Bilbao detrás de las banderas y los gritos que me llevaban un trecho de ventaja y que seguramente irían a esperarme para vivir la cara o la seca de nuestra pasión.
PD: Ese día ganamos 4 a 0, Barbas pateó un penal por sobre el travesaño en el arco de la pileta. No salimos campeones, ni ascendimos y mi año laboral continuó siendo flojo pero, ese día. Ese día fue ¡ I nol vi da ble!
El colectivo adquirió el colorido típico de esos que van a la cancha y las no menos habituales caras de temor de los ajenos.
En cada parada se iba llenando de camisetas verdinegras, de gorros e incluso de banderas; de más saludos e innumerables arengas. A la altura de Emilio Castro una nueva andanada de pasajeros deseosos de llegar a La Meca, desató el carnaval. La banderas se asomaron por las ventanillas, las manos golpeaban las chapas del colectivo acompañando los gritos a viva voz;
y Matade roMatade…
Los gritos aumentaron cuando pasamos Juan B Alberdi, el apuro del chofer también. La cancha estaba cerca, nos esperaba para hacer la fiesta, para teñir la tarde con nuestros trapos. A la altura de Directorio esa oda incontenible encontró eco en los autos y en el agitar de brazos de aquellos que iban caminando en busca del destino común
Había que empezar a prepararse con tiempo para bajar dada la falta de espacio, la incomodidad y el movimiento del colectivo.
Permiso permiso, graacias
Los que iban más cerca de la puerta delantera serían los primeros, como en las escrituras. El ritual proseguiría por Francisco Bilbao que en la cuadra del estadio ahora se llama Justo Suárez. Yo esperaba mi momento para descender tan lentamente como usted podrá imaginarse.
Fue entonces cuando los vi, eran dos pibes de no más de veinte años, sin nada que los identifique ni siquiera como futboleros. Hasta podría suponerse que vivían en el barrio, iban a visitar a una tía o algo parecido. Miraban preocupados el mundo exterior, incómodos y con una inocultable cara de visitantes; sufriendo por viajar en el arca equivocada. Bajaron con nosotros en medio del griterío.
Todos teníamos en claro que derecho por Bilbao, el barrio los Perales y las boleterías saldrían a nuestro encuentro; ellos no. Se hacían los distraídos, dejaban pasar a los demás, miraban al vació. El bullicio se alejaba arrastrando su esperanza por las veredas.
Por un momento me los imagine arreados a tientas en esa corredera, empapados en el sudor de sus peores miedos, Asomando la cabeza en las esquinas para ver si por esa se escapaban, pero justo por allí venía más gente y entonces… seguir para adelante con disimulo y por ningún motivo preguntar. Yo mirándolos a la distancia y sugiriendo a la multitud
“Vamos che cantemos todos, todos eh”
Los muchachos comenzando el griterío, alguien que se da cuenta y pregunta:
¿Y esos dos porque no cantan?
Hubiese sido divertido, todavía me sonrío cuando lo pienso. Pero me quedé tras ellos como aquel que adivinó el truco y espera que se lo reconozcan.
Ustedes entran por el otro lado, vayan por esa calle, les dije señalando la paralela, justo cuando se disponían a peregrinar.
Gracias, me respondieron al unísono con indisimulable alivio y se fueron presurosos a buscar su lugar entre los ruidos de su propia comparsa. Ellos también deben haber tenido una semana inquieta y hasta hayan pospuesto sus preocupaciones para después del partido.
Yo seguí por Bilbao detrás de las banderas y los gritos que me llevaban un trecho de ventaja y que seguramente irían a esperarme para vivir la cara o la seca de nuestra pasión.
PD: Ese día ganamos 4 a 0, Barbas pateó un penal por sobre el travesaño en el arco de la pileta. No salimos campeones, ni ascendimos y mi año laboral continuó siendo flojo pero, ese día. Ese día fue ¡ I nol vi da ble!
FIN
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