miércoles, 31 de marzo de 2010

El hincha (Segunda parte)

Por Mempo Giardinelli

Primera parte

Aquel domingo, en el Fortín, las tribunas comenzaron a llenarse a partir de las dos de la tarde, pero Amaro estuvo en la platea desde las once de la mañana. El sol le dio de frente hasta el medio día y el partido empezó cuando le rebotaba en la nuca y él sentía que vivía uno de los momentos culminantes de su existencia. Se acordó de los muchachos del correo, de la barra de La Estrella, de todos los domingos que había pasado, tan iguales, en calzoncillos, pendiente de ese equipo que ahora estaba ante sus ojos. Le pareció que todo Resistencia aguardaba la suerte que correría Vélez esa tarde. De ninguna manera podía admitir que alguno deseara una derrota. Lo cargaban, sí, pero sabía que todos querrían que Vélez volviera a jugar en el A al año siguiente.

Miró el partido sin verlo, y lloró de emoción cuando el gol del chico ése, García, aseguró el triunfo y el ascenso de Vélez. Y cuando salió del estadio tenía el rostro radiante, los ojos brillosos y húmedos, las manos transpiradas y como una pelota en la garganta, pero la pucha Amaro, un tipo grande, se dijo a sí mismo, meneando la cabeza hacia los costados, y después pateó una piedra de la calle y siguió caminando rumbo a la estación, bajo el crepúsculo medio bermejo que escamoteaban los edificios, y esa misma noche tomó La Internacional hacia Resistencia.

Desde entonces, cada domingo, Amaro se transportaba imaginariamente a Buenos Aires, era un hombre más en la hinchada, revivía la tarde del triunfo, se acordaba del pibe García y lo veía dominar la pelota, hacer fintas y acercarse a la valla adversaria. Y todas las tardes, en La Estrella, cada vez que se discutía sobre fútbol, Amaro recordaba:

—Un buen jugador era el Pibe García. Si lo hubiesen visto. Tenía una cinturita...

O bien:

—¿Una defensa bien plantada? Cuando yo estuve en Buenos Aires...

Y cuando los demás reaccionaban:

—Qué me hablan de Boca, de River, de tal o cual delantera, si ustedes nunca los vieron jugar!

A medida que fueron pasando los años, Amaro Fuentes se convirtió en el perfecto solitario, aferrado a una sola ilusión y como desprendido del mundo. La vejez pareció caérsele encima con el creciente malhumor, la debilidad de su vista, la pérdida de los dientes y esa magra jubilación que le acarreó una odio Sa, fatigante artritis y el reajuste de sus ya medidos gastos. Como nunca había ahorrado dinero, ni había sentido jamás sensualidad alguna que no fuera su amor por Vélez Sarsfield, su vida continuó plena de carencias y nadie sabía de él más que lo que mostraba: su cuerpo espigado y lleno de arrugas, su pasividad, su estoicismo, su mirada lánguida y esa pasión velezana que se manifestaba en el escudito siempre prendido en la solapa del saco, más con empecinamiento que con orgullo porque carajo, decía, alguna vez se tiene que dar el campeonato, ese único sobresalto que esperaba de la vida monótona, sedentaria que llevaba y que parecía que sólo se justificaría si Vélez salía campeón. Y quizá por eso aprendió a ver a la esperanza en cada partido, como si alcanzar el título fuera una cuestión personal y él no estuviera dispuesto a morir sin haberse tomado una revancha contra la adversidad porque, como se decía a sí mismo, si llevé una vida de mierda por lo menos voy a morirme saboreando una pizca de gloria.

Casualidad o no, la campaña de Vélez Sarsfield en 1968 fue sorprendente. Tras las primeras confrontaciones, Amaro intuyó que ése sería el esperado gran año. Desde poco después de la sexta fecha, la escuadra de Liniers se convirtió en la sensación del torneo, y las radios porteñas comenzaron a transmitir algunos partidos que jugaba Vélez, en los clásicos con los equipos campeones, lo que para Amaro fue una doble satisfacción, puesto que también sus amigos tenían que escuchar los relatos y sólo se sabía de Boca o de River por el comentario previo o por la síntesis final de la jornada, como antes ocurría con Vélez, y éstas sí son tardes memorables, gran siete, pensaba Amaro mientras tomaba un par de pavas de mate y hasta se cortaba los callos plantares, que eran los más difíciles, confiado en que sus muchachos no lo defraudarían.

Era el gran año, sin duda, y la barra de La Estrella pronto lo comprendió, de modo que todos debían recurrir al pasado para sus burlas. Pero a Amaro eso no le importaba porque le sobraban argumentos para contraatacar: los riverplatenses hacía diez años que salían subcampeones, los boquenses estaban desdibujados, y todos envidiaban a Willington, a Wehbe, a Marín, a Gallo, a Luna y a todos esos muchachos que eran sus ídolos.

— Gooooooooool de Vélesarsfiiiiiiillllll!

La voz de Fioravanti estiraba las vocales en el aparato y Amaro, llorando, sintió que jamás nadie había interpretado tan maravillosamente la emoción de un gol. Vélez se clasificaba, por fin, campeón nacional de fútbol, tras cumplir una campaña significativa: además de encabezar las posiciones, tenía la delantera más positiva, la defensa menos batida, y Carone y Wehbe estaban al tope de la tabla de goleadores.

Pocos segundos después de ese cuarto gol, cuando Fioravanti anunció la finalización del partido, Amaro estaba de pie, lanzando trompadas al aire, dando saltitos y emitiendo discretos alaridos. Dio la tan jurada vuelta olímpica alrededor de la mesa, corrió hacia el ropero, eligió la corbata con los colores de Vélez y su mejor traje y salió a la calle, harto de ver todos los años, para esa época, las caravanas de hinchas de los cuadros grandes, que recorrían la ciudad en automóviles, cantando, tocando bocinas y agitando banderas.

Caminó resueltamente hacia la plaza, mientras el crepúsculo se insinuaba sobre los lapachos y las cigarras entonaban sus últimas canciones vespertinas, y frente a la iglesia se acercó a la parada de taxis, eligió el mejor coche, un Rambler nuevito, y subió a él con la suficiencia de un ejecutivo que acaba de firmar un importante contrato.

—Hola, Amaro —saludó el taxista, dejando el diario.

—A recorrer la ciudad, Juan, y tocando la bocina —ordenó Amaro—. Vélez salió campeón.

Bajó los cristales de las ventanillas, extrajo el banderín del bolsillo del saco y empezó a agitarlo al viento, en silencio, con una sonrisa emocionada y el corazón galopándole en el pecho, sin importarle que la solitaria bocina desentonara, casi afónica, con el atardecer, y sin reparar siquiera en el reloj que marcaba la sucesión de fichas que le costaría el aguinaldo, pero carajo, se justificó, el campeonato me ha costado una espera de toda la vida y los muchachos de Vélez, en todo caso, se merecen este homenaje a mil kilómetros de distancia.

Cuando llegaron a la cuadra de La Estrella, Amaro vio que la barra estaba en la vereda, ya organizada la larga mesa de habitués que los domingos al anochecer se reunían para comentar la jornada. Y vio también que cuando descubrieron al Rambler en la esquina, con la solitaria banderilla asomándose por la ventanilla, se pusieron todos de pie y comenzaron a aplaudir.

—Más despacio, Juan, pero sin detenernos —dijo Amaro, mientras se esforzaba por contener esas lágrimas que resbalaban por sus mejillas, libremente, como gotas de lluvia, y los aplausos de la barra de La Estrella se tornaban más vigorosos y sonoros, como si supieran que debían llenar la tarde de diciembre sólo para Amaro Fuentes, el amigo que había dedicado su vida a esperar un campeonato, y hasta alguno gritó viva Vélez carajo y Amaro ya no pudo contenerse y le pidió al chofer que lo llevara hasta su casa. Dejó colgado el banderín en el picaporte, del lado de afuera, y entró en silencio. Hacía unos minutos que su corazón se agitaba desusadamente. Un cierto dolor parecía golpearle el pecho desde adentro. Amaro supo que necesitaba acostarse. Lo hizo, sin desvestirse, y encendió la radio a todo volumen. Un equipo de periodistas, desde Buenos Aires, relataba las alternativas de los festejos en las calles de Liniers. Amar suspiró y enseguida sintió ese golpe seco en medio del pecho. Abrió los ojos, mientras intentaba aspirar el aire que se le acababa, pero sólo alcanzó a ver que los muebles se esfumaban, justo en el momento en que el mundo entero se llamaba Vélez Sarsfield.

FIN

martes, 30 de marzo de 2010

El hincha (por Mempo Giardinelli)

Por Mempo Giardinelli


El 29 de diciembre de 1968, el Club Atlético Vélez Sársfield derrotó al Racing Club por cuatro tantos a dos. A los noventa minutos de juego, el puntero Omar Whebe marcó el cuarto gol para el equipo vencedor que, diez segundos después, se clasificaba Campeón Nacional de fútbol por primera vez en su historia. A la memoria de mi padre, que murió sin ver campeón a Vélez Sarsfield.


—Goooooool de Vélesarfiiiiiiiilillll!

—gritaba Fioravanti. —Gol! ¡Golazo, carajo! —saltó Amaro Fuentes, golpeándose las rodillas, frente al radiorreceptor.

Había soñado con ese triunfo toda su vida, A los sesenta y cinco años, reciente jubilado de correos y todavía soltero, su existencia era lo suficientemente regular y despojada de excitaciones como para que sólo ese gol lo conmoviera, porque lo había esperado innumerables domingos, lo había imaginado y palpitado de mil modos diferentes. Nacido en Ramos Mejía, cuando todo Ramos era adicto al entonces Club Argentinos de Vélez Sarsfield, Amaro estaba seguro de haber aprendido a pronunciar ese nombre casi simultáneamente con la palabra “papá”, del mismo modo que recordaba que sus primeros pasos los había dado con una pequeña pelota de trapo entre los pies, en el patio de la casona paterna, a cuatro cuadras de la estación del ferrocarril, cuando todavía existían potreros y los chicos se reunían a jugar al fútbol hasta que poco a poco, a medida que se destacaban, acercándose al club para alistarse en la novena división.

Ya desde entonces, su vida quedó ligada a la de Vélez Sarsfield (de un modo tan definitivo que él ignoró por bastante tiempo), quizá porque todos quienes lo conocieron le auguraron un promisorio futuro futbolístico sobre todo cuando llegó a tercera, a los diecisiete años, y era goleador del equipo; pero acaso su ligazón fue mayor al morir su padre, un mes después de que le prometieron el debut en primera, porque tuvo que empezar a trabajar y se enroló como grumete en los barcos de la flota Mibanovich y dejó de jugar, con ese dolor en el alma que nunca se le fue, aunque siempre conservó en su valija la camiseta con el número nueve en la espalda, viajara donde viajara, por muchos años, y aún la tenía cuando ascendió a Primer Comisario de a bordo, en los buques que hacían la línea Buenos Aires – Asunción - Buenos Aires, y también aquel día de mayo de 1931, cuando el “Ciudad de Asunción” se descompuso en Puerto Barranqueras y debieron quedarse cinco días y él, sin saber muy bien por qué, miró largamente esa camiseta, como despidiéndose de un muerto querido y decidió no seguir viaje, de modo que desertó y gastó sus pocos pesos en el Hotel Chanta Cuatro, después vendió billetes de lotería, creyó enamorarse de una prostituta brasileña que se llamaba Mara y que murió tuberculosa, trabajó como mozo en el Bar La Estrella y se ganó la vida haciendo changas hasta que consiguió ese puestito en el correo, como repartidor de cartas en la bicicleta que le prestaba su jefe.

Desde entonces, cada domingo implicó, para él, la obligación de seguir la campaña velezana, lo que le costó no pocos disgustos: durante casi cuarenta años debió soportar las bromas de sus amigos, de sus compañeros del correo; de la barra de La Estrella, porque en Resistencia todos eran de Boca o de River, y cada lunes la polémica lo excluía porque los jugadores de Vélez no estaban en el seleccionado, nunca encabezaban las tablas de goleadores, jamás sus arqueros eran los menos vencidos, y Cosso, goleador en el ‘34 y en el ‘35, Conde en el ‘54, Rugilo, guardavallas de la selección (quien se había erigido como héroe mereciendo el apodo de “El León de Wembley”), eran sólo excepciones. La regla era la mediocridad de Vélez y lo más que podía ocurrir era que se destacara algún jugador, el que al año siguiente sería comprado, seguramente, por algún club grande. Y así sus ídolos pasaban a ser de Boca o de River. Y de sus amigos, de sus compañeros de la barra.

Claro que había tenido algunas satisfacciones: en 1953, por ejemplo, el glorioso año del subcampeonato, cuando el equipo terminó encaramado al tope de la tabla, sólo detrás de River. O aquellas temporadas en que Zubeldía, Ferrero, Marrapodi en el arco, Avio, Conde, formaban equipos más o menos exitosos. Todos ellos pasaron por la selección nacional:

Ludovico Avio estuvo en el Mundial de Suecia, en 1958, y hasta marcó un gol contra Irlanda del Norte. Amaro había escuchado muy bien a Fioravanti, cuando relató ese partido desde el otro lado del mundo, y se imaginó a Avio vistiendo la celeste y blanca, en Estocolmo, admirado por miles y miles de rubios todos igualitos, como los chinos, pero al revés, y por eso no le importó que a Carrizo los checoslovacos le hicieron seis goles, total Carrizo era de River.

Amaro podía acordarse de cada domingo de los últimos treinta y siete años porque todos habían sido iguales, sentado frente a la vieja y enorme radio, durante casi tres horas, en calzoncillos, abanicándose y tomando mate mientras se arreglaba las uñas de los pies. Entonces no se transmitían los partidos que jugaba Vélez; sólo se mencionaba la formación del equipo, se interrumpía a Fioravanti cada vez que se convertía un gol o se iba a tirar un penal, y al final se informaba la recaudación y el resultado. Pero era suficiente.

Todos los lunes a las seis menos cuarto, cuando iba hacia el correo, compraba El Territorio en la esquina de la catedral y caminaba leyendo la tabla de posiciones, haciendo especulaciones sobre la ubicación de Vélez, dispuesto a soportar las bromas de sus compañeros, a escuchar los comentarios sobre las campañas de Boca o de River.

Genaro Benítez, aquel cadetito que murió ahogado en el río Negro, frente al Regatas, siempre lo provocaba:

—Che, Amaro, ¿por qué no te hacés hincha de Boca, eh? -Cállate, pendejo- respondía él, sin mirarlo, estoico, mientras preparaba su valija de reparto, distribuyendo las cartas calle por calle, con una mueca de resignación y tratando de pensar en que algún día Vélez obtendría el campeonato. Se imaginaba la envidia de todos, las felicitaciones, y se decía que esa sería la revancha de su vida. No le importaba que Vélez tuviera siempre más posibilidades de ir al descenso que de salir campeón. Cada año que el equipo empezaba una buena campaña, Amaro era optimista, y se esforzaba por evitar que lo invadiera esa detestable sensación de que inexorablemente un domingo cualquiera comenzaría la debacle, la que, por supuesto, se producía y le acarrearía esas profundas depresiones, durante las cuales se sentía frustrado, se ensimismaba y dejaba de ir a La Estrella hasta que algún buen resultado lo ayudaba a reponerse. Un empate, por ejemplo, sobre todo si se lograba frente a Boca o a River, le servía de excusa para volver a la vereda de La Estrella y saludar, sonriente, como superando las miradas sobradoras, a los integrantes de la barra: Julio Candia, el Boina Blanca, el Barato Smith, Puchito Aguilar, Dios me libre Giovanotto y tantos otros más, la mayoría bancarios o empleados públicos, solterones, viudos algunos, jubilados los menos (sólo los viejitos Angel Festa, el que se quejaba de que en su vida nunca había ganado a la lotería, aunque jamás había comprado un billete; y Lindor Dell’Orto, el tano mujeriego que fue padre a los cincuenta y siete años y no encontró mejor nombre para su hija que Dolores, con ese apellido), pero todos solitarios, mordaces y crueles, provistos de ese humor acre que dan los años perdidos.

En ese ambiente, Amaro no desperdiciaba oportunidad de recordar la historia de Vélez. Podía hablar durante horas de la fundación del club, aquel primero de mayo de 1910, o evocar el viejo nombre, que se usó hasta el ‘23, y ponerse nostálgico al rememorar la antigua camiseta verde, blanca y roja, a rayas verticales, que usaron hasta el ‘40 y que todavía guardaba en su ropero. Y no le importaban las pullas, el fastidio, ni los flatos orales con que todos, en La Estrella, acogían sus remembranzas. Como sucedió en el ‘41, cuando Vélez descendió de categoría y Dios me libre sentenció “Amaro, no hablés más de ese cuadrito de primera be”, y él se mantuvo en silencio durante dos años, mortificado y echándole íntimamente la culpa al cambio de camiseta, esa blanca con la ve azul, a la que odió hasta el ‘43, una época en la que las malas actuaciones lo sumieron en tan completa desolación que hasta dejó de ir a La Estrella los lunes, para no escuchar a sus amigos, para no verles las caras burlonas. Pero lo que más le dolía era sentirse avergonzado de Vélez. Tan deprimido estuvo esos años, que en el correo sus superiores le llamaron la atención reiteradamente, hasta que el señor Rodríguez, su jefe, comprendió la causa de su desconsuelo. Rodríguez, hincha de Boca y hombre acostumbrado a saborear triunfos, se condolió de Amaro y le concedió una semana de vacaciones para que viajara a Buenos Aires a ver la final del campeonato de primera be.

Era un noviembre caluroso y húmedo. Amaro no bajaba a la capital desde aquella mañana en la que abordó el “Ciudad de Asunción”, rumbo al Paraguay, para su último viaje. La encontró casi desconocida, ensanchada, más alta, más cosmopolita que nunca y casi perdida aquella forma de vida provinciana de los años veinte. No se preocupó por saludar al par de tías a quienes no veía desde hacía tanto tiempo y durante cinco días deambuló por el barrio de Liniers, recordando su niñez, rondando la cancha de Villa Luro, y el viernes anterior al partido fue a ver el entrenamiento y se quedó con la cara pegada al alambrado, deseoso de hablar con alguno de los jugadores, pero sin atreverse. Le pareció, simplemente, que estaba en presencia de los mejores muchachos del mundo, imaginó las ilusiones de cada uno de ellos, los contempló como a buenos y tiernos jóvenes de vida sacrificada, tan enamorados de la casaca como él mismo, y supo que Vélez iba a volver a primera A.

Continuará...

***

miércoles, 24 de marzo de 2010

La novia del barrilete cósmico (por Diego Díaz Bonilla)

Un texto para recordar, publicado en una fecha para no olvidar.
Desde "Gambeteando" rendimos un humilde homenaje a la memoria colectiva con este muy buen texto de
Diego Díaz Bonilla.



Ya no escucho ovaciones. He dejado de rodar. Duermo en un lugar oscuro donde pocos me recuerdan. Mi forma ya no es la misma. No quiero verme: me avergonzaría hacerlo. Pero una vez te hice feliz. Y a vos. Y a vos.

Habían destruido nuestras ilusiones. Desaparecido a nuestros hermanos. Matado a nuestros hijos. Secuestrado y apropiado a nuestros recién nacidos. Finalmente pergeñado una guerra contra los piratas para perpetuarse. Ese fue el principio del fin. Nos rendimos tristemente y, arrastrando nuestro oprobio, nos democratizamos. Apretando los dientes. Llorando a nuestros muertos.

Ya sé que soy una estúpida. Que no repararé aquella herida. Pero ese día los piratas comieron de su hiel y su soberbia.

Me pisó de pronto, para luego acariciarme durante más de sesenta metros. Sólo diez segundos que parecieron años. La gente se paraba durante el torbellino. Mis ojitos entrecerrados veían en cámara ligera el verde, el cielo, la gente, en mi carrera desenfrenada. Sentía sobre mi cuerpo el viento que producía un vendaval de patadas de camisetas blancas. Hubiera querido gritarle que por afuera corría uno de los nuestros. Una y otra vez. Pero su tozudez pudo más. Sentí su último roce mágico que me recostó en la telaraña. Recuerdo aun aquellos trapos azules que se abrazaban hasta desgarrarse. Mientras tanto en mí país, millones de puños apretados lloraban aquella corrida en memoria de los ausentes.

Por fin me dormí, con canción de cuna de red. Para siempre. Para cicatrizar heridas. Para enjugar las lágrimas de mi pueblo.

Y ahora estoy aquí. Sola y desinflada. Fijada en ese día en que te hice feliz. Pero aún tengo un deseo. Te pido que a veces me recuerdes, para devolverme de a ratos la vida. Por favor, no dejes de hacerlo. No quiero descansar en paz.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Nada de un partido más (Segunda parte)

Por Edgardo Devita

Primera parte


Me baje en la estación, crucé la avenida y el mundo dejó de ser común. En la parada del ochenta, una fila serpenteante y colorida me estaba esperando. Mis pares, los tipos como yo, saludaban con alegría a cada nuevo integrante de la hilera apenas lo identificaba. Una empatía eventual que nacía al simple contacto. Ya nada era igual, un montón de esperantes inmersos en un sub mundo común, solidarios con nuestros temores, ilusionados.
El colectivo adquirió el colorido típico de esos que van a la cancha y las no menos habituales caras de temor de los ajenos.
En cada parada se iba llenando de camisetas verdinegras, de gorros e incluso de banderas; de más saludos e innumerables arengas. A la altura de Emilio Castro una nueva andanada de pasajeros deseosos de llegar a La Meca, desató el carnaval. La banderas se asomaron por las ventanillas, las manos golpeaban las chapas del colectivo acompañando los gritos a viva voz;
y Matade roMatade…
Los gritos aumentaron cuando pasamos Juan B Alberdi, el apuro del chofer también. La cancha estaba cerca, nos esperaba para hacer la fiesta, para teñir la tarde con nuestros trapos. A la altura de Directorio esa oda incontenible encontró eco en los autos y en el agitar de brazos de aquellos que iban caminando en busca del destino común
Había que empezar a prepararse con tiempo para bajar dada la falta de espacio, la incomodidad y el movimiento del colectivo.
Permiso permiso, graacias
Los que iban más cerca de la puerta delantera serían los primeros, como en las escrituras. El ritual proseguiría por Francisco Bilbao que en la cuadra del estadio ahora se llama Justo Suárez. Yo esperaba mi momento para descender tan lentamente como usted podrá imaginarse.
Fue entonces cuando los vi, eran dos pibes de no más de veinte años, sin nada que los identifique ni siquiera como futboleros. Hasta podría suponerse que vivían en el barrio, iban a visitar a una tía o algo parecido. Miraban preocupados el mundo exterior, incómodos y con una inocultable cara de visitantes; sufriendo por viajar en el arca equivocada. Bajaron con nosotros en medio del griterío.
Todos teníamos en claro que derecho por Bilbao, el barrio los Perales y las boleterías saldrían a nuestro encuentro; ellos no. Se hacían los distraídos, dejaban pasar a los demás, miraban al vació. El bullicio se alejaba arrastrando su esperanza por las veredas.
Por un momento me los imagine arreados a tientas en esa corredera, empapados en el sudor de sus peores miedos, Asomando la cabeza en las esquinas para ver si por esa se escapaban, pero justo por allí venía más gente y entonces… seguir para adelante con disimulo y por ningún motivo preguntar. Yo mirándolos a la distancia y sugiriendo a la multitud
“Vamos che cantemos todos, todos eh”
Los muchachos comenzando el griterío, alguien que se da cuenta y pregunta:
¿Y esos dos porque no cantan?
Hubiese sido divertido, todavía me sonrío cuando lo pienso. Pero me quedé tras ellos como aquel que adivinó el truco y espera que se lo reconozcan.
Ustedes entran por el otro lado, vayan por esa calle, les dije señalando la paralela, justo cuando se disponían a peregrinar.
Gracias, me respondieron al unísono con indisimulable alivio y se fueron presurosos a buscar su lugar entre los ruidos de su propia comparsa. Ellos también deben haber tenido una semana inquieta y hasta hayan pospuesto sus preocupaciones para después del partido.
Yo seguí por Bilbao detrás de las banderas y los gritos que me llevaban un trecho de ventaja y que seguramente irían a esperarme para vivir la cara o la seca de nuestra pasión.

PD: Ese día ganamos 4 a 0, Barbas pateó un penal por sobre el travesaño en el arco de la pileta. No salimos campeones, ni ascendimos y mi año laboral continuó siendo flojo pero, ese día. Ese día fue ¡ I nol vi da ble!

FIN

martes, 16 de marzo de 2010

Nada de un partido más (por Edgardo Devita)

Por Edgardo Devita


Qué va a ser un partido más… mentira. Eso uno lo dice cuando pierde, mientras escupe excusas a modo de terapia. Que ya pasó, que el fútbol siempre da revancha, que todos los puntos valen igual. Semana amarga en la que no lees el diario ni de ojito, le escapas a todos los programas de televisión y hasta a aquellas personas con las que soles hablar de fútbol habitualmente.
Nada de un partido más, es ¡El partido! Lo primero que miras del fixture apenas se sortea “El Clásico”. Un mal imprescindible para cualquier hincha, el súmmun del placer o del dolor. Ese que comenzas a vivir apenas termina el partido anterior y que quieras o no, va a engrosar tu currículo de hincha; en el haber o en el debe.
El lunes ya lo comenzas a imaginar. El martes con cualquier excusa tonta como por ejemplo ir a pagar la cuota social, -cosa que bien podrías hacer el mismo día del partido -, pasas por el club. Te juntas con otros como vos, recordás aquellos triunfos memorables y haces una mueca negra cuando alguien habla de ese partido que venían ganando y se lo dieron vuelta en el final. El jueves vas al entrenamiento y te quedas esperando que salgan los jugadores del vestuario, para aplaudirlos y decirles…
¡Vamos eh, el sábado con todo!
…no es que ellos no lo sepan; vos necesitas pedírselo.
Me acuerdo que por esos días yo venía más o menos, flojo de laburo, cansado de postergar proyectos, sin ganas de nada. Pero ese sábado jugábamos con All Boys en Mataderos y por más que quisiera no podía pensar en otra cosa. Obvio que no se lo dije a mi mujer ¿para qué? Para que empiece con la perorata de siempre…
“Ves como sos no, con los problemas que tenemos y vos pensás sólo en el fútbol”
Ya sé que tenemos problemas, pero es “El Clásico”. Así que… quedarán para la semana que viene. Al igual que el arreglo de las luces del cuartito del fondo y la charla con el vecino por el tema de la medianera.
El día del partido me obsesione desde la mañana en repetir las mismas cosas que había hecho la vez anterior cuando les ganamos de visitante. Me levante temprano, compré facturas, lleve a las nenas a la plaza, comimos fideos…
¿Cómo que hace calor para fideos?
Usted querrá saber si me puse los mismos calzoncillos. Sí, y las mismas medias.
Salí temprano para la cancha. ¿Qué cómo estaba? ¡Insoportable! Con la digestión a medio terminar, las manos transpirándome a más no poder y unos nervios…
De no ser tan analítico, tal vez me hubiese hecho bien rezar. Pero siempre fui reacio a creer que Dios, la Virgen, o los Santos Apóstoles se dignasen a tomar partido entre mi suplicante pedido y el de algún feligrés del otro equipo; así que desistí.
Ya en la calle todo era normal, un día más. Es extraño como esos días tremendamente especiales para uno, resultan tan comunes para el resto de la gente, que los vive con desvergonzada indiferencia. En eso pensaba mientras mi tren sin demasiado apuro, buscaba la estación Liniers. Gente leyendo, vendedores que vociferaban ofertas imperdibles, padres e hijos mirando por las ventanillas el paso de los autos por avenida Rivadavia. Un cieguito con su silbido lastimero haciendo sonar su latita escasa de monedas. El muchacho parado junto a la puerta que de tanto en tanto otea la aparición del guarda; más vendedores.

Continuará...

***

martes, 9 de marzo de 2010

-Antonia- Mandato (por Rodolfo Braceli)


Por Rodolfo Braceli



–¿Te vas?

–Sí. Me voy.

–Pero volvés enseguida.

–A la noche vuelvo.

–A tu madre la vamos a enterrar a las tres y media, ¿estabas enterado?

–Papá, yo me voy al partido.

–¡Pedazo de hijo de puta!

–No la insultés a la vieja. Y no me insultés a mí.

–Ah, claro, tengo que felicitarte por lo que vas a hacer.

–No te pedí eso.

–Pero carajo: ¡por ir al partido dejás de estar en el entierro de tu madre!

–Sí.

–¿No se te ocurrió pensar que en esta re vinagre vida, muerte de madre hay una sola?

–Esperá papá, escuchame: ¿te acordás que ayer la mamá...?

–... tu mamá, Antonia; tu mamá, la que quedó inválida desde el día que te parió; tu mamá, la que te enseñó a leer y a escribir y a sonarte los mocos; tu mamá, la que con su trabajo de modista costeó tu carrera de abogado; tu mamá, la que te dio su córnea del ojo izquierdo para recuperar el tuyo después del accidente; tu mamá, la que te hizo de comer como en la reputísima vida te van a hacer de comer; tu mamá, que ahora está en ese ataúd durmiendo para siempre, durmiendo, tuertita y sola; tu mamá va a ser enterrada en un par de horas y vos...

–Escuchame de una vez, papá...

–¿Con qué me vas a salir...?

–¿Te acordás que ayer la mamá recuperó el conocimiento un ratito?

–Y cómo no me voy a acordar, pedazo de hij...

–Ayer, en ese ratito, te pidió que me dejaras solo con ella.

–Y los dejé solos.

–Entonces ella me dijo: “Sacate los zapatos, Franco; y las medias también”.

–¿Qué estás diciendo?

–Y me saqué los zapatos y las medias, y me dijo: “Acercame los pies”; y me besó dedo por dedo; más el meñique izquierdo, que me fisuré por jugar descalzo a la pelota... Y después me tomó la cabeza con las dos manos y me besó los párpados y me lamió las cejas y las pestañas y me mordió dulcemente las yemas de cada dedo de la mano y ahí me preguntó al oído: “Mi papito querido del alma, si te pido algo para cuando yo aquí ya no esté, ¿lo vas a hacer?”. “Mamá, por favor, no me hable así.” “Si te pido algo para después, ¿me lo vas cumplir?” “Sí, mamá, lo que sea, lo voy a cumplir.” “Jurámelo por la Virgen de la Carrodilla.” “Se lo juro por la Virgen de la Carrodilla.”

–Dejá de llorar. Terminá de contarme.

–Entonces la mamá me dijo que iba a morirse enseguida y que... si el entierro se juntaba con el partido, “¡vos te vas al partido, eh!”.

–Y vas a ir nomás.

–Papá, fue su último deseo.


Este texto pertenece al libro Perfume de gol. Fue extraído del suplemento Líbero del diario Página 12
Link a la nota original: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libero/11-4832-2009-11-14.html

martes, 2 de marzo de 2010

Marumba (por Cristina Occhipinti)

Por Cristina Occhipinti


Como la crisálida con su nombre, camina a ciegas por las calles de Libreville. La ciudad, ahora libre de franceses blancos pero esclava de dictadores negros, le sofoca la vida. Sus pasos empiezan a apurarlo. Marumba corre, las gotas de transpiración bajan por sus sienes. Lo zarandean los vientos tempestuosos de la decisión profunda. Se agita y para. Respira el olor del Atlántico. Y mira. La última mirada ya sueña el regreso. Y ve. A la madre lavando en el río, muriendo en el lavado. Viviendo con su alegría, muriendo con su partida. Ella duda de un país de blancos. El volará de Gabón a la Argentina. Las fotos de Buenos Aires le deslumbraron el corazón y los años le pasaron para seguir jugando en el Wongosport. Su madre podrá dejar de lavar y el la vendrá a buscar.
Marumba se recuerda jugando descalzo en un claro de la selva. Su madre lo acompañaba. Era difícil jugar con ella, pero divertido. Armaba el arco casi pegado a su grueso cuerpo. Sólo diez centímetros quedaban de cada lado. Marumba, flaco movedizo, se le escurría por los costados y le hacía cientos de goles y miles de cosquillas. Ahí comenzó su amor por el fútbol.
Antes de irse, Marumba le cuenta que el Atlántico llega a la Argentina. Su madre le dice que cada gota de agua que lo bese en ese lejano país, será una que ella soplará aquí.
Marumba encuentra otros mares en Argentina. Y ríos. Hay uno cerca de la cancha de su nuevo equipo. Aprende enseguida a pronunciar Riachuelo. Entre concentraciones y partidos, sus ojos se llenan de casas de chapas, de botes rotos cruzando el río de agua negra, de mujeres niñas con niños en sus brazos. Y mientras en sus cartas le disfraza la realidad a su madre, y en el centro de la ciudad le piden sacarse fotos con él, como si fuera una mascota exótica, comprende la identidad universal y sin colores de la pobreza y de la discriminación.
Marumba se adapta rápido al estilo del fútbol argentino y hace goles en su nuevo club. Los hinchas lo aman. Él no entiende del todo sus cantitos, pero le contagian la alegría. Se ha convertido en la figura principal. Ha impuesto en cada partido una suerte de hacka. Pero no al inicio, sino en el comienzo del segundo tiempo. La música tribal vuelve a su cuerpo, lo posee, y son sus cinco minutos de encontrarse con Gabón. Sus compañeros lo rodean y aplauden en silencio. Luego Marumba juega con los recuerdos y los goles son cosquillas que manda por correo a su madre.
Este domingo es especial. Han hecho una buena campaña y si ganan serán campeones. Como siempre, Marumba habla poco y mira mucho. Hoy también es especial para él, por eso mira el suelo.
La hinchada se está poniendo nerviosa. Empatan cero a cero. Ninguna pelota llega a Marumba. Ninguna es peleada por él. Cuando faltan dos minutos para terminar, Damiani le pone una pelota en los pies. Se escucha el silencio en la tribuna, el murmullo de los trapos rozándose. Luego, la explosión del grito contenido y el aliento, vuelven con fervor.
Ubicado en el área chica, levanta los ojos. El parante superior del arco le sonríe con la sonrisa grande de su madre. Los brazos de los costados se desprenden de la tierra. Se estiran hacia él y casi le acarician la cara.
Y Marumba vuelve a ser la Marumba, mariposa grande que vuela hacia Gabón, hacia los abrazos cálidos. Gambetea al viento y corre hacia el arco con su cuerpo en flecos, con sus pedazos de aquí y de allá, con sus negros y sus blancos. Lo para la red y ahí se queda.
Su compañero lo arrastra fuera del arco. Ha aprendido algo de francés y le habla. Marumba, con toda el agua del Atlántico Riachuelo en la cara, le cuenta que ya jamás podrá traer a su madre. Ha muerto en el río.
Los gritos de aliento de la hinchada, hace rato que se convirtieron en aullidos de bronca.
La pelota impasible, ajena, quedó atrás, en el mismo lugar donde la puso Damiani, a dos metros del arco.


Siempre me apasionó leer. A principios del dos mil nueve, buscando un taller de lectura, me anoté por equivocación, en el Borges, en el taller del Zaiper. Pensé que me iría a los dos días, pero cada vez me fui enganchando más y aquí estoy, contenta de poner en la hoja las palabras que antes se perdían en el aire, o se quedaban adentro mío. Y feliz de tener un profesor talentoso, que nos exige, nos alienta y nos entrega el corazón.
Me gusta el fútbol. Mi padre me enseñó a jugarlo y a quererlo, tanto como a los libros. Y me interesa mucho la historia. He hecho cursos y he escrito algunos textos cortos, críticos de la historia oficial. Son muchos los años que tengo y mucho el camino recorrido. Espero algún día escribir mejor y transmitir parte de ese camino.
Todavía, estoy en la vida en proceso de aprendizaje. Y eso me hace muy feliz.